En esta ocasión, en Rambla nos ha parecido interesante recuperar un breve artículo de Francisco Umbral publicado en 1967 en La Estafeta literaria. El ejemplar en cuestión de la revista está íntegramente dedicado a Rubén Darío, pero solamente el artículo de Umbral se dirige a la que fue su musa, Francisca Sánchez, una mujer analfabeta que se culturizó como buenamente pudo siguiendo las enseñanzas de Ramón del Valle-Inclán.

Francisca Sánchez, amada de Ruben Darío, en sus últimos días

La Francisca Sánchez que yo acompañé

Por Francisco Umbral

Hospital Clínico de Madrid. A las cinco de la tarde, el cáncer pica dulcemente, como una enfermedad benigna. Conocí a Francisca Sánchez en el Hospital Clínico de Madrid. Buenos oficios del poeta López Anglada y del rubenista Antonio Oliver. Uno, por entonces, entraba a los hospitales como en las salas de exposiciones. Dispuesto a sorprenderse, pero no demasiado. Uno, por entonces -hace pocos años- no tomaba en serio eso de los hospitales. Ahora es otra cosa.

Francisca Sánchez, la musa de Rubén, murió al poco tiempo. Tenía media cara tapada por una gasa blanca. Tenía media vida comida por el cáncer. Fui con el fotógrafo para que le hiciese las fotos crueles entre la vida y la muerte. Pero Francisca Sánchez andaba bien tiesa por los pasillos. «Es la viuda de un señor que fue famoso», decían las enfermeras y los enfermeros. La viuda del Modernismo era una vieja alta y de negro, con el blanco trágico de la gasa sobre el rostro. Yo acompañé alguna tarde a Francisca Sánchez en sus recuerdos, en sus memorias, en sus cosas. Sacaba de un armario blanco, como del hospital de los recuerdos muertos, reliquias del poeta. Y charlábamos.

—Yo era hija de un guarda de la Casa de Campo. Había ido allí, como todas las mañanas, a llevarle la comida a mi padre. Y de pronto me encontré con dos señores que me observaban y me llamaron. Primero me fijé en el de la barba grande, que estaba manco. Era don Ramón del Valle-Inclán. Qué apuesto era. Pero el otro me miraba de una manera tan fija… Tenía una cara extraña. No parecía español. Era él. Era Rubén. Luego nos enamoramos y ya ve usted…

Francisca Sánchez, acompáñame. La analfabeta posparnasiana metía alguna vez baza ignorante en la conversación, en casa del poeta. Rubén debía de sentir por ella eso que Eugenio d’Ors llamaba «alipori». Y procuraba alejarla de la tertulia: «Francisca, te llaman al fondo». Y todos sabíamos que al fondo no había nadie.

Me lo ha contado un poeta cubano. A las cinco de la tarde, en el Hospital Clínico de Madrid, el cáncer pica como una enfermedad benigna. Allí murió Francisca Sánchez, la olvidada musa de alejandrinos. Entre grandes ingenios la enseñaron a leer. Ella fue la primera mujer que disfrutó eso de igualdad de oportunidades. Una igualdad que fue, realmente, privilegio. No a todo el mundo le ha enseñado las primeras letras don Ramón del Valle-Inclán. Porque Rubén tenía menos paciencia con ella. ¿Por qué olvidarnos del Rubén bebido, bebedor e irascible? Para ver por dentro a un genio no hay más que mirarse por dentro. La genialidad es lo que se manifiesta hacia afuera, en obras. Borrachos de vanidad, o de miedo, o de vino. Francisca Sánchez estaba allí, a las cinco de la tarde, tiesa y entera, cerca ya de la muerte. Luego la sacarían por la puerta trasera, en el negro furgón. Francisca Sánchez -¿por qué tanta vida dentro de la muerte, por qué tanta muerte dentro de la vida?-, acompáñame. Y no hay más que hablar.

—Salvo que el responso a Verlaine lo escribió Rubén de un tirón, en un tirón, en un café, sin correcciones — me sigue contando el poeta cubano.

Y hay en mi evocación un poeta cubano que interpone su sombra oscura y una mujer de negro, terrosa la cara junto al paño blanco de la carcoma. Y aquella mañana de la Casa de Campo, como una litografía del Modernismo, donde dos poetas retóricos se encuentran con casi una campesina y se enamoran. Pero el tiempo se ha puesto amarillo también sobre estas fotografías. Uno ya no anda por los hospitales, ni por los cócteles, ni por sitio que lo valga, buscando al famoso de ayer o de hoy o de mañana, buscando al juguete roto. Francisca Sánchez, niña de luto del Modernismo, juguete roto que Summers no filmó a tiempo.

La mejor musa es la de carne y hueso. Salvo que el cáncer, suele llevársela por delante. El mejor poeta es el que pastorea todo un idioma ínclito y ubérrimo. Salvo que el alcohol u otras miserias suelen llevárselo por delante. Yo no tengo nada a favor ni en contra. Es la vida la que pone las cosas así. Vivir es una mala jugada que nos hacen. «Somos eternos soñadores de salud», dijo el nada rubeniano Jorge Guillén, paisano del corazón, con cuya amistad perdida y encontrada me honro. Las musas se mueren con un trapo en la cara. Los poetas se mueren de perfil, como los gitanos de Federico. Pero los poetas y las musas siguen moviendo el mundo. Yo, que llevo varios meses muriendo de enfermedades leves, viviendo de enfermedades graves, digo y me digo: «Francisca Sánchez, acompáñame».

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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