Ajenos a la cuenta atrás para las Olimpiadas de Rio 2016, unos 1.800 atletas de una veintena de países ya están compitiendo en Brasil. Lo hacen en la ciudad de Palmas, en el estado de Tocantins, en una peculiar olimpiada donde no ha faltado ningún detalle: antorcha olímpica, ceremonia inaugural con la presidenta Dilma Rousseff y miles de espectadores en las gradas. Sin embargo ni los grandes canales de televisión han pugnado por los derechos de emisión, ni los principales medios de comunicación internacional han desplazado a sus mejores reporteros. A pesar de este aparente desinterés mediático, no son pocos los que miran con suspicacia un evento deportivo al que consideran una simple operación de maquillaje para ocultar realidades siniestras. Y es que no estamos ante una competición cualquiera. Estamos ante los I Juegos Mundiales de los Pueblos Indígenas.
En total 1.100 deportistas pertenecientes a 22 etnias brasileñas participan en esta cita deportiva. Junto a ellos competen además otros 700 atletas llegados de Bolivia, Finlandia, Estados Unidos, Congo, México, Guatemala, Etiopia, Colombia Mongolia, Rusia, Perú o Nueva Zelanda, entre otros países. Marcos Terena, coordinador del comité, destaca la peculiaridad de la propuesta. “Queremos que los Juegos Mundiales de los Pueblos Indígenas de promover el conocimiento de los indígenas y el rescate de nuestra identidad de los deportes. No es una competencia entre grupos étnicos, ni una búsqueda por las medallas“, dijo.
Durante estas jornadas está previsto presentar diferentes deportes tradicionales de los indios brasileños. Pruebas como las carreras de toas, un rito ligado a antiguas ceremonias matrimoniales que consiste en correr por grupos cargando un tronco. O el jikunahati, una peculiar modalidad de fútbol, típico del pueblo paresi, que se juega solo con la cabeza. O el jawari, un ritual entorno al lanzamiento de flechas de las comunidades kamayurá e kuikuro. O el akô, una especie de carrera de relevos practicada por los gavião kyikatêjê y los parkatêjê. Además de las exhibiciones, los juegos incluyen las competiciones propiamente entre las distintas selecciones centradas en prácticas más o menos comunes entre las diferentes culturas: lucha, tiro con arco, manejo de canos, natación, etcétera. A ellas, como no podía ser de otra forma, se añade el único deporte no indígena presente en los juegos: el fútbol.
Terena destaca la particular visión que las poblaciones indígenas tienen del deporte. “El deporte para los indígenas está mucho más integrado en la vida cotidiana. La flecha le sirve para cazar su alimento, del mismo modo que nada en el río para buscar comida, o utiliza la lanza como instrumento de defensa. El deporte abarca, así, desde su propia supervivencia hasta una dimensión espiritual y ritual “, comenta.
Por ello, estos juegos, que proyectan a escala internacional los encuentros nacionales que Brasil viene realizando desde 1996, pretenden ir más allá de la lucha por la medalla que caracteriza a otras competiciones. “Cuando nos limitamos solo a un campeonato se pierde la fraternidad y la reciprocidad entre los pueblos. Competir va en contra de la forma de pensar de los pueblos indígenas”, considera Marcos Terena.
De hecho, esta iniciativa, que cuenta con el apoyo del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), aspira a superar el marco meramente deportivo para ser un medio de poner sobre la mesa la situación de los pueblos indígenas tanto en Brasil como en el resto del mundo. “Los Juegos Mundiales de los Pueblos Indígenas deben tener ese lado político. No podemos realizar un encuentro de pueblos indígenas de estas dimensiones sin tocar este aspecto”, subraya Terena. Una aspiración compartida por el secretario general de la ONU Ban Ki-Moon quien, a través de una carta leída durante la ceremonia inaugural por el líder indígena canadiense Willy Littlechild, hizo una llamamiento “a los gobiernos y las sociedades para el desarrollo de las agendas de los pueblos indígenas”.
Sin embargo, no son pocos los que desconfían de la sinceridad de esos buenos deseos, especialmente por lo que respecta a las autoridades brasileñas. De hecho no faltan voces que critican la celebración de unos juegos que consideran un simple reclamo para atraer turistas a Tocantins, a costa de explotar una visión folclórica y exótica de los indígenas. No en vano, las autoridades municipales de Palmas estiman que unas 300.000 personas pasarán estos días por la “villa olímpica”, algo que ya se ha dejado notar en la ocupación hotelera de esta pequeña ciudad. “No tenemos más plazas, esto superó nuestras expectativas” destacaba Leandro Santos, recepcionista de uno de los principales hoteles de la ciudad, para quien “es evidente que Palmas necesita más eventos que motiven al turismo”.
Por eso, algunos dudan de que la cuestión indígena sea la verdadera prioridad de estos juegos. Peor aún, consideran que, en el fondo, la iniciativa busca indirectamente lavar la cara a los responsables gubernamentales por su pasividad -y no pocas veces complicidad- frente los graves problemas que sufren los indios de Brasil. Un malestar que quedó patente en los no pocos abucheos que junto a los aplausos, tuvo que soportar también Dilma Rousseff durante la ceremonia inaugural.
