altEl nombre de Pynchon me ha dado siempre tanto respeto que, hasta ahora, no me he atrevido a leer sus novelas, reseñadas como obras de profundidad, extensos tratados de la naturaleza humana con una inabarcable cantidad de páginas para asumir el reto sin demasiado tiempo libre.

 

 

 

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El nombre de Pynchon me ha dado siempre tanto respeto que, hasta ahora, no me he atrevido a leer sus novelas, reseñadas como obras de profundidad, extensos tratados de la naturaleza humana con una inabarcable cantidad de páginas para asumir el reto sin demasiado tiempo libre. Y cometería el error de sentirme atraído ahora hacia esas novelas por el hecho de quedar anonadado con la última creación de Anderson, porque quizás sea más Anderson que Pynchon, que ya es bastante, y no cabe confundir el culo con las témporas, porque lo grande en cine no tiene porqué ser grande en literatura, y en caso de ser ambos grandes, no tienen porqué ser equiparables pero para , esta película es enorme. La primera escena ya nos anuncia que estamos ante un reflejo de un largo adiós, un adiós irreversible que no puede tener marcha atrás de la misma manera que una mano no puede detener la marcha de un coche.

 

“Puro vicio” es un desbordante ejercicio visual en el que el espectador tiene que perderse necesariamente, las tramas que vienen y van, los distintos registros que rodean este relato de cine negro transformado en retrato de los orígenes de la ruina democrática a caballo entre el fascismo hooveriano y el no menos comprometedor de las libertades, gobierno de Nixon, es una apabullante sucesión de puñetazos a la memoria, al presente, a los sentidos. Todo mancha, no hay mejor opción que hacer como el ayudante sui géneris de Larry “Doc” Sportello, a la sazón nuestro héroe lisérgico encarnado por J. Phoenix, estar y pasar, vivir en camiseta de tirantes y bermudas, aprovechar el clima veraniego de California y acompañar, cuando toque, a nuestro especial detective sin hacer preguntas y sin decir nada.

 

En “Puro Vicio” inmediatamente nos sumergimos en su atmósfera onírica, en esa patina de irrealidad que envuelve a todo y a todos los personajes, y sus primeros diez minutos tanto pueden ser el inicio de “El sueño eterno” como volver a “La noche se mueve”, Arthur Penn y Sydney Lumet nos contemplan, pero Anderson no se limita a eso, hasta los Coen y el moderno slapstick de Wes Anderson tienen cabida en las idas y venidas de “Doc”. Si Sportello bebiera continuamente “rusos blancos” no nos extrañaría que su segundo apellido fuera Lebowski, aunque en todo caso, sería el pariente ilustrado de “El Nota”, y a diferencia de éste, metiéndose en la boca del lobo a sabiendas una vez que se le intenta perjudicar constantemente desde el departamento de policía de Los Ángeles.

 

Anderson juega con los géneros hasta desmembrarlos, mezclarlos y fundirlos, desorientando o jugando a desorientar, visionar con una mueca de sonrisa la película ambientados en una comedia negra identifica al espectador con la cara de cuelgue de “Doc” Sportello, el director cuenta con el apoyo inestimable de uno de los más grandes actores del momento, J.Phoenix es capaz de aparentar vicio, desenfreno, vulgaridad, encanto, romanticismo, violencia, ironía, perdón, pecado, caridad, …en una misma escena, de payaso cómico a héroe de acción, de doctor nada más que en el nombre a detective de medio pelo perdido en la singladura de una California peligrosa, donde lo más sucio y mendaz surge desde las cloacas del sistema, el departamento de policía y el FBI compitiendo a ver quien violenta y vulnera más libertades civiles en los morros de la fiscalía (Reese Winterspoon). Tan iconoclasta se muestra Anderson en el retrato de una sociedad corroída por su vicio inherente que no duda en hacer aparecer en pantalla a estrellas del porno en personajes secundarios, que, en este caso, mantienen el tipo ante un detective en permanente estado de embriaguez psíquica y espiritual, además de la física, por múltiples sustancias, aunque la preferida sea la hierba.

 

El mar es lo único deseable en este mundo paralelo en el que la mente de “Doc” Sportello fluctúa hacia el desdoblamiento de personalidad, abrumado por el recuerdo permanente de su ex, Shasta Fay, un ideal de belleza arquetípico al que una persona como Doc no puede aspirar salvo que nos encontremos ante la mujer fatal que usa y abusa de si misma para conseguir sus fines, “¿significa que volvemos?, “desde luego que no”, se dirán Shasta y Doc en un par de ocasiones en uno de esos cruces que se dan en la historia entre ambos pero que sirven para situar al espectador, ya perdido para entonces, acompañado por los esbozos de flashback y predeterminismo de Sortilége, escudera sentimental y narradora mística de las andanzas del detective (Joanna Newsom) nombre que alude, sin duda, al aspecto fantástico, inasible, onírico de la historia, un personaje que, a veces está, pero en otras desaparece antes de llegar a donde se dirigía con Doc, como si fuera pero no pareciera, y en permanente tensión y desvelo por  la amenaza del alter ego que representa “Big Foot”, (Josh Brolin) el policía violento, corrupto, en cuya cara se refleja “violación de derechos civiles”, obsesionado con el hippie sucio al que quiere retirar de la calle de manera poco honorable, una historia de odio-atracción de simbolismo homosexual (las bananas heladas que come y succiona  el policía delante de Doc son claros reclamos de simbología fálica) donde un inspector del renacimiento (porqué se muchas cosas y una es que no soy imbécil) que representa los valores del club “John Wayne” aparece como un ser sumiso y sometido por su esposa. Estos tres personajes, muy centrales, junto con Doc, forman una especie de personalidad múltiple en la que, en ocasiones, dudamos si no estaremos ante la película de una ficción que la mente de un escritor está inventando sobre la marcha, o si no será todo fruto del cortocircuito cerebral que sufre Doc ante el consumo abusivo de estupefacientes.

