Ácida, espontánea, divertida e incluso trágica, pero sobre todo bella, muy bella. Así era Cardo en su primera temporada. Parecía que los planetas se habían alineado para ofrecernos una pequeña obra de arte en forma de serie española, algo inédito en los tiempos que vivimos. Pero, sí, sucedió, y a muchos nos enamoró. Sin embargo, el mito se desplomó, y todo lo que Cardo consiguió, acabó desmoronándose.

Tanto el argumento, como el guion o la estética del rodaje denotan que sus creadoras, Claudia Costafreda y Ana Jurras, están bendecidas con el don de la creatividad. Un privilegio que en este caso parece surgido de briefings improvisados dominados por las neblinas de una cachimba, que emulsionan en risas y carcajadas y, como no, también en alguna que otra lágrima. Puede que sobre en su esencia ese halo snob de tratar de no ser snob que arrastran los milenials.

En la serie, Ana Jurras, que interpreta a la desastrosa María, aparece como la hija de Neptuno, surgida de las profundidades de un océano desconocido, para mostrarnos desde Arcadia la belleza de la decadencia; la de una actriz defenestrada de Carabanchel, que tiene que trabajar en una floristería del barrio para malvivir. Todo aderezado con ingentes cantidades de drogas, alcohol y sexo. De ahí que su interpretación, intensa, mordaz, apasionada, sea un respiro para el alma y una píldora de esperanza para el celuloide español.

La segunda temporada, como decimos, no alcanza la excelencia de la primera, pero bien es cierto que para explicar la evolución de la protagonista -tras salir de prisión- se requiere una dosis argumental más densa, pero quizás menos ponzoñosa. En esta segunda entrega se notan todavía más los tintes almodovarianos de los que bebe la serie (producida por los Javis), con esa continua referencia a lo mesiánico y, sobre todo, a los versos de Santa Teresa. En cualquier caso, sería un pecado no verla.

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