Con la detención de marzo de 1934 supimos que la policía estaba inquieta porque se les escurría de las manos el control de la calle. Por eso, cuando al camarada Marcelino Arañón, cincuentón de Almudévar y subversivo líder anarquista, le rompieron la nariz en aquella aciaga sala de Vía Layetana, entendí que aquel peligroso equilibrio de fuerzas entre burgueses y proletarios daba un giro inesperado, convirtiendo nuestra existencia en una infatigable lucha personal por el triunfo colectivo. La llegada de la Segunda República nos abrió un soplillo de oportunidades a los vilipendiados durante los totalitarismos salientes. Pero también motivó a esos mendrugos del tradicionalismo catalán de la caseta i l’hortet, autoproclamados salvadores de una patria anacrónica. Se movían inspirados por una corriente ítalo-fascista con la que acaparaban cargos policiales, políticos e industriales bajo el paraguas de Estat Català. Su reducida empatía con el obrero se tradujo en monumentales embestidas contra los representantes sindicales. 

Nos habían secuestrado horas antes en una guarida del sindicato ajena a la opresión policial, mientras esperábamos una fresca mañana de marzo a Mariano Cabanillas, ingeniero de minas y experto en demoliciones. Éramos Los Indomables, una agrupación anarquista al servicio de lucha obrera, especializada en la sustracción de armas, explosivos y munición. Me había enrolado en esta sociedad secreta hacía poco más de un año, después de la emboscada en Hendaya, dónde la Guardia Civil –con la connivencia de la gendarmería francesa- liquidó a tres de sus cinco miembros. Arañón y Cabanillas, únicos supervivientes de la sesgada agrupación, consiguieron escapar por los húmedos bosques de la frontera, ayudados por unos queseros vascos.  Arañón contactó conmigo en la redacción de Acracia, una revista de la CNT, en la que plasmaba con esmero mi columna semanal, Nosotros, que tenía como misión enervar a las masas en contra de la Patronal. El compañero Arañón, según parece, se había fijado en la tenacidad de mis escritos, algunos de los cuales recomendaban “orinarse en el patrón”. 

– ¿Cándido Mesalles? – preguntó.

Al girarme reconocí aquella figura que meses antes había salido en la portada de La Vanguardia, junto a Mariano Cabanillas, después de la voladura del puente de la Damm, dejando a la cervecera sin suministro de trigo durante varias semanas. A los dos minutos ya me había cautivado. Me confesó que con el camarada al frente del periódico, Anselmo Parrón, habían valorado mi compromiso con la causa obrera y que consideraba que alguien como yo, en la plenitud de la vida, debía formar parte de su entorno.

Nos habían sorprendido en un domicilio aislado del todo Barcelona, en el barrio del Carmelo, ubicado en la parte alta de la ciudad, en una colina del mismo nombre. Hasta los años veinte tenía un carácter plenamente agrario, pero a partir de entonces lo empezaron a poblar arroceros cartaginenses, ferroviarios lorquinos, capataces almerienses o jornaleros granadinos. Estos hombres y sus familias se aunaban en barracas y chabolas buscando equilibrio en peligrosas pendientes movedizas que descendían desde la Sierra de Collserola. Nuestra casucha era de frío adobe y daba servicio a una huerta antaño productiva. El inmueble había pertenecido a un viejo hortelano sin familia que la donó al sindicato. Una empalizada irregular la resguardaba del exterior. En sus adentros se caminaba levantando polvillo por un suelo arcilloso. Todavía resistían la cocina económica de carbón, la mesa tocinera murciana, cuatro sillas y un candil. Al fondo, una cómoda podrida donde su antiguo ocupante guardaba algunos trapos, que hacía compañía a un camastro cochambroso. El difunto había plantado unos cipreses que buscaban el cielo a varios metros del suelo. Aún quedaban unas macetas de caolín con geranios resecos que debieron hacer del lugar un auténtico vergel. 

Marcelino Arañón había desarrollado un sexto sentido que le convertía en un elemento etéreo. Perseguido por la policía de toda la Península y parte del extranjero, no dudaba en cambiar de identidad como de camisa para moverse hábilmente por todas partes. Pese a ello, con el sol aún tímido de finales de marzo, se dejaba cautivar por el zarandear harmónico de los cipreses, que, envueltos por el airecillo casi primaveral del litoral barcelonés, se batían.

– Consecuentes e indomables…-, murmuraba.

