‘Centauros del desierto’ (The Searchers, 1956), es un trabajo exquisito de la estética. Cada plano de encuadre rodado por John Ford es una alegoría de la belleza fílmica donde el silencio, los rostros y las miradas de los actores hacen el resto. El estilo transparente y puro del director mainés elude cualquier artificio para que el espectador pueda centrarse únicamente en la trama gracias al movimiento sigiloso de la cámara, o lo que es lo mismo, el antagonismo a Alfred Hitchcock.

Inspirada en la novela de Alan Le May, pero a su vez basada en el caso real de Cynthia Ann Parker, ‘Centauros del desierto’ narra el secuestro de una joven blanca (Natalie Wood) por parte de una tribu de indios comanches tras la Guerra de Secesión. Su tío Ethan Edward (John Wayne), junto a su sobrino (Jeffrey Hunter), iniciarán la búsqueda de la chica, que se alargará de manera épica durante más de un lustro. Ninguno de los dos hombres podrá escapar de un deber ineludible que, a medida que avanza el metraje, les irá convirtiendo en dos seres atormentados por el agotamiento y la desgracia.

Otro de los protagonistas de la película es la naturaleza en su estado más salvaje. Rodada en exteriores de Utah, Arizona y California, el paisaje agreste y desértico se convierte en otro enemigo a batir por los protagonistas, cobrando una trascendencia que hace más epopéyica la narración y donde se los cambios de estación marcan el paso del tiempo. En este ambiente se desarrollan persecuciones a caballo trepidantes jamás rodadas hasta la fecha que marcarían el estilo del género durante años. No en vano, Coppola, Lucas o Scorsese beben del ‘estilo fordista’ en muchas de sus obras.

Análisis ligeros ven en la película pequeños detalles racistas: los nativos americanos son unos seres malvados, guiados por Cicatriz, un implacable jefe tribal que interpreta, además, un actor blanco no racializado (Henry Brandon). Sin embargo, se aprecia como el director trata de humanizar a los nativos por primera vez en el cine de Hollywood, otorgándoles un papel más serio y profundo, huyendo de los clichés del género, sobre todo de los otorgados por los ‘espagueti western’ de Sergio Leone, que supusieron la muerte en vida de ‘las pelis de vaqueros’.

En definitiva, un film de dos horas de metraje, con cambios misteriosos en postproducción, que en su época cosechó críticas modestas, pero que hoy ilumina a cinéfilos y maestros del séptimo arte.

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