Jorge Isaurralde, Tatúm, ha recreado en cómic El funeral de John Mortonson, de Ambrose Bierce.
Jorge Isaurralde, Tatúm, es un artista de aspecto bonachón y ademanes tranquilos, pero esa semblanza sosegada no excluye un talante inquieto, plasmado en la experimentación con diferentes técnicas, soportes y materiales. Argentino de origen (nació en Maciel, provincia de Santa Fe, en 1954) y mallorquín por decisión, su apellido vasco alude a los bosques de nogal de climas más inclementes que el de la Isla de la Calma, y cuya ausencia compensan los limoneros con cuyas ramas entreteje insólitas caligrafías. En 2014, Tatúm fue galardonado con el Premio Ciutat de Palma de Cómic.
Repasamos con Tatúm algunos detalles de su biografía y la genealogía de su obra, pasada y presente:
Pregunta: Escribo en Google “Tatum” y me sale Tatum O’Neal. Eso también es sexismo.
Tatúm:¿Será porque Tatúm se escribe con acento? La O´Neal acapara todo el protagonismo, aunque también se suele colar Art Tatum, el músico de jazz.
En fin, debo reconocer que mi posicionamiento en las redes sociales deja mucho que desear. Despediré a mi Comunnity Manager.
¿Cuál esel origen de tu nombre artístico?
Es una historia un poco larga.
Por los años 1974-75 iba yo bastante a Río Ruarto (Córdoba, Argentina), donde tenía un amigo que estudiaba veterinaria. Un día lo encontré junto con tres o cuatro más preparándose para un examen de microbiología que tenían al día siguiente. Por la noche estaban muy cansados y me pidieron si podía leerles los apuntes en voz alta. Así fue cómo pasé gran parte de la noche leyendo textos científicos de los que no entendía ni jota; páginas llenas de nombres de microbios y parásitos imposibles de pronunciar, y de descripciones de extraños experimentos. En esos textos se citaban con bastante frecuencia los estudios, descubrimientos y experimentos de George Beadle yEdward Tatum, premios Nobel de Fisiología o Medicina del año 1958; por lo que me fui enterando después, eran dos crack en esos temas.
A la mañana siguiente, mientras desayunábamos antes del examen, les di una clase magistral sobre los experimentos de Beadle y Tatum, mezclando todos los nombres de microbios y otros bichos que me iban saliendo. En fin, un monólogo surrealista ante cinco ojerosos estudiantes.
No se si por mi masterclass o por la misericordia del profesor, el examen no les fue mal. Desde ese día, el grupo de amigos me empezó a llamar Tatúm.
Años más tarde, ya en España, cuando empecé a publicar dibujitos en revistas y periódicos, como mi apellido es un poco largo (Isaurralde), quedaba muy grande junto a un humilde dibujo sin palabras. Fue entonces cuando empecé a firmar como Tatúm.
¿Leías cómic en tu infancia? ¿Ello te llevó al arte?
Yo me recuerdo siempre dibujando. Cuando era niño copiaba cómics de vaqueros e historietas de humor de las revistas que caían en mis manos.
Mi padre era camionero, transportaba vacas y yo muchas veces le acompañaba en sus viajes. Parábamos siempre en un quiosco de carretera, donde él se compraba la revista Racing, de fútbol, y a mí una revista de historietas. Esa era mi lectura mientras atravesábamos las pampas.
¿Cómo es que cambiaste los bríos del Paraná por la Isla de la Calma?
Yo soy hombre de río; del río Paraná, en la provincia de Santa Fe.
En el año 1976 vivía en Rosario, trabajaba ocho horas en una fábrica y estudiaba Bellas Artes por la noche. Era una vida un tanto monótona y con pocas horas de sueño, ya que a los 20 años uno quiere hacer muchas cosas.
Por otro lado, la atmosfera en el país se hacía irrespirable. Policía y milicos por todas partes, con detenciones, desapariciones, allanamientos. En fin, ya sabemos lo que fue aquello. Yo no militaba, pero solo el hecho de ser estudiante u obrero ya era motivo para ser sospechoso de algo o estar en la lista de alguien. Así que, sumándolo todo, tomé la decisión de irme. Necesitaba tomar aire.
