Son muchas las reflexiones que se pueden hacer sobre el jazz y la cultura moderna. Sin embargo, de una u otra manera, todas pueden trazar puentes entre este estilo musical y una idea de modernidad común a varias formas de expresión artística. Por otro lado, parece relativamente frecuente limitar los análisis del jazz al caso norteamericano, desinteresándose de un planteamiento global, que no deje fuera a la cultura europea o las diferencias entre las culturas europea y norteamericana. De hecho, a veces se presenta al jazz como “sincretismo” de músicas africo-americanas y se sostiene que esta forma de “mixtidad” se repetiría a lo largo de toda la historia del jazz, al incorporar estilos de música de Europa, Asia, América Latina y, de nuevo, África. Tampoco hay que sorprenderse de esta elección pues el punto de vista que elige a Norteamérica como centro es algo frecuente en muchas de las producciones culturales, y no solo de las norteamericanas. No sé si lo contrario podría calificarse de “chauvinismo europeo”, pero el modelo “Europa” nos interesa cuando tratamos de partir del lugar en el que habitamos. Cierto que, en ocasiones, al explicar las influencias de ritmos latinos en el jazz, se hace referencia, por ejemplo, a la mezcla hispano-francesa-africana del sedimento cultural de Nueva Orleáns.

A veces, al tratar del jazz solo se mencionan a hombres y nombres masculinos por lo que se incurre en esa perspectiva, bastante parcial, que asume la masculinidad como norma. Tampoco esto debería resultarnos extraño ya que nuestro presente se mueve aún en la etapa de invisibilización de las producciones culturales de las mujeres. Sin embargo, es poco compatible con una lectura del jazz como fenómeno contemporáneo del movimiento de la mujer nueva o mujer moderna, propio de los años veinte. De todos modos, la idea que tratamos de desarrollar aquí es que el jazz surge como el estilo musical propio de un nuevo tipo de juventud, de la belle epoque, de unos años locos que tratan de dejar atrás las tradiciones y subvierten, por primera vez en el siglo, la idea de que la generación adulta pueda servir como referencia. Una nueva generación modernista, la primera generación realmente urbana; personas, en fin, que abandonando los espacios rurales, provocan un rápido crecimiento de los núcleos urbanos y constituyen así las primeras grandes metrópolis modernas.

Las grandes ciudades son inseparables de una nueva manera de pensar el arte como algo susceptible de ser reproducido, amplificado. Son los espacios oportunos para propagar propuestas culturales diseñadas para masas anónimas y difundir comportamientos que pueden ser adoptados por un gran número en muy poco tiempo. Son espacios para experimentar formas de propaganda ideológica y de control de las poblaciones. El jazz y el cine surgen de manera casi contemporánea y tienen en común el permitir la reproducción y recepción al infinito de una obra pues el jazz es también el primero de los estilos musicales que se graba en estudio y hace así posible el efecto de onda expansiva de la difusión radiofónica. Su venta en forma de disco hace del jazz el primer estilo musical de la sociedad industrial capitalista, el primero susceptible de ser adoptado como un estilo de comportamiento urbano.

Es frecuente que, en los temas de las canciones, aparezcan sentimientos de melancolía. Ya en Baudelaire, el poeta de la modernidad que vaga sin rumbo por las calles de París, entre coches de caballos y seres que han perdido el aura, es fuerte el vínculo entre el sentimiento de pérdida y la atomización de la vida urbana. Los sentimientos de soledad y desarraigo que se recogen en el espíritu del jazz se generan de modo automático en la lucha competitiva por una posición social, la demanda de amor trataría inútilmente de establecer un mecanismo compensatorio. El jazz encaja en el estilo vital del desarraigo, de ahí sus vínculos con la topografía de la bohemia urbana: clubs nocturnos, cafes concierto, cabarets, etc. Anudar un lazo entre el desarraigo y la pérdida general del amor es algo frecuente, en ocasiones bajo la forma de una búsqueda imposible de lo que solo es un amor fantasmático, siempre el ser huidizo en una realidad urbana inhumana. En este sentido, el ídolo musical cristaliza un precipitado de todos esos sentimientos de amor hacia un fantasma creado por la propia mente. El par amor-ciudad aparece, por ejemplo, en las letras de “A foggy day”, “Stars fell on Alabama” y “Moonlight in Vermont” tres temas escritos para Billie Holiday. El amor y la ciudad se funden en paisajes urbanos de Londres –cerca del British Museum se esconde bajo la niebla de la mañana el rostro del que se ama–, de Alabama –bajo el impacto de una lluvia de estrellas que caen sobre la ciudad por la noche–, de Vermont –bajo la mirada vigilante de la luna y su luz de nieve–. La simbología de la luna es acorde con el mundo nocturno del jazz, la niebla y la lluvia son elementos a los que se recurrió muchas veces para recrear su atmósfera y es adecuada para un amor que se busca. La lluvia de estrellas –un brillo de las luces dispersas por la ciudad– formaría parte de esa misma atmósfera y sirve de símbolo para un amor logrado, pero como la canción se refiere a estrellas caídas anticipa también su imposibilidad esencial, la advertencia de que ni entre los rascacielos ni en las pequeñas casas de los suburbios es posible en la metropolis un amor definitivo. Como si hubiese una intrínseca demanda de amor en las ciudades pero al tiempo una incompatibilidad entre la ciudad y el amor, esos espacios figuran como el escenario de un amor siempre en fuga, pues en su mismo nacimiento está ya condenado al fracaso.