Nos habíamos citado con el dinamitero Cabanillas porque queríamos coordinar el reparto de armas entre los estibadores del puerto para la Huelga General del 14 de abril. Segundos antes del ataque, divagábamos ingenuamente ajenos al peligro sobre la importancia de colectivizar las tierras y explotarlas en común. Yo ponía como ejemplo el intento colectivista de algunos pueblos de Lérida, dónde en mi temprana juventud me había ganado el jornal vareando olivos. Entonces, un vil estruendo nos retrotrajo repentinamente hasta una situación incontestable. Media docena de agentes de paisano, pertenecientes a la Brigada de Información de la Jefatura Superior de Orden Público, irrumpieron empuñando sus revólveres. Dos de ellos se abalanzaron sobre Marcelino, quien tuvo que soltar su pistola -apodada La Lira- por orden de los represores, a riesgo de llevarse un tiro en la mollera. Un sorpresivo puñetazo le desplazó la mandíbula, quedando desarticulado. A mí me sujetaron los brazos y, con firmeza, me soltaron un rodillazo en el costado que me inclinó. Casi pierdo el oremus. 

Nos arrastraron hasta el furgón policial y del vecindario aparecieron algunos gritos de solidaridad y camaradería.

– ¡Dejadlos estar! ¡Fascistas de mierda! ¡Maricones! ¡Hijos de mala madre!

Brotaron del silencio algunas piedras que llegaron a impactar sobre el vehículo, rompiendo una de ellas la luna trasera. Desaparecimos entre disparos al aire y una nube disuasiva de polvo y partículas de gasoil. En nuestro fugaz espetar por Barcelona, entre el resonar incesante de la sirena policial y los bandazos de un conductor camicace, lo vi con claridad: el paniaguado de Joaquín Burgos, un comunista rebotado que se había pasado al otro lado, me había delatado.

En la comisaría, nos encerraron en celdas contiguas de aislamiento. Habitáculos fríos y oscuros. Atmósfera de una tonelada. Paredes de hormigón sin humanidad. Obligado confinamiento con sabor a orín y excremento de roedor. Al cabo de pocas horas de cautiverio, nos condujeron a la sala de interrogatorios, que daba al patio interior de la jefatura. Me sentaron esposado delante de Marcelino; hombre fuerte, pétreo, férreo como el acero. Tal había sido el exceso de los opresores que uno de los estacazos le había hendido la nariz al maño, tiñendo su negruzco bigotón de rojo morrón.

– Estos hijos de puta no tienen huevos a matarnos.- dijo buscándome entre los agentes.

Al cabo de unos minutos, apareció uno de los inspiradores de la corriente catalano-fascista, el comisario Aurelio Sorribes, masticando picadura, con esa doble sonrisa que demonizaba su tez hambrienta, envuelto en su gabardina caqui y con aroma a adulador barato. Preguntó al inspector si habíamos cantado.

– ¿Y del registro ha salido algo? 

– Nada, señor. Solamente un papel en el bolsillo de ese hijo puta donde se lee: “Acciones. Huelga General. 14 de abril”.- reveló el funcionario encausando a Marcelino. 

El responsable de la jefatura se deshizo de la nota y acudió a por un cubo de agua. Se lo tiró por encima al compañero, quien recobró el sentido. El execrable torturador le sujetó las mejillas, escupiéndole a la cara unas flemas cobrizas por las hebras de tabaco. Luego vino a por mí. Agarrándome del pelo abrillantado.

– ¿Tú eres el nuevo maricón? 

Encajé los maxilares y me revolví con desconsideración. De nuestras bocas no saldría ni una sola palabra sobre ninguno de nuestros propósitos. Entonces, el maldito comisario me cogió por las pelotas, apretándomelas a rabiar. Sacó una faca reluciente que me paseó crepitante por las carrilleras.

– Así que el 14 de abril… Pues más vale que estéis tranquilitos u os cortaré los huevos con esta… 

Me soltó tirándome de la silla y me di de bruces con las baldosas mugrientas del suelo, que en algún momento del pasado habían sido granates.

– Deshazte de esta mierda…- le ordenó desde la superioridad al inspector.

El subordinado se acercó y me vendó los ojos. Entre dos guardias me bajaron al garaje y me introdujeron en lo que parecía el asiento trasero de una buseta. El humo de los escapes impregnaba aquel lugar donde el ir y venir de camiones y furgones rugía reverberante de manera siniestra. Rebasamos la hora de viaje y quería creer que me intentaban achantar; Arañón me explicó que los extintos compañeros de Los Indomables habían acabado con un tiro en la cabeza en una de las cunetas de Irún. Pero a mí, los mequetrefes de Sorribes, me soltaron atado de pies y manos en una pila de estiércol, en un barrizal a las afueras de Sitges. Entre revolcones y aroma a mierda logré desatarme. Cuando me incorporé, deambulé unos quilómetros hasta caer exhausto ante un revisor de tren al que supliqué ayuda. Dos días por la enfermería del Hospital de San Pablo resolvieron todos mis males. A Marcelino Arañón, en cambio, lo arrojaron de un automóvil en circulación, en una de las confluencias con la céntrica plaza de España. Unos paseantes impávidos lo trasladaron al Clínico, de dónde salió diez días después de haber sido ingresado. 

