Una cafetería situada en una calle céntrica. Una mujer, joven, de unos veinte años: delgada, aspecto débil, ojerosa, de cabellos cortos de color castaño. Ella trabaja allí, es camarera. Se despide de sus compañeros de trabajo, se quita el delantal, sonríe, alegre de terminar la jornada.

Sale por la puerta, está lloviendo, se cobija en su chaqueta y busca un sitio donde poder guarecerse. Llega hasta una parada de autobuses, se siente refugiada, vuelve a sonreír de un modo aliviado.

Viene el autobús, abarrotado, un ruido histriónico le da la bienvenida. Ocupa un lugar minúsculo, cerca de un grupo de jóvenes que bromean y ríen descaradamente. Bonitos años aquellos en los que reír era gratis, ahora se ve a ella misma sonriendo para poder obtener un par de monedas de propina. Dichosos los pensamientos que se cuelan a veces en uno mismo.

La lluvia no se deja vencer. Sus grandes ojos castaños quedan detenidos por un instante ante un impermeable rojo que atravesaba la calzada. Siente un escalofrío. Aquel impermeable le invocó un recuerdo guardado. Suena el claxon del autobús, ella se dispersa, mira a su alrededor: Todo sigue igual. Se cierran las puertas y en milésimas de segundo pudo ver un rastro plástico de color rojo entre el gentío de la calle. Finalmente, llega a su parada, baja apresuradamente, tiene ganas de salir de allí, le cuesta respirar.

Como cada día, pasa por delante de la tienda de papiroflexia de la Sra. Keiko. Se convierte en su rutina preferida, acudir hasta los vidrios de aquel lugar y observar los miles de formas precisas y encantadoras que bailan al son de la gravedad. Esta vez, Keiko, las resguardó de la lluvia. Todas yacían hacinadas las unas con las otras, concediendo al espectador, entrometido, una explosión de color. La mujer asiática le hizo un gesto de invitación. Dentro, estaban cuatro personas de espaldas a una cámara fotográfica, ella, curiosa, entró. Quieta y curiosa, su respiración se acentúa, respetando el silencio de aquel que admira. Keiko, de ojos negros opacos y melena larga del mismo color, explica a su invitada que el rostro humano es como una máscara y que el hecho de fotografiar a la gente de espaldas, le llena de gozo, no tener que describir nada en sus ojos, ni en sus gestos. Una mirada al interior a veces es como cruzar un umbral donde reside un abismo de miserias.

Aquella conversación provocó una risilla incontenida por su oyente. Keiko le acompañó con un silencio prolongado mientras observaba, detenidamente, aquel abismo de miserias de la joven.

Un portal viejo, en un barrio antiguo. Ella entra, no hay ascensor, sube las escaleras. Está agotada. De nuevo vuelve el reflejo del impermeable rojo. Frío. Sacude la cabeza energéticamente, como si aquel movimiento le pudiera evadir de sus elucubraciones. Llega al último piso. Allí, se encuentra una estrecha puerta de madera de azul oscuro, desconchada por la parte inferior, una mirilla de metal asomaba de forma descarada en su parte superior. Abre, destrozada por el ascenso, se desploma en el único sofá monoplaza que se encontraba en aquella buhardilla. Se quita los zapatos, se dirige a la cocina, sin cambiarse de ropa, se prepara un café. Minutos después, se acerca a la ventana, donde las gotas resbalaban sobre los cristales como pequeños besos suaves.

Relámpagos. Cinco segundos. Su mente comienza a convocar recuerdos que ella bautizó como pesadillas. Seis segundos. Él. El impermeable rojo. Se torna de un color magenta. Once segundos. Un golpe. Magenta. Suena la puerta. Silencio grave.

Se paraliza, nota una ligera aspereza en su boca. Suena de nuevo el timbre. Sus pies descalzos se adhieren al parqué. Un suave sudor recorre su nuca. Una vez enfrente de la puerta, mira a través de la mirilla. Es él. No abre, se queda tras la puerta. Un suave temblor se apodera de sus manos. Una voz grave y apagada retumba:

– Vamos Paula, abre la puerta. Sé que estás ahí.

Un racimo de emociones lejanas, vienen a visitarla. Decide contestar sin controlar un ápice de angustia en su tono de voz:

– Pedro… ¿Qué quieres? – Un silencio se materializa entre ambos.

– Abre y te lo diré.

Ha pasado tiempo desde la última vez, se repite una y otra vez a sí misma. La gente cambia.

Decide darle una oportunidad. Lentamente, abre el pomo y puede ver delante de sí misma una sonrisa empapada sosteniendo algo entre sus manos.