Lo de llegar a Mallorca fue una casualidad. Había dos amigos de mi pueblo viviendo en la isla, les escribí una carta y me contestaron inmediatamente, invitándome a instalarme en su casa y a ayudarme a encontrar un trabajo. Dos meses después, aquí estaba yo con 8.000 pesetas en el bolsillo y todo el billete por pagar.
Llegaste a Palma en 1976. Aquello era un desierto cultural, o similar, y más viniendo de un país con la actividad creativa de Argentina. Apenas unos cuantos francotiradores sembraban los casquillos sobre los que luego brotó el movimiento cultural surgido en la isla en la década de 1980.
A los 15 días de llegar a Mallorca empecé a trabajar de camarero en Trui, en la plaza Jinetes de Alcalá, que en esa época era café-concierto y restaurante, y que tiempo después se convirtió en un antro de rocanrol y desenfreno en el que pasé noches gloriosas, ya no como currante sino como cliente.
Allí tuve oportunidad de conocer a gente del mundo del arte, del teatro, músicos, etc. Empezaron a surgir proyectos, serigrafías, autoediciones, exposiciones en bares y antros diversos, proyectos como Espai Obert. En fin, pasaban muchas cosas. No fue nada difícil la integración.
Tal vez sin buscarlo había encontrado espacio en alguno de esos grupos de francotiradores a los que te refieres, algún casquillo mío habrá por ahí.
¿Qué encontraste en Mallorca para quedarte allí?
Fue como aterrizar en otro planeta, viniendo de un país con 200 años de historia. Plantarme delante de la catedral o recorrer el casco histórico supuso un auténtico flash. Además, yo nunca había visto el mar: lo contemplé por primera vez en la playa de Illetes a los 21 años. Quedé enamorado del Mediterráneo. Solo me bastó una excursión por la sierra de Tramuntana para convencerme de que había llegado al mejor sitio para quedarme.
¿Cuáles son tus principales influencias estéticas? Una de ellas, según tus propias palabras, la del uruguayo Joaquín Torres García.
Torres García y su Escuela del Sur siempre fueron una gran referencia. Además, durante algún tiempo fui alumno del pintor uruguayo Jorge Pombo (que este año se nos fue, pero aun nos guía, como dice el tango). Él fue alumno directo de la escuela de Torres y me introdujo en esa sociedad secreta de iniciados.
De todas maneras, la lista de influencias sería interminable: podría nombrarte a Cézanne, Morandi, Juan Gris, los expresionistas alemanes, el cine expresionista… En fin, mil cosas.
En cuanto al cómic: Breccia, Muñoz, Crumb, Charles Burns y muchos más. Soy un poco esponja y bastante disperso, así que me gustan muchas cosas, y a veces bastante diferentes unas de otras.
¿Eres esencialmente un dibujante? Dicho de otro modo: ¿las demás ramificaciones de tu actividad artística son ampliaciones de esa vocación original?
Yo siempre me he considerado un dibujante; las diferentes actividades que he realizado para ganarme la vida están relacionadas con el dibujo. Desde hace bastante tiempo tengo un estudio de diseño, Gotan produccions, en el que hemos hecho diseño expositivo; ahora realizamos objetos para tiendas de museo, pero mi trabajo en el equipo es básicamente dibujar con un lápiz en la mano. También me he dedicado a la ilustración publicitaria y editorial (más lápiz y papel).
La pintura es para mí un oficio intermitente. Me da por épocas y nunca he sido un “profesional” del tema, a pesar de haber expuesto y ganado algún premio. Pero nunca he trabajado con galerías ni he estado muy en contacto con ese mundo. Es una actividad más bien íntima, en la que trato de pensar y actuar como pintor.
Debo reconocer que el dibujo es una base importante de mi obra, aunque tengo muy claro que hacer ilustraciones en grande sobre lienzo no es pintar.
Aparte del dibujo, has experimentado mucho con las texturas, aunque tal vez sin el predicamento público de tu actividad como ilustrador. Ese tipo de trabajo matérico fue esencial en el nuevo expresionismo europeo de la década de 1980.
