Ilustra José Antonio Lara Cortés.

Chalecos amarillos. En ocasiones Francia parece agotada, cansada de sí misma, encerrada en una crisis crónica de achaques sucesivos que la dejan desmoralizada y sin grandes esperanzas ni rumbo definido. A semejanza de muchos países europeos, sus dirigentes venden el sueño de una revolución digital autocomplaciente que acabará dinamizando una economía renqueante, mientras su población, fragmentada en grupos sociales que se ignoran, oscila entre el lujo desmedido reservado a una élite y, para una mayoría, la creciente dificultad de llegar a fin de mes, atemperada por el zumbido de las redes sociales y la ilusión de los viajes low cost.

Tras el derrumbe de los partidos tradicionales (herederos del gaullismo, socialistas y vestigios comunistas) durante la presidencia de François Hollande (2012-2017), el cada vez más afianzado populismo ultraderechista encarnado por Marine Le Pen fue derrotado en las urnas por un joven Emmanuel Macron, exministro de Economía, que prometía un reformismo europeísta y liberal. Puede parecer curioso, pero las promesas de reformas auguran con frecuencia una rebaja de los derechos sociales adquiridos. La flamante presidencia de Macron no se apartó de esa tendencia. Sus primeras medidas consistieron en un cambio de fiscalidad a favor de las rentas más altas, una modificación desfavorable a los asalariados del código de trabajo y una ley que reformaba el estatuto de la empresa estatal de ferrocarriles (SNCF). Después de una huelga intermitente de varios meses de duración, convocada en protesta por el fin del monopolio estatal y la pérdida de derechos en materia de jubilación, esa ley fue aprobada por decreto. Al haber derrotado la resistencia sindical, Macron creyó que se le había allanado el camino para proseguir su proyecto de “modernización”, palabra que también suele perjudicar a los afectados por la renovación pretendida. Fue entonces cuando estalló la crisis de los “chalecos amarillos”, fenómeno a medio camino entre la revolución y una ola de irritación social minoritaria pero irreductible. La convulsión febril de un organismo enfermo.

Levantamiento contradictorio y de alcance todavía impreciso a los seis meses de su aparición, el movimiento de los “chalecos amarillos” franceses surgió en otoño de 2018 como protesta contra la implantación de una nueva tasa sobre los hidrocarburos. Debe su nombre al chaleco que todo conductor ha de ponerse para salir a la calzada en caso de que su vehículo quede averiado, y que se ha convertido en el signo identitario de los indignados galos. Carente de estructura, la movilización se expandió por todo el país a través de las redes sociales, al margen de partidos y sindicatos. Muestra la profundidad de un malestar social que lleva acumulándose desde hace mucho tiempo y que empezó a estallar de forma periódica, casi cada dos años, a principios del siglo XXI.

Los “chalecos amarillos” se dieron a conocer bloqueando carreteras y rotondas, además de organizar cada sábado desde el pasado 17 de noviembre manifestaciones a escala nacional. Las protestas partieron de las áreas rurales y pequeñas ciudades, zonas desatendidas hace lustros, antes de extenderse en poco tiempo a las grandes urbes, y alcanzaron una simpatía declarada tras sus dos primeros meses de acciones de una mayoría de la opinión pública francesa (del 70 al 60 % según los sondeos),

La clase media baja y las clases populares son los sectores más movilizados. Estas franjas de población padecen desde hace años la pérdida de poder adquisitivo, el desempleo y la precariedad, tan característica de los contratos actuales y del trabajo autónomo. Son las clases que han soportado el peso de la fiscalidad, creciente a consecuencia de la crisis iniciada en 2008, y que en la actualidad es la más elevada de la Unión Europea, mientras que la llegada de Emmanuel Macron a la Presidencia de la República ha permitido que los ricos paguen menos impuestos. La supresión del impuesto sobre la fortuna (ISF), con la excusa de que ello favorecería las inversiones, ha sido percibida como un insulto por los menos favorecidos. Las zonas rurales y las pequeñas ciudades llevan como mínimo 20 años aguantando la reducción de los servicios públicos, traducida en cierre de escuelas, hospitales, oficinas bancarias y estaciones ferroviarias. El deterioro del transporte público, unido al alejamiento de los servicios, ha convertido el coche en una herramienta imprescindible, por lo que el aumento del precio de los carburantes (presentado como una “medida ecológica”) fue la gota que colmó el vaso del descontento popular.