 

Al mar mira Doc para llegar a su casa, cuando siente el recuerdo doloroso de la ausencia de Shasta, cuando piensa en escapar de un mundo ruin y poco apetecible en el que solo fumar hierba proporciona paz y estabilidad temporal, porque los tiempos de paz y amor se alejan para Doc de manera irreversible. Un espacio estrecho, un pasillo que conduce entre dos casas hacia el abierto mar, a través de un callejón de esperanza, Doc puede imaginar que el mar está ahí para poder evadirse, aunque sea en una goleta llamada el “Colmillo dorado”. Porque siendo tantos y tan ricos los referentes, no olvidemos a Houston y Polanski, cuyo Chinatown parecería calcarse al inicio de la trama con ese tiburón inmobiliario destrozando el litoral de California, la trama de cine negro se va diluyendo, va perdiendo su importancia como motor de la historia porque es la tapadera perfecta para reflejar, por un lado, a un mundo caótico y en convulsión, y por otro para recoger en imágenes la melancolía derivada del desamor, de una traición programada sin castigo, una melancolía y un dolor sólo superable a base de chutes de oxígeno sentado en un sillón ginecológico.

 

Y si Doc hubiera bebido por los codos podría ser el nuevo alter ego de Chinaski, si le hubiera dado a la heroína podría ser un hijo de Burroughs, pero dándole a la hierba queda reducido a bufón con raptos de lucidez y arrojo poco sensatos. Los fantasmas de los armarios obsesionan a Doc, dispuesto a, no tanto descubrir como a redimir a quien se puede salvar. El viaje alucinógeno que “Doc” emprende desde su despacho de detective privado instalado en un consultorio médico, está empantanado en episodios de pérdida de conciencia, ya sean mediante un bate de béisbol, un exceso de cerveza o polvo de ángel mezclado con hierba, su mente sufre los colapsos propios de los sesenta dedicados a experimentar con todo tipo de sustancias, de ahí su mezcla de perplejidad e ignorancia ante lo que le sucede y lo que va descubriendo, cómo si no es con ayuda de la hierba puedes aguantar asesinatos policiales, secuestros programados, alianzas de nazis y negros contra el gobierno, un gobernador como Reagan o un presidente como Nixon, cómo soportar la muerte de tantos jóvenes enviados a la masacre de Vietnam, cómo conjugar la palabra democracia con la persecución de los disidentes políticos tachados de comunistas.

 

En un mundo de capitalismo desbocado los apellidos Nixon y Reagan se van desgranando como origen de la bancarrota californiana, en los 70 se despedaza el sistema de asistencia social para fomentar la empresa privada, ni más ni menos que políticos, policías y cárteles de la droga cooperando para que los niños ricos del surfing style se cuelguen a todo tipo de sustancias, cuanto más caras mejor, y al mismo tiempo se les ofrezca la desintoxicación en paradisiacas clínicas privadas donde los internos asisten a proyecciones de cine similares a las que Andy MacDowell sufría en La naranja mecánica, deshabituación a la droga mediante lavados de cerebro anticomunista, clínicas que el cartel The Golden Fage sufraga como manera de aumentar el margen de beneficios, con la inestimable cooperación de un colegio de dentistas que se presta a servir de lavadora del dinero de la droga alentado por las enormes posibilidades de beneficios fiscales o por un FBI que utiliza los sanatorios para “congelar” a sus confidentes, dinero que llega a través de unos cargamentos periódicos para los que la policía cuenta como ayudante perfecto haciendo la vista gorda.

 

Pero todo esto es una de las tramas, porque está la de Mickey Wolffman, el magnate inmobiliario que desaparece cuando está dispuesto a regalar su fortuna y a construir alojamiento gratis una vez que ha descubierto la verdad de su negocio inmoral gracias a las drogas, y está la trama de Shasta Fay, ex de “Doc”, pareja de Mickey, amante de neonazis, chica para todo a cambio del vacío del dinero, prototipo del vicio inherente que nos deja secos, o la trama de Coy Harlingen , saxofonista al que ni sus propios compañeros reconocerían tras años de drogas, informante de tantas organizaciones policiales y parapoliciales que su vida ha desaparecido secuestrado en su obligación de silencio para el que queda una última redención, o la trama del guardaespaldas Charlock y su hermana, o Jade, la puta de buen corazón que siente lástima por una encerrona a “Doc”, o…son tantas las tramas que no nos queda más que aspirar el humo embriagador y dejarnos llevar, imposibilitados de asumir tanta información y tan seguida, oscilando desde la incredulidad a la expectación, Inherent Vice es toda una cascada de sensaciones, y es mejor moverse al ritmo de Doc, mecido por la música setentera que recorre toda la historia sin estridencias y la fabulosa banda sonora de Johnny Greenwood. 

 

Oigan, un lujo de película, no se obsesionen con descubrir la trama o se perderán el bosque, be water my friend, un disfrute, un subidón estético y poético a ritmo de chakras y citas de misticismo hippie de los 70, con heroísmo desinteresado y un enigmático plano final, ¿ ve Doc la luz?, ¿iluminado o deslumbrado? ¿realidad o deseo? previamente ya ha visto destellos a ritmo funky, pero nunca un foco interroga a una mirada de manera más descarnada y nunca esa mirada se devuelve con una mezcla de impotencia y de dejar pasar. PELICULÓN

 

Estreno 13 de marzo de 2015

 

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