En la década de 1980 todos queríamos ser Anselm Kiefer, y mezclábamos todo tipo de materias y objetos con los pigmentos y el látex. Lo cierto es que la mayoría de las veces no salíamos airosos del intento y perpetrábamos unos engendros pictóricos que pesaban un huevo; además, al poco tiempo empezaban a descascarillarse y no había manera humana de almacenarlos.
Poco a poco, esa ansia se va aplacando y uno intenta tener mayor respeto hacia la materia y las texturas, y las usa con más moderación.
¿Es la pintura un proceso más reflexivo e introspectivo que el cómic?
Son dos oficios diferentes y los dos tienen su lado reflexivo e introspectivo.
Milton Glaser dice que “Drawing is Thinking”, y yo estoy de acuerdo con él. El cómic es un género que te obliga a ser muy metódico y reflexivo a la hora de escribir un guión, plantear una estructura de página o componer una viñeta. Tienes que contar una historia y hacerlo bien, por lo que hay muchas piezas del puzle que deben de encajar, y eso requiere reflexión.
En la pintura no tienes que contar ninguna historia y eso te coloca en una línea de salida diferente. A mí me gustaría pintar sin pensar, pero no soy maestro Zen y siempre acabo comiéndome el coco y dándole muchas vueltas a las decisiones. Pero el proceso de pensamiento es diferente, las reflexiones son de otro tipo. Estar en el taller con pinceles, telas de arpillera y olor a óleo y aguarrás, y jugando con colores o texturas, me ubica en un estado mental muy especial, más abstracto e introspectivo.
De todas maneras, ¿te imaginas una escena más introspectiva que un tío sentado a una mesa de dibujo con un flexo sobre la cabeza y un lápiz en la mano?
Has trabajado también en la creación de estructuras constructivistas con ramas de limonero. Por lo que he visto, tienen cierto atractivo mistérico.
Las estructuras constructivistas son una de las herencias del viejo Torres. Tengo hasta un compás de sección áurea y una de mis biblias es El universalismo constructivo, magna obra del maestro llena de dibujitos sublimes.
Hace años que vengo dibujando esas estructuras; tengo cientos de ellas en todo tipo de soportes y tamaños.
Como vivo en el campo y cada año podo los árboles, empecé a trabajar con restos de poda, haciendo estructuras con ramas de ciruelo, cerezo, caqui, manzano o limonero. Tengo un limonero cabrón, lleno de espinas asesinas, que cada año saca unos chupones de dos metros, unas ramas rectas y llenas de espinas de dos centímetros. Podarlo es una aventura lenta y llena de pinchazos.
Hace un par de años me invitaron a un festival de arte en Pollença y decidí presentar una de mis estructuras. Encontré un montón de ramas de ese limonero ya secas y decidí componer una estructura con ellas. Hice un cuadro de dos metros por uno con ramas espinosas entrelazadas. Quedó bien, aunque estuve tres meses pinchándome los dedos y con las manos destrozadas.
En el montaje de la exposición, los montadores me maldijeron, porque acabaron todos pinchados, e incluso acabó herida una parte del público, que se acercó demasiado para ver los detalles de mi obra.
Cuando acabó la exposición traje la estructura al taller y, como no había donde dejarla, no podía almacenarla y pinchaba por todo y a todos, acabé desmontándola y quemando las putas ramas; fue una obra efímera.
Con este tipo de obras, aunque sin espinas, hice una exposición en el Museo de Ciencias Naturales de Sóller que se llamó Estructuras naturales.
Otra de tus actividades es la escenografía. ¿Con que orientación sueles enfrentarla?
Mi primer trabajo con gente de teatro fue antes de 1980, para la compañía Teatro del Mediterráneo. Hicimos un espectáculo infantil con poemas de María Elena Walsh titulado Canciones para mirar, que se estrenó en el Teatre Principal de Palma.
Después hice cosas con Pomme da Pí, un grupo de marionetas donde diseñaba tanto las escenografías como los muñecos.