Como en todo Occidente, las desigualdades aumentan en Francia sin cesar. Con la introducción del neoliberalismo hará pronto 40 años, habría que aceptar como si fuera una fatalidad la degradación de las condiciones de vida. A pesar del crecimiento regular del PIB/habitante, la sensación de que cada generación vivirá peor que la precedente, por paradójico que resulte, parecía adormecer las conciencias, anestesiadas por un miedo difuso a perder las migajas de la opulencia. Pero de cuando en cuando prende la rebelión.

En mayo de 2018, la activista Priscilla Ludovsky lanza una petición en línea para pedir una rebaja de impuestos en los bienes esenciales, junto con otras reivindicaciones sociales. La demanda, que alcanza 226.000 firmas a finales de octubre, superaría el millón y medio un mes más tarde. El 10 de octubre, dos camioneros (Éric Drouet y Bruno Lefevre) cuelgan en Facebook un llamamiento al “bloqueo nacional contra el alza del carburante para el 17 de noviembre”. Diversos vídeos retoman la idea en las redes sociales. El enfrentamiento está servido.

La fortaleza de los primeros meses

Los primeros bloqueos de carreteras se producen la primera quincena de noviembre. El 17, como estaba previsto se suceden acciones de protesta en unos 2.000 puntos del territorio francés. En su balance de la jornada, el Ministerio del Interior calcula 300.000 manifestantes, con un muerto (por atropello en un bloqueo), 528 heridos y 117 detenciones, cifras que cargos electos testigos de los hechos, tanto de la derecha como de la izquierda, consideran infravaloradas. Desde entonces, las manifestaciones (con episodios de gran violencia) se repiten cada sábado a escala nacional, pero durante la semana prosiguen las movilizaciones con carreteras cortadas e instauración de peajes gratuitos. Según la versión oficial, el número de manifestantes se iba reduciendo en cada uno de las acciones convocadas, aunque un sindicato policial pone en duda los datos proporcionados. El 8 de diciembre, por ejemplo, el gobierno anuncia 10.000 manifestantes en París, pero no puede evitar alborotos de suma violencia (como en otras ciudades), a pesar de haber desplegado en la capital a 8.000 agentes apoyados por 14 vehículos blindados.

Si bien el bloqueo de algunas vías de comunicación continúa a diario, la cercanía de las fiestas de Navidad y la contundencia de la represión policial parecen incidir en una presencia menguante de “chalecos amarillos” en la convocatoria de cada sábado. En todo el país, el Ministerio del Interior cifró en 69.000 los policías movilizados el 15 de diciembre para hacer frente a 66.000 manifestantes, cuyo número se desploma a 33.000 el 22 y a 32.000 el día 29, antes de alcanzar 50.000 el 4 de enero y 84.000 una semana más tarde. Estas movilizaciones semanales sacuden a una decena de ciudades y se saldan siempre con destrozos importantes (coches incendiados y tiendas saqueadas) a pesar de la equiparación numérica entre manifestantes de todas las edades y fuerzas del orden muy bien pertrechadas. No deja de ser sorprendente. A principios de diciembre, un centenar de institutos paran en protesta contra la reforma del bachillerato y para apoyar a los “chalecos amarillos”, los cuales, en contrapartida, bloquean varios depósitos de combustible en el noroeste de Francia, acción que provoca el desabastecimiento de numerosas gasolineras de la región.

