El escritor, cineasta y guionista, Carlos Pérez Merinero nos dejó el 29 de enero de 2012. Eran las 20, 30 horas cuando en la calle José del Hierro del barrio de Ventas de Madrid, los transeúntes apuraban las últimas horas dominicales antes de recogerse en sus casas para afrontar el duro lunes de trabajo. Sin transición dolorosa, solamente con atisbos de un malestar que le acompañaba desde aquella apacible mañana, terminó desplomándose antes los intentos vanos, Carlos hacía unos años que acarreaba una obesidad considerable, de su madre que trató de incorporarlo. Había nacido en Écija (Sevilla), en 1950.

Ilustra Josep M. Maya.

Fue así, en silencio, cómo nos quedamos huérfanos de uno de los mejores, por no decir el mejor, novelista criminal de España. Fue así, cómo un fundido en negro, que nos dejó uno de los mejores guionistas, junto a Rafael Azcona, de nuestro cine. De él son los guiones de la película “Amantes”, que dirigiera Vicente Aranda, o “La buena estrella”, de Ricardo Franco. Y también el guión del crimen de la calle Fuencarral de Madrid, de la mítica serie televisiva “La huella del crimen”. De su extensa obra como novelista y cuentista negrocriminal, su última obra fue La niña que hacía llorar a la gente, y un puñado de relatos inéditos publicados de forma póstuma en el volumen Cuentos completos de El Garaje Ediciones.

No era un novelista que imitara la crónica de sucesos, y menos que hiciera apología policial. Construía personajes sólidos, creíbles y, sobre todo con historias duras, pero una dureza cotidiana que contrastaba con el horror, por lo que nos cuenta en este artículo, que le producía la violencia y el mundo del crimen real. Como escriben en la entradilla del artículo en el diario El Mundo, Carlos Pérez Merinero fue el escritor negrocriminal con las novelas más duras, descarnadas y eróticas del género en castellano, lo que hizo que algún crítico falto de adjetivos lo llamara el Jim Thompson español. Aunque en rigor esto no es una entrevista como las que estamos recuperando del pasado, nos parece interesante conocer por pluma de su autor los pensamientos ante el hecho de crear más allá de la pura y sórdida realidad que nos envuelve. El presente artículo, como queda dicho más arriba, se publicó el en diario El Mundo, el miércoles 27 de febrero de 1991. Agradecemos al hermano del autor, David Pérez Merinero, el permiso expreso que nos ha dado para reproducir este trabajo.

“HE ESCRITO UN CRIMEN”

El novelista español más “negro” siente pavor ante la historia de Puerto Hurraco

 Posiblemente, Carlos Pérez Merinero es el autor más “duro” y más “insensible” de la novela negra española contemporánea. Sin embargo, y como reconoce en su artículo, da la espalda a la vida real porque piensa que el más cruento asesino de papel no es comparable a los “inofensivos” seres de carne y hueso que fabricaron Puerto Hurraco.

 Por: Carlos Pérez Merinero.

 “He matado a muchísima gente en mis novelas, y sin embargo no puedo soportar los crímenes de verdad”.

 Cuando se vive del crimen sin ser un criminal, a veces se encuentra uno con la sorpresa, no por repetida menos chocante, de ser interrogado como si fuese un experto. Un experto en asesinatos y hechos violentos, y un experto también en las personas de la vida poco recomendable que los han llevado a cabo.

En mi caso, nada más lejos de la realidad. He matado a muchísima gente en mis novelas, y sin embargo, no puedo soportar los crímenes que saltan a las páginas de los periódicos.

Y cuando digo que no puedo soportarles, hablo literalmente. Paso esas páginas como si estuviesen manchadas de sangre o doy la espalda a la pantalla del televisor donde en esos momentos se ofrecen vívidas imágenes del último acto macabro perpetrado por algún ciudadano.

Me produce pavor darme de bruces con el crimen. Es algo que me lleva a hacerme preguntas que no puedo responder, como sí puedo responder las que se me plantean cuando estoy escribiendo una novela, por muy sangrienta que ésa sea.

Frente a un crimen “de verdad” son tantas las preguntas sin respuesta que es como si la realidad se me escapara de las manos. Pienso en la víctima, allí tendida en medio de un charco de sangre, y me pregunto qué vida, qué esperanzas, qué sueños, se habrán cortado de raíz con ese hachazo o ese pistoletazo con el que el otro protagonista –el asesino- le ha quitado de en medio.

VÍCTIMA Y ASESINO.- Otra que tal baila el asesino. También él tenía una vida, unas esperanzas y unos sueños, que igualmente se han esfumado. Quizá uno de esos sueños fuese el deseo largo tiempo acariciado de dar muerte al que ahora se ha convertido en víctima. ¡Qué deseo tan intenso ha de ser ése para renunciar a todo por satisfacerlo!

En un crimen están la víctima y el asesino, pero también hay otras personas a su alrededor, a las que asimismo salpicará la sangre –dichosa sangre- y que verán cómo se tambalean la firmeza y la seguridad que hasta entonces pensaban que presidía su vida.

