En las afueras de Barcelona, donde el río Llobregat serpentea como una vena olvidada, se extiende Sant Boi de Llobregat. Una ciudad de contrastes: bloques de hormigón que se alzan como dedos acusadores contra el cielo, intercalados con huertos abandonados y fábricas en ruinas. Era el año 2025, y el boom inmobiliario había regresado con furia, alimentado por promesas de «desarrollo sostenible» que olían a billetes sucios. Yo, Marc Vila, era un urbanista contratado por el Ayuntamiento de Sant Boi. Mi trabajo consistía en revisar planes de construcción, pero pronto descubrí que mi pluma no firmaba permisos, sino sentencias de muerte para la integridad de la ciudad.

Todo empezó con el Proyecto Aurora, un megaproyecto de viviendas de lujo en las antiguas tierras agrícolas junto al río. El alcalde, Jordi Ferrer, un hombre de sonrisa plástica y corbata, siempre impecable, lo presentó en una rueda de prensa como «el renacimiento de Sant Boi». Detrás de él, el concejal de Urbanismo, Elena Torres, asentía con ojos calculadores. Ferrer era del partido conservador local, un lobo disfrazado de cordero que había escalado posiciones gracias a donaciones generosas de empresarios como Ramón Costa, dueño de Construcciones Costa S.A., una empresa que devoraba terrenos como un cáncer.

Mi primer atisbo de irregularidad vino en una reunión interna. Revisaba los planos cuando noté que el terreno designado para Aurora estaba clasificado como zona protegida por la Generalitat de Catalunya. «No hay problema», me dijo Torres con una risa forzada. «Hemos hablado con la Conselleria d’Habitatge. Todo está en orden». Pero al indagar en los archivos, encontré un informe medioambiental falsificado. Las firmas eran de un funcionario de la Generalitat, un tal Xavier Puig, conocido por su afición a los yates, que no podía permitirse con su sueldo oficial.

Decidí investigar por mi cuenta. Una noche, en un bar cutre de la Rambla de Sant Boi, me reuní con un viejo amigo, un periodista freelance llamado Pau. «Marc, esto huele a podrido», me dijo mientras sorbía una cerveza. «Costa no actúa solo. Hay dinero del este de Europa lavándose en estos proyectos. Albaneses, kosovares… una mafia que controla el juego ilegal y la prostitución en Barcelona. Usan las construcciones para blanquear fortunas de la droga».

No le creí al principio. Pero al día siguiente, recibí un sobre anónimo en mi buzón. Dentro, documentos: transferencias bancarias desde cuentas en Pristina a una filial de Costa S.A. Y nombres: Ferrer había recibido 200.000 euros en «consultorías». Torres, su mano derecha, había aprobado recalificaciones a cambio de un chalet en la Costa Brava. Puig, en la Generalitat, firmaba los permisos ambientales a ciegas por un porcentaje del pastel. Y en el centro, el empresario Costa, puente entre el poder político y la mafia albanokosovar liderada por un fantasma llamado Dragan Hoxha, un exmilitar kosovar que había huido de la guerra de los Balcanes para construir un imperio criminal en España.

Hoxha no era un mito. Lo vi por primera vez en una obra a medio construir, un esqueleto de hormigón que se elevaba como una tumba moderna. Estaba reunido con Costa, rodeado de guardaespaldas tatuados con águilas bicéfalas, el símbolo albanés. Sus ojos, fríos como el acero, escaneaban el horizonte. «El proyecto debe avanzar», gruñó en un español entrecortado. «O habrá consecuencias». Costa sudaba, prometiendo que los políticos estaban controlados. Esa noche, seguí a uno de los guardaespaldas hasta un almacén en las afueras. Dentro, pilas de euros envueltos en plástico, mezclados con ladrillos falsos para las construcciones. La mafia invertía en Aurora para lavar dinero: compraban materiales inflados, vendían pisos a precios absurdos a compradores fantasma.