El poder modula su reacción

El rechazo a la tasa sobre los carburantes se transformó casi de inmediato en una serie de peticiones muy variadas, tanto económicas como políticas. La recuperación del poder adquisitivo y la extensión de la democracia constituyeron el trasfondo central de las 42 reivindicaciones presentadas el pasado 29 de noviembre por una delegación provisional de los “chalecos amarillos”. Sus exigencias económicas se centraban en las subidas salariales y la fiscalidad (reintroducción del impuesto sobre la fortuna y no imposición de las pensiones de jubilación), pero incluían también temas de educación y sanidad. Como demandas políticas más apremiantes figuraban la dimisión de Macron, la instauración del referéndum de iniciativa popular en asuntos sociales, la adopción del escrutinio proporcional e incluso la apertura de unos Estados Generales que evocaban los de 1789.

La oposición inicial del gobierno a cualquier concesión, muy pronto hubo de orientarse hacia medidas de apaciguamiento, que desembocaron en el anuncio de un “gran debate nacional”. El 4 de diciembre, el ejecutivo ofreció la retirada por seis meses de la ecotasa. Como la medida se consideró insuficiente, al día siguiente Macron extendió la moratoria al año entero. En una alocución del 10 de diciembre, el presidente de la República presentaría una serie de medidas complementarias: un aumento de 100 euros mensuales del salario mínimo, la no imposición de las horas extra, reducir la cotización de las jubilaciones inferiores a 2.000 € y quitar los impuestos a las primas de fin de año pagadas por las empresas. Valoradas en 10.000 millones de euros en su conjunto, las propuestas se financiarían en parte con una tasa a las grandes empresas tecnológicas y la reducción de la prevista bajada del impuesto de sociedades, rechazando en cualquier caso la recuperación del impuesto sobre la fortuna. Estas concesiones incrementarían el déficit público por encima del 3 % fijado por la Unión Europea, pero Macron estaba convencido de que Bruselas lo aceptaría. A pesar de ello, los “chalecos amarillos” no se consideron satisfechos y la movilización siguió en pie.

Ante la fortaleza de un movimiento que socava su popularidad, Macron dio un paso más y anunció la apertura de un “gran debate nacional” alrededor de cuatro ejes: transición ecológica, fiscalidad, servicios públicos y ejercicio de la democracia. Unos 5.000 municipios ponen durante un mes a disposición de los ciudadanos un “cuaderno de quejas” para recoger sus demandas. El poder adquisitivo, la injusticia fiscal y la reducción de los servicios públicos encabezan las preocupaciones. A partir del 1 de marzo habrían tenido que celebrarse unas “conferencias ciudadanas” en cada una de las 13 regiones administrativas para realizar la síntesis de las reivindicaciones formuladas, pero esta última fase no se desarrollará. Sin embargo, conducido en persona por el presidente, que en dos meses recorrerá toda Francia, el primer debate (de un total de siete) se celebró en Normandía, en presencia de 600 alcaldes de la región.

Si bien la organización del debate y su control institucional han suscitado numerosas críticas, la consulta permite que la presidencia y el ejecutivo recuperen parte de la popularidad perdida, mientras que la de los “chalecos amarillos”, afectada por la repetición de los disturbios, iría menguando hasta caer por debajo del 50 % tras los saqueos en París del 16 de marzo.

Un pulso desigual

Desde el inicio de la crisis, el Estado siempre dejó patente que el monopolio del uso de la fuerza le pertenecía. Ante la intensidad de las algaradas, repetidas cada sábado pese a desplegar en ocasiones hasta 100.000 agentes y 30.000 bomberos, el gobierno anuncia una ley contra el vandalismo que permite sancionar a los organizadores de manifestaciones no autorizadas y establecer un fichero con los datos de los manifestantes violentos que tendrán prohibido acudir a las marchas de protesta. Criticado por el Consejo de Europa por atentar contra el derecho de manifestación, el proyecto, aprobado en febrero con la abstención de 50 diputados de la mayoría presidencial, acabaría suspendido en parte por el Consejo de Estado.

