Novelista, ensayista y dramaturgo francés, Premio Nobel de Literatura en 1957, Albert Camus (1913-1960) es considerado uno de los escritores más importantes posteriores a 1945. Nació en Mondovi (Argelia) y estudió en la Universidad de Argel. En 1940 se trasladó a París y formó parte de la redacción del periódico Paris-soir. Durante la II Guerra Mundial fue miembro activo de la Resistencia francesa y director de Combat, una publicación clandestina. Autor de El extranjero (1942), El mito de Sísifo (1942) y La Peste (1947), que revelan la influencia del existencialismo en su pensamiento. Entre sus obras de teatro figuran Calígula (1945) y Estado de sitio (1948).

A continuación transcribimos la entrevista a Albert Camus republicada en 2006 por el periódico chileno El Llanquihue (fundado en 1885) en su sección Diálogos con la literatura.

… O el eterno mito de Sísifo

«Puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir a una ciudad dichosa», escribe en una de sus obras, que alcanzó notoriedad mundial.

En la gran literatura están también grandes metáforas sobre la vida y el hombre. Hay que buscar esas metáforas con ánimo exploratorio; hay que interpretar al mismo tiempo que hacer sensible el conocimiento de la realidad y, en algún momento milagroso que deviene de la lectura, salta a la vista la evidencia y comienzan, ojalá comiencen, los estremecimientos.

La Peste de Albert Camus, considerada en su tiempo, no hace mucho, como la novela más importante que se hubiera escrito en Francia después de la segunda gran guerra, es una novela metafórica y hecha de símbolos que tienen tanta vigencia hoy como cuando fue escrita. «… él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, que puede permanecer durante decenios dormido en los muebles, en la ropa, que espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».

Esto de Albert Camus tiene tanta vigencia hoy como cuando fue escrito, solo hay que esforzarse para encontrar el contenido de la metáfora. Y en búsqueda de algo de todo aquello, esta conversación con el autor.

¿De mal humor, Camus?

Todos los grandes animales tiene el gran privilegio de ser amos de su buen o mal humor.

¿El hombre, un gran animal, entonces?

Cuando se ha meditado mucho sobre el hombre, por oficio o por vocación, suele acontecer que sienta uno nostalgia de los primates. Ellos no tienen segundas intenciones.

Describa usted en pocas palabras al hombre moderno.

En realidad, una frase serviría para describirlo: fornicaba y leía periódicos.

¿Nada más?

¿Le parece poco?

Aparenta ser usted un tipo con la fe perdida.

¿Sabía usted que en mi pueblo, durante unas represalias, un oficial alemán pidió cortésmente a una buena vieja que ella misma escogiera a cuál de sus hijos fusilar como rehén? ¡Imagínese escoger eso! ¿Este? ¿Aquel?, y verlo partir. No hablemos más de eso, pero créame, señor mío, que cualquier sorpresa es posible.

Es sólo un caso, Albert, sólo un caso…

¿Un caso? Mire conocí una vez a un corazón puro que se negaba a desconfiar. Era pacifista, libertario, y amaba con un solo amor tanto a la humanidad como a las bestias. Era evidentemente un alma escogida. Pues bien, durante las últimas guerras religiosas de Europa, se retiró al campo. En la puerta de su casa puso un rótulo que decía: «Venga de donde venga, entre y sea bienvenido». ¿Quién cree que aceptó esa bella invitación? Unos milicianos que entraron como a su propia casa y lo destriparon.

Se trató de milicianos, para nada cristianos…

Un amigo mío, gran cristiano, confesaba que el primer sentimiento que se tiene al ver un mendigo acercarse, es desagradable… En fin, beba conmigo, tengo necesidad de su simpatía.

No entiendo.

Sí, me doy cuenta de que esta confesión le asombra. ¿Nunca tuvo usted necesidad, súbitamente, de simpatía, de ayuda, de amistad? Yo ya aprendí a contentarme con la simpatía. Se la encuentra más fácilmente, y no compromete en nada… La amistad es menos sencilla. Es difícil y larga de obtener, pero cuando se adquiere, no puede uno deshacerse de ella, hay que hacerle frente. Sobre todo, no crea que sus amigos van a telefonearle todas las noches, como debieran hacer, para averiguar si precisamente esa noche decidió usted suicidarse, o bien para preguntar si quisiera una compañía o salir a pasear.

¿Tan seguro está usted de eso?

Tenga la seguridad de que cuando telefonean es la noche en la que no está usted solo y que la vida parece bella…

Le apasiona este tema, según escucho…

Me fascinan las historias de amigos y aliados. Una vez me contaron de un hombre cuyo amigo había sido encarcelado y que se acostaba todas las noches en el suelo de su cuarto para no gozar de una comodidad que había sido retirada a su amigo.

¿Y usted es capaz de hacer lo mismo?

¿Si soy capaz de hacerlo? Escúcheme, quisiera serlo y lo seré. Sí, todos seremos capaces un día y esa será la salvación.

¿Mártir o incomprendido, señor Camus?

Los mártires, querido amigo, deben escoger entre ser olvidados, insultados o utilizados. ¡Pero nunca comprendidos!

¿Y la idea del hombre excepcional?

Todos somos casos excepcionales. Todos queremos reclamar algo. Cada quien exige ser inocente, a cualquier precio, aunque sea necesario acusar al género humano y hasta el cielo…

La inocencia…

¿No conoce usted esa celda de los subterráneos que en la Edad Media llamaban el malconfort? Esa celda se distinguía de otras por sus ingeniosas dimensiones. No era lo suficientemente alta para estar de pie ni lo suficientemente ancha para poder acostarse. Era necesario vivir en diagonal; dormir era una caída segura y estar despierto era estar agachado. Cada día que pasaba, por esa inmutable resistencia que anquilosaba su cuerpo, el condenado aprendía que era culpable y que la inocencia consistía en estirarse alegremente.

Invento para ser juzgado en el juicio final…

Usted habla del juicio final. Permita que me ría respetuosamente. Yo he conocido lo peor que hay, el juicio de los hombres. Le voy a decir un gran secreto, mi amigo. No espere el juicio final. Todos los días se hace.

Bien, ya parece suficiente. A ver si usted es fiel a sus palabras y me llama la noche en que estoy a punto de suicidarme…

¿Acaso soy su amigo? Pero tranquilicémonos. Ya es demasiado tarde ahora, y siempre será demasiado tarde. ¡Felizmente!

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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