Esa misma noche nos reencontramos en La Criolla, un cabaret abierto en el número 10 de la sucia calle del Cid, en la Barcelona más decrépita. El local estaba atestado de gente variopinta. Proxenetas, traficantes de droga, prostitutas, chaperos y travestidos bailaban frenéticamente por igual con burgueses, turistas depravados y marineros. El ambiente lascivo y ordinario fluía embarullado con la música estrepitosa de una orquesta que henchía el escenario de varietés a cada compás. Entre todo eso, Arañón recuperó la planificación de la huelga. Desde el sindicato se ordenaba el suministro de armas para combatir la represión. El comité definía el paro de “extremo” y por ello organizaba el alzamiento de los estibadores del muelle. Nuestra misión era recuperar y repartir el armamento, escondido por Arañón en lugar secreto desde el atraco a un polvorín de Oviedo en 1932. Al salir del cabaret, dos castigadoras nos mostraron sus pechos turgentes bajándose el corsé delante del bar Sagristà, un turbio local de ambiente gobernado por putos y maricones. Eran dos prostitutas del Barrio Chino a quien las acompañaba un barbudo y espigado travestido apodado la Greta. Las seguimos hasta Maddame Pettit, un célebre burdel gobernado por la conspicua Doña Bernarda, una baturra amante en su florescencia de Santiago Salvador Franch, el anarquista que bombardeó a finales del XIX la selecta y refinada Barcelona del Liceo. Ocupamos la mesa del rincón, donde nos divertimos con unas putas maliciosas. Al rato subí cocido a las habitaciones con Cabanillas; Arañón se quedó conversando con Doña Bernarda, a quien conocía después de habérsela cepillado, cuando eran unos críos, en unas fiestas del Pilar de la capital aragonesa. En mi caso, era la primera vez que visitaba esos cuchitriles repletos de molestos chinches que no le dejaban a uno lucirse en la faena. Después de retozar salvajemente con una tal Amalia, salí de ahí despeinado y sin brillantina por un pasillo amarillento, dónde unos camellos ofrecían mercancía. 

El martes apareció a media mañana en una Ford sin rotular del Sindicato de Oficios Varios el camarada Mariano Cabanillas. Se había presentado en casa de Marcelino Arañón, en la Barceloneta, donde me había refugiado después de salir de aquella madriguera. Una bocina irrespetuosa con cualquier migraña nos dio la orden de partida. Aletargado me acomodé encima de unos sacos de esparto que llenaban la zona de carga. A los tres cuartos de hora de viaje mi espalda se resintió con un camino escarpado: nos adentrábamos en un inhóspito rincón selvático, a orillas del río Besòs. En una barraca escondida por un soto, a los pies de una ciénaga, se apilaban cajas de madera caladas por donde desfilaban culebras, arañas y un largo catálogo de parásitos y larvas. En su interior, reposaban fusiles con bayoneta, carabinas Máuser y algún mosquetón por estrenar. También se podían encontrar municiones y granadas de tonelete. Con Arañón cargamos las cajas en el maletero mientras Cabanillas examinaba pensativo unos cartuchos de dinamita. 

– Nos llevamos los detonadores y las espoletas.- dijo ante nuestra incredulidad.

De nuevo en Barcelona, acudimos de madrugada al puerto. En el astillero de un muelle en desuso aguardaban dos compañeros de la CNT. Después de abrirnos las puertas del almacén se encargaron de meter todo el armamento en una barca de pescadores aún por desarticular. La idea del sindicato era montar barricadas en el puerto e incendiar algunos tranvías. Ante una respuesta policial previsiblemente aplastante, los carabineros podrían repeler la agresión con la misma contundencia. Pero algunos empezábamos a tener el convencimiento de que ningún agente se presentaría a repeler aquella revuelta…

El miércoles, 13 de abril, en el mitin vespertino de la Asturiana, en el local del Sindicato del Textil de la calle Sepúlveda, Cabanillas recogió un chivatazo: Sorribes había seducido a unos secuaces italianos del Partido Nacional Fascista para que acudieran a “reprimir rojos” durante la Huelga General. No sería muy difícil desenmascararlos, pues el propio chivón los había detectado esa mañana frente a la comisaría mientras ejercía labores de contra información.  Además, al mediodía había aparecido en la Torrassa con siete tiros en la cabeza el cadáver de Joaquín Burgos. Obra de los italianos, quienes grabaron a cuchillo en el pecho del delator “porco di merda”. El comunista se había negado a colaborar en aquella ocasión. Pero, para cualquier sindicalista de la Barcelona libertaria dejó de existir un farsante domesticado que, por ridículas sumas de dinero, había catapultado a la tortura, con la inaceptable práctica de la delación, a infinidad de compañeros. Entonces supimos que había llegado la hora de ejecutar nuestra redención. 