El poder judicial también interviene. Hasta mediados de enero, de las 5.000 personas que habían sido arrestadas (llegaron a 9.000 a principios de abril), cerca de millar y medio fueron condenadas en procedimientos de urgencia a penas de multa o a varios meses de cárcel (en Francia, el juez puede decretar que sean firmes las penas inferiores a dos años). En las 20 primeras semanas, el empleo masivo de granadas ensordecedoras y de pelotas de goma (alrededor de 10.000) había causado 3.000 heridos, un centenar largo muy graves (22 habían perdido un ojo, y otros cinco, una mano). Las fuerzas del orden, por su parte, sufrieron 1.200 heridos y, agobiados por la falta de descanso, pagaron un tributo de 28 suicidios en cuatro meses, multiplicando por siete la tasa habitual.

Si bien el partido gubernamental (República en Marcha, REM) fracasó en su intento de convocar a los “pañuelos rojos” para pedir el restablecimiento del orden, la revuelta social empezó a dar señales de estancamiento. Veinte semanas después de su eclosión, el movimiento que se afirma apolítico parecía desorientado. Si bien numerosos “chalecos amarillos” provienen de los movimientos sociales, la ausencia sobre el terreno de militantes organizados es prácticamente total. Dicho esto, tanto la extrema derecha (Reagrupación Nacional, ex Frente Nacional) como la extrema izquierda (trotskistas y anarquistas) han intentado inclinar la movilización a su favor en las redes sociales, al presentarla como una confirmación de sus tesis, lo cual da a veces la sensación de confusión ideológica. La aparición a mediados de febrero de algunos lemas antisemitas (muy minoritarios) fue aprovechada por la prensa y la televisión para alertar a la opinión pública del peligro de que un movimiento sin otro ideario que la denuncia de las desigualdades y el rechazo de las élites derivara hacia un modelo totalitario.

Al cabo de tres meses de agitación ya se perfilaba que la carencia de estructuras organizativas comenzaba a dejar sin fuelle el movimiento y numerosos activistas dudaban de los próximos pasos a seguir. La eventual presentación de una candidatura a las elecciones europeas de mayo no llegó a cuajar. A principios de marzo, al cabo de 16 semanas consecutivas de manifestaciones, el movimiento parecía desembocar en un callejón sin salida. Resistía, pero no conseguía progresar y mucho menos imponerse. El debate nacional, conducido hábilmente por el poder no suscitó gran entusiasmo y abundaban quienes creían que sus conclusiones, cuando llegaran a ver la luz, serían manipuladas. Por supuesto, los motivos de la revuelta perduraban pese a las aparentes concesiones, y no se vislumbraba ninguna solución a los problemas cotidianos denunciados por los “chalecos amarillos”. Pero el ímpetu inicial se iba debilitando. Sin coordinación con los sindicatos, los dos intentos de huelga general fracasaron y la movilización callejera iba retrocediendo semana tras semana, reuniendo tan solo a unas pocas decenas de miles de personas.

En ese contexto, que auguraba el fin de la revuelta, el sábado 16 de marzo la violencia volvió a brotar en París con una intensidad que no se veía desde diciembre. Los comercios de lujo y los quioscos de la avenida de los Campos Elíseos quedaron arrasados y el restaurante Fouquet’s, símbolo de la élite adinerada, fue incendiado. Saltaron todas las alarmas. El prefecto de policía fue cesado, se anunció que el ejército se encargaría de proteger los edificios públicos y se prohibieron las manifestaciones en los lugares céntricos que habían sufrido algaradas, tanto en París como en las ciudades de provincia (en especial Burdeos, Toulouse, Niza, Lille y Montpellier). También se incrementó la cuantía de las multas infligidas y se intensificaron los controles de identidad a la salida de las estaciones de metro y ferrocarril.