Mi obsesión creció. Contacté a un contacto en la Guardia Civil, pero me advirtieron: «No te metas, Marc. La Generalitat está implicada hasta el cuello. Puig es solo la punta; hay consellers que miran para otro lado por temer escándalos electorales». Ignoré el consejo. Hackeé el correo de Torres –nada sofisticado, su contraseña era el nombre de su gato– y encontré emails comprometedores. Uno de Ferrer a Puig: «Asegura el visto bueno ambiental. Hoxha paga bien». Otro de Costa a Hoxha: «Los funcionarios locales están comprados. Procedamos con la fase dos: demolición de las fincas antiguas».

La fase dos era el corazón oscuro del plan. Para expandir Aurora, necesitaban echar a familias de barrios humildes, como el de Can Torrents, donde vivían inmigrantes y jubilados. Usaban tácticas mafiosas: intimidaciones nocturnas, cortes de agua, amenazas veladas. Una noche, vi a dos kosovares romper ventanas en una casa ocupada. «Vete o arderás con ella», gritaron. Al día siguiente, el Ayuntamiento declaró el barrio «insalubre» y aprobó la expropiación. Torres firmó el decreto con una sonrisa, mientras Ferrer posaba para fotos en un acto benéfico.

Decidí confrontarlos. Organicé una reunión clandestina con Pau y una concejala de la oposición, Marta Soler, que olía la corrupción pero necesitaba pruebas. «Tenemos que exponerlo», dije, extendiendo los documentos sobre la mesa de un café discreto. «Ferrer se reúne con Hoxha en el Hotel Majestic de Barcelona. Mañana». Pau grabaría, yo testificaría. Pero la mafia era astuta. Esa noche, mi coche fue vandalizado: «Cállate o muere» pintado en rojo.

Al amanecer, el río Llobregat parecía un espejo roto bajo la niebla. Llegué al hotel disfrazado de camarero, Pau con una cámara oculta. En la suite presidencial, Ferrer bebía whisky con Hoxha y Costa. Puig llegaba tarde, nervioso. «El urbanista Vila husmea demasiado», dijo Ferrer. «Encárgate, Dragan». Hoxha rio, una risa como grava. «Mis chicos lo silenciarán. Como al último que preguntó muchas». Costa intervino: «El dinero de Kosovo fluye. Con Aurora, lavaremos millones. La Generalitat nos cubre las espaldas».

Grabamos todo. Pero al salir, nos emboscaron. Dos kosovares nos acorralaron en el parking. Pau luchó, pero un puñetazo lo derribó. Yo corrí, el corazón latiendo como un tambor de guerra. Llamé a Marta Soler: «Envía las pruebas a la prensa». Horas después, el escándalo estalló. Periódicos como El País y La Vanguardia titularon: «Corrupción en Sant Boi: Mafia y Políticos en Alianza». Ferrer dimitió esa misma tarde, alegando «calumnias». Torres fue detenida, gritando inocencia. Puig huyó a Suiza, pero la Interpol lo cazó en un aeropuerto.

Hoxha, el fantasma, desapareció en las sombras de los Balcanes, pero su red se desmoronó. Costa S.A. quebró, sus activos congelados. La Generalitat inició una investigación interna, despidiendo a varios funcionarios. Aurora se paralizó: grúas inertes como esqueletos oxidados. Sant Boi respiró aliviado, pero las cicatrices permanecían. Familias desalojadas, tierras contaminadas por vertidos ilegales.

Yo, Marc Vila, me convertí en un paria. Amenazas anónimas me obligaron a mudarme a Madrid. Pau sobrevivió, pero con una cojera permanente. Marta Soler ascendió, prometiendo transparencia, aunque sabía que la corrupción era una hidra: cortas una cabeza, crecen dos.

Años después, caminando por el Llobregat seco, reflexioné sobre el precio del silencio. La ciudad se reconstruía, pero bajo la superficie, nuevos tratos se urdían. Políticos ambiciosos, empresarios voraces, mafias invisibles. Sant Boi no era única; era un microcosmos de España, donde el hormigón sepultaba sueños y verdades. Y en la niebla del río, juré que, si volvía, no sería como urbanista, sino como verdugo de corruptos.

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Ingrid Asensio

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