En los bajos de un edificio de la calle de las Madalenas, cercana a la sede de Orden Público, Mariano Cabanillas almacenaba medio centenar de garrafas rebosantes de un explosivo gelatinoso de elaboración propia. Las empezó a fabricar el día después que una bala de Sorribes se incrustara en la cabeza de su compañera, Inmaculada Ferrer, silenciando los abusos que sufría por parte de uno de los hijos de la familia Casacuberta Motlló, para quien trabajaba de criada. Uno tras otro, nos sumergimos por el sumidero. Bajamos las garrafas con paciencia. Y luego los macutos, que contenían cables y percutores. Ordenadamente, colocamos todo lo que cupo en tres carretillas de madera que Marcelino Arañón había ordenado construir a unos carpinteros de la CNT. Nos adentrábamos en un laberinto subterráneo: al frente, una luz de pico con doble depósito de aceite, sostenida con pericia por el de Almudévar, que a la vez tiraba de una de las vagonetas. En medio yo, arrastrando las otras dos. Y detrás, Mariano Cabanillas soltando de unas bobinas los cables que terminaban en un detonador de asa, que esperaba solitario el regreso de nuestra incursión. El camino guardaba todo tipo de inmundicias, predominando la mierda, sobre todo. Ratas como conejos y algunos anfibios no identificados nos lamían la existencia en el avance. Al llegar a los sifones subterráneos de Vía Layetana, las aguas sobrantes nos llegaban al cuello, momento en el que se determinó el perfecto diseño y flotabilidad de aquellos artilugios de ruedas chirriantes. Para no perdernos, no orientábamos por las señales que Marcelino Arañón había pintado días antes a partir de un croquis facilitado por un urbanista del GATPAC. Llegamos a un desagüe: 

– Este es.- dijo el de la candela.

Era el acceso al perímetro del edificio por sus cimientos: la comisaria se alcazaba independiente, encasillada entre cuatro calles. Rápidamente, Mariano Cabanillas empezó a supervisar la colocación de los explosivos. Rodeamos todo el edificio, tratando de sobrecargar hábilmente los pilares maestros. 

A las 7.59 horas del jueves, 14 de abril de 1934, 1.500 hombres uniformados, incluidos doce fascistas italianos, atendían en las cocheras del sótano de la Comisaría de Orden Público de la Avenida Vía Layetana de Barcelona, las órdenes de su jefe, Aurelio Sorribes, quien con firmeza ordenaba repeler cualquier subversión. Mientras, tres anarquistas y un detonador esperaban escondidos en unos bajos de la calle de las Madalenas esperando a que el reloj diera la hora en punto. Entre unos y otros, trescientos metros de cordón tendido a lo largo y ancho de una cloaca húmeda y maloliente. El bombazo despertó Barcelona. Se propagó por las calles adyacentes pasmando a propios y extraños, que ante aquel estruendo, acudieron aún en camisón y zapatillas. Aseados y con ropa limpia, salimos, invisibles, hacia la Barceloneta, donde nos esperaban los estibadores. Al doblar la esquina de la calle Pou, divisamos a lo lejos como la detonación había hundido tres de las cinco plantas del edificio. Debajo, toneladas de escombros humeantes y medio millar de policías enterrados por el gesto de un dinamitero libertador.

En el puerto, pasamos toda la tarde escuchando la radio y recibiendo noticias de la rebelión en las fábricas de los compañeros. La huelga había sido un éxito. Ya de noche, en la caseta del Carmelo nos reunimos con otros camaradas que organizamos las protestas. El vino y el aguardiente corría entre un ambiente de humo y sudor donde no dejábamos de entonar canciones libertarias surgidas por y para el pueblo. En un momento de impás, Marcelino Arañón me cogió por los hombros 

– Vámos…

En el jardín, al lado de los cipreses que el tanto admiraba, bajo nuestros pies se abría la falda del Carmelo, divisando una Barcelona humeante, por donde aún se oían las sirenas de los coches de bomberos y se intuía un desconcierto generalizado. Ante ese panorama, que debo decir que en cierto modo nos liberaba el espíritu, sólo pudo susurrar:

– Habrá que largarse, pronto amanecerá…

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