Hay historias que parecen concebidas para el cine incluso antes de que una cámara las registre. No porque respondan a una estructura clásica de ascenso, caída y redención, sino porque contienen un núcleo de extrañeza tan poderoso que obliga a mirarlas dos veces. Roofman: Un ladrón en el tejado parte de una de esas anécdotas que desafían el sentido común: la historia real de Jeffrey Manchester, un exmilitar estadounidense que, arruinado emocional y económicamente, robó más de sesenta restaurantes McDonald’s entrando por el tejado, escapó de prisión y sobrevivió durante seis meses escondido en un Toys “R” Us. La película se apoya en ese material insólito para construir algo más que un thriller criminal; propone, con ambición desigual, pero sincera, una reflexión sobre la masculinidad herida, el fracaso del sueño americano y la infantilización de una sociedad que promete abundancia mientras produce exclusión.

Desde sus primeros minutos, Roofman deja claro que no quiere limitarse a la recreación anecdótica. La puesta en escena introduce a Jeffrey Manchester (interpretado por un Channing Tatum sorprendentemente contenido) como un hombre en tránsito: divorciado, separado de sus hijos, sin recursos y con una identidad resquebrajada tras su paso por el ejército. El guion insiste en un rasgo clave del personaje: su capacidad de observación. No se trata solo de una habilidad práctica que le permitirá diseñar robos casi quirúrgicos, sino de una forma de estar en el mundo, atento a las grietas —literal y metafóricas— por las que se cuela la supervivencia.

El dispositivo narrativo central, el robo a través del techo, funciona como una poderosa metáfora visual. Manchester no entra por la puerta ni rompe escaparates: perfora el tejado, ese límite invisible que separa lo público de lo inaccesible. El McDonald’s, icono de la cultura de consumo global, aparece así vulnerado desde arriba, como si el sistema solo pudiera ser desestabilizado por quienes ya no tienen lugar dentro de él. La repetición de los asaltos —más de sesenta— no busca tanto generar tensión como insistir en el carácter ritual del delito: cada robo es un acto metódico, casi profesional, desprovisto de violencia explícita pero cargado de una amenaza latente.

Uno de los aciertos de la película es su negativa a convertir a Manchester en un villano caricaturesco. Aunque encierra a los empleados en la cámara frigorífica, la narración subraya que nunca los hiere físicamente. Esta decisión ética, discutible pero coherente con el personaje, introduce una ambigüedad moral que el film explota con inteligencia: ¿es Manchester un criminal despiadado o un hombre desesperado que ha encontrado una solución tan ingeniosa como ilegal a su miseria? La película no responde de forma tajante, y en esa indefinición reside parte de su interés.

Channing Tatum afronta uno de los papeles más complejos de su carrera. Alejado del carisma expansivo que suele caracterizarlo, construye a Jeffrey Manchester desde la contención y la fragilidad. Su físico imponente contrasta con la precariedad emocional del personaje, generando una tensión constante entre apariencia y vulnerabilidad. Tatum logra transmitir la obsesión silenciosa del ladrón, su inteligencia práctica y, sobre todo, una melancolía persistente que impregna incluso las escenas de mayor ingenio narrativo. No estamos ante un genio criminal glamurizado, sino ante un hombre que roba para comprar regalos a sus hijos, como si los objetos pudieran sustituir una presencia ausente.

El segundo gran bloque narrativo de Roofman comienza con la captura de Manchester y su posterior fuga de prisión. Aquí, la película podría haber optado por el espectáculo del escape, pero elige un tono más sobrio, casi anticlimático. La huida no es una victoria heroica, sino un nuevo aplazamiento del derrumbe. Manchester no sabe adónde ir, solo sabe que necesita desaparecer. La elección de un Toys “R” Us como escondite durante seis meses es, sin duda, el elemento más surrealista del relato, y también el más cargado de significados simbólicos.

Vivir oculto en una tienda de juguetes introduce una dimensión casi kafkiana al film. El espacio, diseñado para el consumo infantil y la promesa de felicidad inmediata, se convierte en un refugio clandestino para un adulto que ha fracasado en su rol de padre y proveedor. La película aprovecha este contraste con notable sensibilidad visual: pasillos llenos de colores chillones, muñecos gigantes y juegos electrónicos sirven de telón de fondo para la soledad extrema del protagonista. Manchester observa a las familias durante el día y emerge por la noche, como un fantasma del capitalismo tardío, alimentándose de sobras y de una nostalgia que no sabe cómo articular.

En estas secuencias, Roofman roza el cine de autor con más claridad. El ritmo se ralentiza, la cámara se vuelve contemplativa y el silencio adquiere un peso dramático inusual en un film basado en robos y persecuciones. Es aquí donde la película se permite pensar a su personaje más allá de la anécdota criminal. Manchester, rodeado de juguetes, parece confrontar su propia infantilización: un hombre adulto que no ha logrado encajar en las exigencias sociales y que se refugia, literalmente, en el imaginario de la infancia.

Sin embargo, no todo en Roofman funciona con la misma precisión. En su afán por abarcar múltiples temas —la paternidad fallida, la crítica al consumo, el trauma militar, la astucia criminal— el guion a veces se dispersa. Algunos personajes secundarios, en especial los vinculados al ámbito policial, quedan esbozados de forma funcional, sin la profundidad que habría enriquecido el conflicto. La película parece más interesada en comprender a Manchester que en explorar las consecuencias sociales de sus actos, lo cual puede resultar problemático para ciertos espectadores.

También hay momentos en los que el tono oscila de manera brusca entre el drama introspectivo y un humor casi absurdo, especialmente en las escenas ambientadas en el Toys “R” Us. Si bien esta ambivalencia puede interpretarse como un reflejo del carácter insólito de la historia real, no siempre está resuelta con equilibrio. Algunas secuencias rozan lo pintoresco, debilitando momentáneamente la gravedad emocional que el film ha construido con cuidado.

Aun así, Roofman: Un ladrón en el tejado se sostiene gracias a una pregunta central que atraviesa todo el metraje: ¿qué ocurre cuando el sistema falla y deja a alguien sin opciones legítimas? La película no justifica los crímenes de Manchester, pero sí los contextualiza en un entorno que parece incapaz de ofrecer segundas oportunidades reales. El exmilitar, formado para obedecer y proteger, se convierte en un parásito del mismo sistema que prometía estabilidad y reconocimiento. Su historia, por más extravagante que parezca, resuena con una inquietud contemporánea: la fragilidad de las identidades construidas sobre el trabajo, la familia y el consumo.

En última instancia, Roofman es menos una película sobre robos espectaculares que sobre la invisibilidad. Manchester entra por los tejados, se esconde en falsos techos y duerme entre estanterías de juguetes porque ya no tiene un lugar visible en la sociedad. Su observación constante del entorno no es solo una herramienta delictiva, sino una forma de leer un mundo que lo ha dejado atrás. La película invita al espectador a mirar con la misma atención: a observar los espacios cotidianos —un restaurante de comida rápida, una tienda de juguetes— como escenarios de tensiones sociales profundas.

Puede que la realidad, como afirma el eslogan implícito del film, supere a la ficción. Pero Roofman: Un ladrón en el tejado demuestra que la tarea del cine no es solo reproducir lo increíble, sino interpretarlo. Con sus aciertos y desequilibrios, la película logra transformar una noticia asombrosa en un retrato melancólico de un hombre que eligió el techo porque el suelo ya no le ofrecía sostén. Una obra imperfecta, sí, pero también inquietante y profundamente humana, que confirma que, a veces, las historias más absurdas son las que mejor revelan las grietas de nuestra realidad.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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