El jazz surge como un estilo musical popular bailable. De hecho, hay películas y fotografías de época que muestran parejas bailando, por ejemplo, en las calles de París y de Estambul. Pero, por otro lado, el vínculo que une a esta forma musical con la danza irá perdiéndose más y más al avanzar el siglo. Es más, puede que antes del siglo veinte nadie acudiese a un espectáculo a escuchar música y solo música, sin danza, sin actores. El jazz define también un estilo que encaja con un nuevo producto técnico, la radio. Su radiodifusión permitía que la gente lo bailase en cualquier lugar, incluso en las acampadas de jóvenes durante el fin de semana. Es curioso que posteriormente sea una música para personas adultas y tambien que, siendo un estilo popular, sea adoptado por una élite intelectual, ahora ya no como una música bailable sino como música de culto impregnada de belleza formal. Sin embargo, ocurrió lo mismo con los diseños de Coco Chanel, la primera diseñadora moderna. Ella propuso por vez primera el estilo sobrio, austero y de líneas rectas de las campesinas y de las obreras de las fábricas, mujeres jóvenes y activas llegadas del campo, pero, paradójicamente, este estilo lo van adoptar las mujeres de la élite social y económica de la burguesía más acomodada. Lo propio de la modernidad se encuentra en la posibilidad de invertir la lógica de la promoción social, creando el rápido ascenso de los nuevos ricos o, debido en parte a las nuevas posibilidades que ofrece la especulación financiera, la ruina de las fortunas y los nuevos pobres. Otra de las tendencias de todo lo moderno: que las propuestas creativas que surgen en zonas marginales de una sociedad cada vez más uniforme en sus estilos de vida son las que van a ser incorporadas masivamente al estilo de vida y consumo de las masas despersonalizadas.

Existe quizás una relación del jazz con la guerra, pero es difícil. Las mismas estructuras y los mismos esquemas narrativos que caracterizan a una determinada época aparecen en su música, su literatura, sus artes plásticas y en las formas generales de vida desarrolladas por su específico mundo cultural. Del otro lado existe la complejidad de la realidad y su resistencia a ser abordada bajo formas abstractas, pero estos son otros intereses. Para comprender el jazz como estilo musical nuevo tiene gran importancia la red de asociaciones jazz-ciudad-modernidad-amor- (¿y guerra?). De alguna manera que habría que ver, esta cadena de metáforas está anticipando el rock, de la misma manera en que las propuestas existencialistas anticiparon el mayo del sesenta y ocho. La guerra es, en comparación con el amor, el fondo no explícito y no pensado de la vida anónima de las metrópolis, la corriente que fluye como amenaza subterránea. En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, no es obvia la relación entre el jazz y la vida de los soldados en las trincheras, esa primera línea del frente muy lejos del segundo frente que es la vida en unas ciudades en las que apenas hay hombres. Es posible que entre el 1914 y el 1918 ni siquiera exista algo que pueda considerarse “jazz”; en cualquier caso, sí que habría algo así como “prehistoria del jazz”. En la Segunda Guerra Mundial, una guerra que, a diferencia de la primera, no tiene una línea del frente sino que pretende la ocupación del territorio y de las ciudades,  el jazz adquiere formas específicas y, de la misma forma que la pintura se vuelca hacia los negros y los grises de las ciudades bombardeadas, los rojos ensangrentados y otros colores por el estilo, algo habrá que haga sentir la detonación de las armas en el jazz. De todas formas, es posible también que la guerra sea más acorde con la música clásica y más compatible con el viejo orden que siempre pretenden dejar atrás los modernos. Puede ser que, frente a lo que parece una economía de la melancolía urbana moderna en el jazz, el recurso a las composiciones de los clásicos por parte de las bandas sonoras de las películas bélicas se presente como la norma general.

El guitarrista Cuchus Pimentel compuso, sin pensar ni en la vida ni en la voz quebrada de Billie Holyday en sus últimos años, un tema titulado “Lágrimas negras”. Alguien que vive en el ritmo frenético e intensificado de la vida de las metrópolis modernas experimenta a veces la sombra oscura de la melancolía. Serían muchas las dificultades si tratasemos de reflexionar sobre el color de las lágrimas. La metáfora de las “lágrimas negras” es un poco extraña. Hace pensar en las “lágrimas de la noche”, las “lágrimas nocturnas” o las “lágrimas amargas”. Y el blanco o transparente conviene mejor al color de las lágrimas. “Lágrimas blancas” o “lágrimas al amanecer” son metáforas que parecen quedar mejor si van a ser escritas sobre el papel de una página en blanco. “Lágrimas negras” valdría también como metáfora de una guerra, como “lágrimas rojas” o “lágrimas de sangre”. ¿En qué se puede pensar al escribirla, quizás en alguna pérdida? De todos modos, entre el sentimiento de pérdida del negro y el de liberación del blanco existe el jazz, toda la gama de un arco iris de lágrimas.

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