El Consejo Misionero Indigenista (CIMI), una de las organizaciones más reconocidas por su defensa de la causa indígena, hacía público un informe demoledor al respecto. Entre sus argumentos no faltaron las críticas al elevado coste del evento en contraste con las graves carencias que deben afrontar las poblaciones indígenas. Según los datos facilitados por el alcalde de Palmas, Carlos Amastha, los juegos han tenido un coste de 4 millones de reales para el municipio, cifra a la que hay que sumar otros 35 millones aportados por empresas privadas y los 56 millones financiados conjuntamente por el Ministerio de Agricultura y el PNUD. En total, unos 95 millones de reales, -cerca 25 millones de dólares-, una cifra que, como subraya el CIMI, es diez veces superior al presupuesto destinado en 2014 por el gobierno para regularizar las tierras indígenas.
Y el problema de la tierra indígena sigue siendo, como destaca el CIMI en su informe, una de las grandes asignaturas pendientes de Brasil. De hecho, los 1.061 territorios reivindicados por las poblaciones originarias, desde la transición democrática en 1985 sólo se han finalizado 361 expedientes de regularización. Una lentitud que, además, se ha acrecentado con la política desarrollista de los gobiernos del PT, basada en gran medida en el agronegocio. Una ralentización que ha llegado a su máximo con Dilma Rousseff que hasta la fecha ha culminado de media 2,7 expedientes al año, frente a los 10 anuales con los gobiernos de Lula o incluso los 18 durante la presidencia del derechista Fernando Henrique Cardoso.
Esa aparente pasividad del estado brasileño se explica en gran medida por la presión ejercida por el lobby agrarista. Entre sus últimas propuestas destaca la PEC 215, una propuesta para modificar la Constitución, para que la homologación de las tierras indígenas deje de ser una competencia de la presidencia del gobierno y pase al parlamento donde los agraristas cuentan con amplios apoyos entre los diputados. Buena prueba de la influencia del lobby fue el reciente nombramiento de una de sus principales portavoces, Kátia Abreu, como ministra de Agricultura. Curiosamente el ministerio de Abreu se ha destacado por su apoyo a estos juegos indígenas internacionales, algo que no ha hecho más que aumentar las suspicacias de muchos respecto al evento.
A la falta de tierras, las poblaciones indígenas brasileñas suman otros graves problemas, como el impacto de los grandes proyectos en su entorno. El complejo hidroeléctrico de Bello Monte, en el río Xingú, es su principal ejemplo, pero no el único. El pasado año se contabilizaron 519 de estos proyectos que afectaron a 204 pueblos indios, distribuidos en 437 territorios. Además, las comunidades indígenas son víctimas grandes carencias sociales, económicas, sanitarias, educativas e, incluso, alimenticias, que acentúan la dramática situación que padecen. Un dato: durante 2014, fueron asesinados 138 indios, tanto a manos de pistoleros financiados por los fazendeiros, como víctimas de la violencia generada por la desestructuración a la que han sido sometidas sus sociedades. Con esta cifra, algunas comunidades como los kaiowa-guaranis de Mato Grosso do Sul alcanzan índices de muertes violentas próximos a los registrados en Siria.
Pero, sin duda, la más brutal expresión del callejón sin salida existencial al que son sometidos estos pueblos lo encontramos en las cifras de suicidio contabilizadas año tras año. En 2014, fueron 135 casos. Sólo en Mato Grosso do Sul más de 700 indios se han suicidado desde el año 2000. En su mayoría eran jóvenes, más del 50% menores de 20 años, que no encuentran otra salida a su angustia ante la falta de futuro que quitándose la vida.
Con estos datos sobre la mesa no es extraño que desde el CIMI se tengan una visión muy crítica de los juegos que se celebran en Palmas. Como destacan en su informe, se trata de una “distorsión de la realidad: ofrecer diversión y divulgar ampliamente un evento ‘bonito’ para fingir que los pueblos indígenas viven bien en Brasil y tienen sus derechos respetados”.
Esta opinión es compartida por Lindomar Terena, líder indígena de Mato Grosso do Sul. “Estos Juegos Mundiales –comenta- ocultan el verdadero rostro del gobierno, mientras se continúan negando a los pueblos indígenas su derecho sagrado a la tierra, a la cultura y a su modo de vida originario·. Y añade con sarcasmo: “mientras el gobierno y los chupópteros sueñan con una ‘FIFA indígena’, la destrucción, la paralización y los ataques a nuestros territorios harán que en breve todas las tierras indígenas quepan en un espacio del tamaño de un campo de fútbol”.
Se estima que en todo el mundo viven unos 350 millones de indígenas, repartidas entre unos 5.000 pueblos distintos. Brasil son cerca de 900.000 indígenas, algo menos del 0,5% de la población del país. Están distribuidos en 305 pueblos y hablan 274 lenguas, algunas en peligro de desaparecer. De todos ellos, sólo 20 pueblos están representados en los juegos de Palmas, un privilegio que les permitirá salir con suerte en algún periódico dispuesto a incluir en sus páginas un toque de exotismo y alguna genérica alabanza a las virtudes de la integración. El resto, la gran mayoría, seguirán como hasta ahora: condenados a la más insoportable invisibilidad.
Por ello, resulta difícil quitarse el sabor amargo de la frustración ante estos juegos. Incluso entre aquellos que veían en su celebración un motivo de orgullo. Como Ronaldo, un joven indio xerente que se viajó los 80 kilómetros que separaban su aldea de la ciudad de Palmas para asistir a la ceremonia inaugural. Sin embargo cuando llegó no pudo acceder a la “villa olímpica”. “Si los juegos son indígenas no entiendo por qué el indio no puede entrar”, se lamentaba.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.