Las medidas parecieron surtir efecto, aunque prosiguen las protestas de cada sábado, algo atenuadas en medio de cierto silencio mediático. En contrapartida, la popularidad de Macron y del gobierno van recuperándose (todavía por debajo del 30 %), mientras que la de los “chalecos amarillos” retrocede poco a poco, en especial después de las destrucciones del 16 de marzo, cuando cae por debajo del 50 %.

El conflicto entra en punto muerto

Al no conseguir acabar con la crisis, y en un intento de mostrar su sintonía con las aspiraciones populares, el presidente decide dirigirse a la nación el 18 de abril para anunciar las medidas que corresponderían a las conclusiones del debate nacional desarrollado en el primer trimestre. Deberá aplazar su intervención una semana, ya que aquel día se declara un pavoroso incendio en Notre Dame, la catedral de París, que estuvo a punto de derrumbarse. La conmoción nacional es inmensa, y Macron promete restaurar el templo en cinco años (contra el parecer de numerosos expertos, para quienes las obras durarán de 10 a 20 años). Al día siguiente, los dueños de las tres primeras fortunas de Francia ofrecen 400 millones de euros para la restauración, y uno de ellos renuncia a la desgravación fiscal del 75 % de la donación. Antes de que acabe la semana, el mundo empresarial y diversas instituciones públicas elevan a mil millones de euros los fondos recogidos. La opinión pública, en especial los sectores menos pudientes, recibe con desagrado esa repentina lluvia de millones, al compararla con la falta de medios que casi siempre se aduce para no atender las demandas populares. El 20 de abril, los “chalecos” vuelven a congregarse en una jornada poco violenta, en la que se oyen exhortaciones a la policía para que se unan a los manifestantes en vez de suicidarse.

La alocución presidencial del 25 de abril resulta decepcionante para el 63 % de los consultados. Las medidas presentadas como el bálsamo que zanjaría la crisis son, en efecto, bastante anodinas. Sin entrar en detalle sobre la forma de repartirse, ofrece una reducción de impuestos a las rentas bajas y medias por un importe de 5.000 millones, aunque no se reimplantará el impuesto sobre la fortuna, una de las reivindicaciones esenciales de los “chalecos amarillos”. Las pensiones inferiores a 2.000 € se revalorizarán según la inflación a partir de 2020 y las otras a partir de 2021. Se contempla, además, la posibilidad de efectuar referendos por iniciativa popular con un millón de firmas (en vez de los 4,5 millones exigidos actualmente). En un intento de lograr un mayor equilibrio entre las áreas urbanas y rurales, y sin entrar en detalles, se procederá a cierta descentralización. También propone reducir el número de parlamentarios y cerrar la prestigiosa y elitista Escuela Nacional de Administración (ENA), actual vivero de altos cargos. Si bien en algún momento consideró “justas” las primeras peticiones del movimiento, el presidente insistió en la necesidad de mantener los objetivos modernizadores de su mandato y no dudó en reprochar a sus compatriotas que trabajaran menos horas que sus vecinos.

En consecuencia, la manifestación sindical del 1 de mayo fue una de las más concurridas de los últimos años. En ella confluyeron sindicalistas,  simpatizantes de partidos de izquierda, “chalecos amarillos” y los Black blocsviolentos. Fue otra batalla campal en la que la policía se excedió una vez más en el uso de la fuerza, según algunos periodistas que la sufrieron. Salvo casos aislados, esa violencia, ejercida desde hace semanas, corresponde a las órdenes recibidas. Muestra que para derrotar al movimiento popular, el poder político confía en la represión (y en el cansancio de la mayoría silenciosa, como ocurrió en Mayo del 68). Sin embargo, la revuelta ha demostrado su capacidad de resistencia, pese a no tener, al menos por ahora, la suficiente fuerza política y numérica para inclinar la balanza a su favor. La situación está por ello en un punto muerto, pero cualquier lance inesperado puede romper un equilibrio tan frágil.

Tras el estallido de los suburbios de los barrios marginales en 2005 y los atentados yihadistas de 2015, Francia se hunde otra vez en la incertidumbre.

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