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Vanity Fair nos deja claro desde el primer momento que Becky Sharp era una chica tan inteligente como sinvergüenza: fascinante, seductora, irreverente, encantadora, astuta, quizá también malvada. Sea como sea, lo cierto es que empezamos la lectura (en la medida en que no tenemos conocimiento previo de la trama) con la curiosidad despierta: deseamos saber cómo se producirá (si se produce) la condena moral de la protagonista, pues si Vanity Fair se presenta en efecto como A Novel without a Hero, no es porque en ella no haya un héroe definido, sino porque los candidatos a héroes no están a la altura, y Becky Sharp no es obviamente una heroína.

No, no es una heroína. Becky avanza flamante por la ruta de la estafa y la frivolidad, aventajando en astucia y villanía a todos los que la rodean, hasta tal punto que su marido –militar, jugador, duelista y pendenciero– parece un santo a su lado. Pero no nos engañemos. La sátira no recae sobre Rebeca; la sátira recae sobre la sociedad en su conjunto. Rebeca tan solo es el pez que mejor nada en esas aguas ponzoñosas que forman la charca (la feria) de las vanidades. La feria misma es la verdadera protagonista, la verdadera heroína de la novela de Thackeray, y, evidentemente, hablar en términos de feria ya es satirizar. Por eso si Rebeca es una harpía, una oportunista y una depravada –y nadie duda un instante que sea todas estas cosas–, entonces una harpía es reina indiscutible en ese mundo de vanidades.

Ahora bien (y esto es importante), Becky no podría ser jamás la figura dominante de la feria si no fuese por la propia mezquindad y la propia vanidad de los participantes. Son las propias faltas, las manías, las obsesiones, las ambiciones de la gente que pulula a su alrededor lo que Rebeca explota hábilmente para lograr sus fines. La presunción de Sir Pitt, la flaqueza de Lady Jane, la boba admiración de su marido no son sus debilidades, son las debilidades de la gente; lo único que Becky hace es poner todo eso a su servicio. Porque así son las cosas: después de lamentar con alguna frase hecha la muerte de la vieja tía de turno los personajes llenan sus estómagos con asado de cordero y vino de clarete. Nada perturba su apetito. Nada les impide dormir. Así que si Becky es inmoral, por lo menos es divertida, mientras que los habitantes de la feria no solo son inmorales sino también insulsos y fariseos, tal y como demuestran (el novelista lo demuestra) sus jamás perturbadas ganas de comer y de beber a las correspondientes horas, pase lo que pase y muera quien se muera.

Cuando Rebeca le descubre a Amelia quién era realmente su marido (sin andarse por las ramas, sin emplear palabras dulces) no podemos sino pensar: bien dicho. Es divertido que el narrador nos permita reírnos de esa pobre niña tonta llamándola al final de la novela «tierno y dulce parásito». Porque Becky podrá ser una mujer falsa y sin escrúpulos, una víbora astuta, pero es con Becky con quien preferiríamos estar, es con ella con quien preferiríamos reírnos, de ningún modo con sus víctimas (no con la insípida y simple Amelia), que además parecen estar pidiendo a gritos ser descuartizadas. Nadie se libra de la sátira. Ni siquiera el mayor Doblin, quien tiene sin embargo las dos cosas, tanto corazón como intelecto, puede evitar ser el blanco de la crítica, pues en el fondo es tan hipócrita y vano como los otros, por más que se diga que no recurriría a la mentira aun cuando le beneficiase.

Becky no es la condenada, sino el mecanismo del que la novela se sirve para condenarlo todo. Es Becky quien permite que la caricatura sea tanto más mordaz, la sátira tanto más merecida. No en vano el novelista la retrata no solo como una mujer inteligente y bien informada de la realidad del mundo en el que vive, sino también como una gran actriz, una gran imitadora cómica (los estudiantes alemanes se ríen de sus imitaciones). Ella es el alma de la novela, su espíritu satírico y ridiculizante. Por eso no nos extraña que el momento climático en la carrera de esa Genialísima Embustera y Tremenda Comediante se sitúe justamente en el contexto de una obra de teatro. Becky representa a Clitemnestra (¡a quién si no!), la despiadada mujer de Agamenón, la esposa sin escrúpulos, la madre-anti-madre, la temible asesina, quien no vacila en agarrar el acero con sus manos cuando al pobre varón que tiene por amante le tiembla vergonzosamente el pulso.

La Gran Farsante es desenmascarada en una repulsiva escena de adulterio en la que el antiguo canalla representa el papel de puro y honesto marido. Como ocurre tan a menudo, la ambición ha llegado al tope de su borrachera, la piel de la rana se ha tensado demasiado, se ha vuelto transparente, y Rebeca termina más o menos allí donde empezaba. Sin embargo la caída no es sino una bufonada, y es ahora cuando Rebeca es más realmente ella misma: una pícara bohemia y vagabunda, sin amigos ni familia, sin dinero, vestida con un vestido viejo y mucho colorete, pero sin rastro de amargura, sobrellevando su suerte con una carcajada.

No, pensamos; Thackeray no castiga a esa Calculadora Nata que es Rebeca Sharp, sino que la deja bastante bien situada al final de su novela. No podía ser de otra manera. Becky era la Gran Nadadora, la Gran Seductora, la Gran Feriante, la Reina de esa «feria» que en realidad es mercado. Pues si comportarse bien –pensaba Becky– depende de tener suficiente dinero en el bolsillo o, en su defecto, crédito suficiente, entonces tal vez sea mejor dejar la bondad para otro momento.

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