Mas tarde empecé a colaborar con Iguana Teatre. Para ellos he realizado unos cuantos proyectos, con diferente suerte y distintos niveles de participación: escenografías completas, pintura de telones, objetos escenográficos… En fin, un poco de todo, incluso les pinto un cuadro para cada espectáculo, que ellos utilizan como cartel e imagen del mismo. Recuerdo con especial cariño una adaptación de Noches blancas de Dostoievski y un espectáculo con poco recorrido sobre la guerra de Bosnia, que se titulaba La meitat de res (La mitad de nada).
En fin, siempre me gustó trabajar con gente de teatro. Me agrada ir a los ensayos y trabajar en equipo.
En cuanto a cómo suelo afrontar esta actividad, generalmente trabajo mano a mano con el director y me adapto a lo que se me pide en cada proyecto.
También has dado dimensión escultórica a tus dibujos: las caricaturas tridimensionales en cartón.
Hace un par de años empezó a flaquear el trabajo en el estudio. Nosotros nos dedicábamos casi en exclusiva al diseño expositivo; trabajábamos para instituciones y fundaciones, apenas teníamos clientes privados.
Con la crisis y los recortes, nos quedamos sin clientes y sin proyectos, por lo que decidimos crear un producto propio y comercializarlo. Así nacieron los Cartoon Jocs, que son objetos de cartón troquelado que vendemos en tiendas de museos y de diseño.
¿Destacarías algún proyecto u obra de tu autoría como especialmente valioso en el conjunto de tu producción, ora por su logro artístico ora por su significación personal? ¿Por qué?
La vida es larga y he podido hacer muchas cosas diferentes que me han gustado mucho. Resulta difícil elegir, pero para no complicarme te diré que estoy muy contento con la edición ilustrada de El funeral de John Mortonson, de Ambrose Bierce, un proyecto que tenía en mente desde hacía tiempo. Tras ver el libro impreso y el resultado, estoy conforme. Uno empieza muchos proyectos y son pocos los que concluye, este es uno de ellos y solo por eso ya vale la pena.
Quiero evocar una labor no más meritoria que otras pero sí muy conocida, aunque no sé si muy recordada: la maqueta del suplemento Zona Cultural del Diario de Mallorca, publicado en aquellos felices años ochenta. Un diseño compositivo de mucha altura.
Fue una buena época. En aquel suplemento, dirigido por Txema González, trabajábamos con total libertad. Yo hacía el diseño, la maquetación, también algunas ilustraciones, y elegía el material gráfico que se publicaba, además de invitar a pintores y dibujantes a colaborar.
Nos lo pasábamos muy bien, aunque era mucho trabajo y cobrábamos muy poco. Creo que fue un suplemento diferente, libre y abierto, muy del espíritu de los años ochenta. Es una pena que los periódicos no se atrevan hoy con proyectos de este tipo.
Tu más reciente publicación como ilustrador: la ya citada edición de El funeral del John Mortonson, de Ambrose Bierce. ¿Qué te atrae de tal autor? ¿Cómo influyó esa atracción en este trabajo de ilustración?
Bierce me persigue desde los años ochenta, cuando leí su primer cuento. Por aquella época hice dos adaptaciones, que se publicaron en El Víbora y Cairo.
Me gusta mucho el humor negro de Bierce y su visión ácida y descarnada del género humano. Coincide bastante con la mía; siempre digo que, si Bierce viviera, sería mi guionista perfecto.
Siempre me rondaba la idea de ilustrar un libro con adaptaciones de sus cuentos, pero por una cosa u otra nunca empezaba. Hace dos años me puse a trabajar sobre el relato que da título al libro. Poco a poco fue creciendo, aunque de manera muy lenta. Cuando salieron las bases del Premio Ciutat de Palma, vi que tenía las páginas necesarias para participar y así lo hice, con la suerte de que gané. El galardón hizo que el proyecto se acabase por fin.
Aunque a nadie amarga un dulce, no pareces dar mucha importancia a los premios.
A los premios Ciutat de Palma nunca me había presentado. No tengo costumbre de presentarme a concursos ni he sido distinguido con muchos premios reseñables, aparte de alguno de pintura o de carteles. No es que les niegue su importancia, al recibirlos te gustan, pero tampoco los tengo muy en cuenta.