Un prado en el Pirineo catalán, vacas felices pastando y un escenario con David Bowie, Iggy Pop, Patti Smith o Lou Reed. Eso ocurrió. Sucedió en Escalarre (Lleida) en 1996, cuando el productor musical Neo Sala se la jugó organizando uno de los festivales más atípicos de la historia de la música, inspirado en el modelo fraternal de Woodstock, pero enclaustrado en uno de los valles más mágicos del sur de Europa.

Durante tres días de julio, esta pequeña población -y otras cercanas como Esterri o la Guingueta d’Àneu, con calles todavía sin asfaltar- se llenaron de la noche al día de jóvenes mochileros con tiendas de campaña, algunos con crestas, muchos con tatuajes y, sobre todo, la mayoría con ese brillo en los ojos que supone el preludio de que algo grande va a ocurrir. Más de 25.000 personas desfilaron por el Doctor Music Festival en su primera edición. Y quien suscribe estas líneas estuvo allí por pura casualidad.

La entrada de tres días costaba 10.900 pesetas (poco menos de 66 euros) y se tuvo que explicar a los asistentes eso de cómo funcionan las pulseras de colores para consumir o entrar y salir del recinto (con tres escenarios y dos carpas). Se llegó a crear una moneda propia, el DOC, cuyo valor era de 150 pesetas la unidad, para usarse en los garitos del Festival. Mientras, los bares de Esterri d’Àneu estaban a reventar, gente sentada en las aceras, jóvenes llegados de toda España y parte de Europa, escanciando sidra, sin miedo a derramarla, bebiendo calimocho, fumando cualquier cosa y dibujando esa sonrisa que solo se viste los días de verdadera libertad.

Vista panorámica de los prados de Escalarre, donde se celebró la primera edición del Doctor Music Festival.

Sin duda, el Doctor Music Festival fue un revulsivo para las Valls d’Àneu, un territorio dominado siglos atrás por brujas, pastores, esparteras y ermitas románicas envueltas en halos de misterio. Un lugar donde perderse para encontrarse. Un sitio reservado para sanar las almas de los más atormentados, que de repente se convirtió en una liturgia catártica. Un festival sin smartphones, sin selfis, sin stories de Instagram. Una celebración donde las fotos se hacían con cámara analógica, de las de carrete, muchas desechables, de esas que comprabas en cualquier tienda de fotografía (sí, existían) o, incluso, en algún colmado.

Pero el Doctor le pasó factura al Valle. Después de tres ediciones consecutivas, un parón en el 99, y la última edición en Escalarre del 2000, la magia se esfumó. Pese a los intentos de aplacar las voces críticas respecto a la sostenibilidad del evento, la cosa no pasó de ahí. Y es que los recursos de un valle en el que apenas viven 1.500 personas parecen que no son suficientes para eventos de esta magnitud. Sin embargo, antes de la pandemia, el verano de 2019, se volvió a montar el tinglado en la montaña. Una reedición que pasó sin pena ni gloria, pero que a muchos nos despertó cierta melancolía.

Asistentes al primer Doctor Music Festival. Al fondo, el escenario principal, estilo vaca ‘animalprint’.

Artistas

El primer Doctor Music dejó anécdotas para todos los gustos, desde aquel fanático gritando «¡me voy a hacer quinientas fotos con Iggy Pop!», a las exigencias de un Bowie endiosado (solicitó un coche para trasladarse desde su camerino al escenario, separados entre sí por apenas 100 metros), que confesó que aquel había sido el mejor concierto de su gira.

Lou Reed, en cambio, apareció en escena con esa languidez que le caracteriza, con ese estilo soberbio, que lo convierten en un maestro, sin necesidad de esbozar ni siquiera una sonrisa. Obviamente, Sweet Jane estuvo con él.

Lo de Iggy Pop fue de otra galaxia. El de Michigan se dejó la piel, vibró y enloqueció al respetable. No en vano, en la tercera canción ya se había lanzado sobre el público, zambullida que repetiría en varias ocasiones.

Patty Smith reapareció ese año tras un tiempo en estado latente. En su actuación participó también su hijo tocando la guitarra.

Pero, la auténtica reina de la edición fue, sin duda, la británica Neneh Cherry, que deleitó con su rock tribal, racial, negro como ella. Para la posteridad queda su interpretación de Woman.

También aparecieron por ahí unos Blur jovencísimos, herederos del britpop psicodélico de Stone Roses, pero con ese aire chulesco que trata de enamorar a las quinceañeras.

A ellos hay que sumarles a Sepultura, Suede, Moby… y un cartel que agrupó a 70 artistas y grupos inolvidables.

Bad Religion y el trol

La polémica la protagonizaron el vocalista de Bad Religion, Greg Graffin, y un joven castellonense de 16 años llamado Aarón Romera, el 14 de julio de 1996, último día del Doctor. A los californianos no se les ocurrió otra cosa que invitar a subir al escenario a uno de sus seguidores. Pero pincharon en hueso porque eligieron a un auténtico trol. Con solo pisar las tablas, Romera le agarró el micro a Graffin y le dijo «eres un vendido», a lo que el vocalista respondió, «un what?». Ni corto ni perezoso, el joven se dirigió de nuevo a él: «estás gordo, estás viejo… mira qué barriga, cabrón. Vendido. ¡Estás gordo! ¡Viejo!».

Hasta ese momento, el cantante seguía esbozando una media sonrisa mientras soportaba los improperios del joven, que lógicamente no comprendía. «No me joda, no comprendo», soltó el cantante de la banda punk. El ‘fan’ prosiguió gesticulando para que el de Bad Religion lo comprendiera. Le llegó a tocar la cabeza diciéndole «calvo, calvo, calvo…».

De fondo, al ver que se trataba de un impertinente, la banda comenzó a tocar unos acordes. Cuando Graffin se empezó a enterar de qué iba la cosa, dijo: «qué bonito, pequeño, pequeño…, prefiero ser gordo». Entonces pidió a la seguridad que sacasen del escenario a su «amigo pringoso», pero el tipo prosiguió con los insultos. En ese momento, la paciencia de Greg Graffin se colmó: cogió al chaval por la camiseta y lo sacó a empujones del escenario. El joven parece que entonces se amedrentó porque salió pitando por el backstage.

Desde entonces se sabe que las vacas de Escalarre ya no mugen, solo dicen ‘oooh yeeaaah!’.

Vacas festivaleras de Escalarre.

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