Son los familiares y amigos del asesino y de la víctima, que en muchos casos ni siquiera sospechaban que aquél con el que ayer hablaban de fútbol iba a convertirse en asesino o que aquélla con la que hacían el amor la pasada noche apenas se le quedaban unas horas para que su nombre encabezara un titular de periódico y su cuerpo apareciese en los telediarios cubierto por una manta de aspecto inevitablemente sórdido.

Vidas truncadas, sueños rotos, esperanzas hechas añicos… Y todo tan incontrolado y tan fuera de la “normalidad” a la que nos agarramos a diario para no perder pie y convertirnos también en víctimas o en asesinos, que no sé cómo la gente puede sentir curiosidad por conocer los detalles de esos hechos luctuosos.

Y, sin embargo, así es. Cuando sucede uno de esos crímenes condenados a ser populares, las ventas de los periódicos aumentan y los telediarios se aprestan a poner al tanto a los morbosos de los pormenores del caso.

Gimoteantes familiares –los de la víctima y los del asesino, unidos por las lágrimas- ocuparán entonces la pantalla para balbucear entrecortadas preguntas en las que se interrogan sobre los porqués de lo ocurrido. Casi nunca suelen saberlo y resulta patético –verles sollozar en medio del absurdo vacío en que de pronto se han convertido sus vidas.

¿Por qué hacer un espectáculo de este sufrimiento? ¿Y cómo es que ese espectáculo tiene tantos espectadores? Son cosas que no me explico y para las que no tengo más respuesta que la huida. Es tal la afrenta que me causa un crimen –y, lo que s peor, su representación- que la única salida digna que se me ocurre es la escapada.

Me viene ahora a la memoria el verano pasado, cuando se produjeron los hechos de Puerto Hurraco. En los bares, no se hablaba de otro asunto. Tomaba uno el periódico en las manos, y la sangre –otra vez la sangre- chorreaba. Y qué decir de los telediarios. Se nos ofrecía un panorama de horro y de brutalidad tan semejante al infierno que lo más sensato que se me ocurrió era cerrar los ojos a la realidad de esa barbarie y convertirme en avestruz para no ser ni siquiera lejano testigo de una pesadilla que, si me descuidaba, tarde o temprano también poblaría mis sueños.

EXPLICAR LO INEXPLICABLE.- Yo, a pesar de mi dedicación a la novela criminal, debía ser una excepción. Los demás, a mi lado, parecían fascinados por lo sucedido. Todos conocían al dedillo los nombres y la naturaleza de los hechos –una venganza incubada durante años, a la que se dio rienda suelta en medio de una locura de la que todo un pueblo se contagió, como si se tratara del tifus- y más de uno se atrevía a perpetrar teorías que intentaban explicar lo inexplicable.

¿Qué tendrán este tipo de crímenes, qué tendrán los crímenes en general, para que muchos los contemplen embelesados? Me lo pregunto y tampoco a esto sé qué contestar. A lo mejor sólo se trata de esa inclinación tan “humana” de regodearse en el mal ajeno. Y qué peor mal que la muerte, sobre todo cuando las víctimas se multiplican y todo un pueblo se convierte en protagonista.

Yo, entonces, trataba de huir de Puerto Hurraco, como ahora intento escapar de los ecos de uno de esos crímenes de primera página: un grupo de niños de pocos años ha visto cómo su maestra era asesinada delante de sus ojos. Unos ojos ya nunca jamás inocentes, como tampoco lo son los míos después de haber tenido que soportar a mi alrededor, pese a mi deseo de escurrir el bulto y no querer saber nada de ellos, tantos Puertos Hurracos.

TODO PATAS ARRIBA.- Los escritores de novelas policiacas nos esforzamos en construir sobre el papel crímenes perfectos. Crímenes para pasar el rato, nosotros y nuestros lectores. Son crímenes en los que todo está medido y controlado, y en los que no hay lugar para preguntas sin respuestas. Crímenes que nada tienen que ver con esos otros de la realidad, que son todo menos perfectos y que algunos, quizá menos civilizados que nosotros (o menos cobardes, por qué no) llevan a cabo, arruinando vidas y colocándolo todo patas arriba.

Todo lo contrario que uno, siempre empeñado ilusoriamente en poner orden en el caos y en escribir ese crimen perfecto frente al que todos quedarán deslumbrados.

Sé que es un sueño vano, un espejismo, y que en los impúdicos crímenes de la realidad tendré unos rivales con los que siempre saldré derrotado en la comparación.

Lo sé y no me importa. Prefiero decir en voz baja “He escrito un crimen” a ser asesino, víctima, testigo, figurante o simple espectador de ninguna desmesura horrible, condenada a ser vista por todos en las primeras páginas.

“He escrito un crimen”. Rodeado de muertos por todos lados, me pregunto si ése no sería un buen epitafio.

Carlos Pérez Merinero, escritor, especialista en cine y novela negra. Su último libro publicado es Las noches contadas.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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