– Pasa. ¿Quieres un café? – Fría y ausente, se dirige hacia la cocina. Duda ante la idea de haberlo dejado entrar.

– Sí, por favor- De manera complaciente no deja de observarla. Estudiarla.

Desde la cocina, ella rompe el silencio incómodo que los rodea.

– ¿Y bien? ¿Qué es lo que quieres? – Pregunta mientras prepara la cafetera.

Él se acerca hacia ella y se sitúa a sus espaldas. Paula, se encoge. La cuchara de café le tiembla entre sus dedos. Se gira, posicionándose ambos de cara. Él está tan cerca que le incomoda, le duele. Ella se detiene ante una mirada inexpresiva, de pupilas dilatadas, simulando aquellos animales carnívoros que salen de caza. Ella decide empezar a hablar:

– ¿Vas a decidir hablarme? Tropieza con las palabras. Él sigue manteniendo la misma mirada impenetrable. El juego ha empezado.

– Lo nuestro nunca funcionó. Además, esa mirada la conozco. ¡Me das miedo Pedro!

Él, mantiene sus brazos detrás de su espalda, ocultando algún objeto. Cuando finalmente decide mostrarle lo que esconde entre sus manos, ella, como acto reflejo, se tumbó rápidamente en posición fetal en un rincón de la cocina, con las manos apoyadas sobre las orejas, esperando lo peor:

– ¡No, por favor, aquí no! ¡Vete de aquí! – Se decía sistemáticamente mientras él la observaba.

Algo cae al suelo, ella continúa acurrucada, protegiendo su alma, ya que su cuerpo estaba desnudo ante el dolor. Se escuchan unos pasos hacia la puerta. De nuevo un silencio con olor a café. La cafetera grita. Ella mira a su alrededor. Se ha ido. Enfrente de ella una pequeña caja de plástico, color granate, con pequeñas letras doradas. La abre. Escucha unos pasos, entonces ella recuerda que la puerta no se cerró. Un golpe contundente suena en su cabeza. Todo ocurre muy rápido.

En aquel momento, el suelo se tiñó de magenta, su piel, su pelo… Todo se cubrió con una larga y pesada cortina de color magenta.

La puerta se cierra.

Un hombre habla por teléfono. .

– Buenos días, aquí el Inspector Borràs. Se ha cometido un homicidio en la calle Pizarro nº 7. La víctima presenta signos de violencia. Manden a la brigada forense.

Todavía pululaba en el aire un sutil aroma a café. Ella estaba tendida en el suelo, con los párpados abiertos y sus labios entreabiertos. Sus pómulos apagados mostraban una palidez implantada.

Unas manos embutidas en látex recogieron un objeto cuadrado del suelo. Es un anillo de plata con un zafiro engarzado. Murió en el acto.

Ha salido el sol, pero hace viento. Las figuras de papel fueron exhibidas en la calle, el viento las sacudía suavemente. Una camilla cruzó enfrente de la tienda de papiroflexia.

La mujer asiática salió tras una de las figuras que fue arrebatada por una ventisca. Alcanzó la camilla cubierta por plástico negro. Se quedó ante aquella montaña plastificada. Los enfermeros la apartaron y ella vociferó:

– ¡Esperen! – Los enfermeros incrédulos ante la actitud de la mujer le espetaron-

– ¡Oiga! ¡No ve que estamos trabajando! –

– Solo quería darle esto a ella…- Sorprendidos los enfermeros ante la reacción añadieron-

– ¿La conoce?

– No. – Entregándole la figura de un pájaro de colores vivos y hermosos, continuó- Esto le gustará. Guárdenlo junto ella, por favor, solo les pido eso. – Indecisos, se miraron unos instantes y rápidamente cogieron el objeto de papel, accediendo a los deseos de la misteriosa mujer.

Una tristeza liviana le invadió el pecho. Se quedó inmóvil como la camilla con el cuerpo de la joven desaparecía de su vista para siempre. Cuando quiso volver hacia la tienda, notó una presencia, aquello le hizo girarse hacia el individuo que yacía a su lado. Ante ella se hallaba un hombre de mediana edad con un impermeable rojo. Ella le sonrió e instintivamente le comentó:

– Me temo que la lluvia cesó…- Él se quedó observando en silencio y con una mueca sorda respondió:

– Sí, pero hace viento

Aquel día hizo calor, el cielo quedó raso y el atardecer se sumergió en un color magenta.

Lectora ávida, escritora en proceso de maduración, frecuentadora asidua de bibliotecas y librerías. Una letraherida en estado puro.

Comparte: