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Ilustra Evelio Gómez.

Ya me había dicho demasiado sobre sí mismo. Al abrir la pesada puerta de salida del bar, me sorprendió la llegada del día con su luz gris perla pulverizando una humedad nacarada por el aire inmóvil. El no estaba sorprendido… decía que no era la primera vez que dejaba a la noche dilatarse como metal fundido resbalando hasta el amanecer. Era un nuevo día. Y algunas gaviotas volando en círculos chillaban con precaución en el silencio de un cielo blanco y turbio.
Nos sorprendió el amanecer. La calle estaba vacía y un  rectángulo largo y estrecho como un ojo rasgado de cielo lechoso y luminoso  se recortaba entre los edificios apostados como filas de policías a ambos lados de la calle. La sobrevolaban en lo alto los círculos de algunas gaviotas de grandes alas puntiagudas que emitían sus chillidos madrugadores. En cualquier caso, al final no había llovido y ahora la noche había tocado su final, después de discurrir como un río por su cauce entre rocas de montañas, resbalando por los minutos y las horas porque un hombre hablaba y hablaba y hablaba como una corriente fluyendo sin pausa. Nombres de mujeres. Nombraba mujeres. A su inalcanzable  enamorada, a su novia del instituto a quien había guardado una total fidelidad, a una mujer mala sobre la que había ejercido una extraña venganza antes de decirle adiós. Sobre el fondo del cielo blanco de la calle en pendiente los últimos pisos de los edificios componían su mosaico cúbico, geométrico,  y de un gris con matices. Hacia abajo, en dirección al mar, una transversal cortaba la vista, y para mirar al cielo no bastaba simplemente con elevar la frente, los párpados ligeramente levantados. Allí abajo se podía ver el cielo con dificultad, alzando la cabeza hasta que el cuello caía sobre la nuca.

-Yo cogeré un taxi –era él quien hablaba-.

-Yo siempre voy a casa caminando. ¿Y también puedes coger el autobús, no?

Unos minutos antes, el hombre descansaba su codo izquierdo en la barra del bar, su mano como esculpida en hierro apoyándose cansada en la barbilla entre calada y calada de un cigarrillo cuyo papel transparentaba el tabaco marrón oxidado.

-Ella me había llamado. Había viajado desde el sur, su lugar de residencia –dijo-.
Enfrente a la barra, las mesas de madera se apoyaban contra una pared desnuda de piedra granítica. Eran muy estrechas y la gente se sentaba en ellas frente a frente. Olía a whisky y a cerveza y a cuerpos humanos con olor a gel de baño gastado. Las mesas eran de mármol blanco y pies de viejas máquinas de coser, ocupaban una zona de penumbra pues  las lámparas halógenas con pantalla de plato colgada de una cadena metálica iluminaban tan solo la barra en toda su longitud, con tal perfección que hasta podía leerse desde cierta distancia el título de un libro de filosofía de Bertrand Russell, y hasta podía verse el brillo húmedo de un grifo de cerveza cuya forma recordaba la cabeza de una serpiente pitón. Podían considerarse los círculos secos que dejaban los vasos, los rallazos del cristal y los bordes de los posavasos de cartón un poco ondulados por las sucesivas veces que habían estado mojados. Y en el vaso del hombre, por debajo de una línea fina de espuma de cerveza, se distinguían brillantes los rayos de una chispa de luz concentrada. Y girando la cabeza hacia la zona de la derecha podía verse la franja de las mesas a media luz, zona oscura como sentimientos impenetrables.

-Concertamos una cita porque quise ser amable con ella –aseguró mientras peinaba con sus dedos un mechón de pelo con canas incipientes que había caído sobre sus grandes gafas de pasta negra. Tenía los ojos oscuros, las manos grandes, el cuerpo recio, la mirada ambigua y  las patillas recortadas como un rectángulo, con el pelo de un color jaspeado de arena y ceniza muy corto por encima de las orejas. Tenía un aire de intelectual de los sesenta, el aspecto de alguien que se enzarza en los cafés en debates interminables sobre temas aventurados. Y estaba allí, a altas horas de la noche, reflejando su perfil en el espejo colgado de la pared que discurría paralelamente a la barra.

Nuestros amigos comunes estaban sentados en la única mesa que ocupaba el rincón más oscuro. La luz de una vela tejía en sus rostros encajes de sombras fantasmas. Charlaban y gesticulaban, reían y de vez en cuando la voz grave de uno de ellos se elevaba por encima del resto. Las risas complacientes indicaban una conversación caótica pero animada por el número de botellas vacías que se amontonaban sobre el mármol azucarado y frío de la superficie de la mesa. El alcohol desataba la pendiente de su sociabilidad hacia valores estadísticos de lo más relevantes –me dije recogiendo la voz de las noticias del telediario-. Se miraban unos a otros con interés, se sonreían, dejaban que sus ropas se rozasen  e intercambiaban frases en las que se adivinaban pequeñas discusiones, interrumpidas brevemente por tonos de voz  bastante reconfortantes. Las palabras propias y las de los otros, el intercambio.

Yo digo y tú me dices. Hablamos y eso crea desplazamientos, encuentros, desencuentros, citas, enredos. Moderación, las palabras pueden herir. Comprende su impacto y toma precauciones.

-Creo que no debiste de haberlo hecho. Podías no haberte citado con ella y con eso le estarías indicando bastante,  o al menos lo suficiente- aseguré-.

-Pero ella insistía. No me dejaba en paz, se pasó toda la noche  insistiendo. Y me había hecho mucho daño en el par de años que había durado nuestra relación. Todo estaba mal. Todo hería. Todo hacía daño, siempre daño -el tono de su voz subrayaba cada uno de los acentos de cada una de las palabras con la precisión de un rayo-.

Una pareja de enamorados se había instalado en la mesa cercana a la de nuestros amigos. Habían desplazado las sillas del lugar que ocupaban para que sus cuerpos pudieran estar juntos, rozándose.

Yo me encontraba de pie, al lado del taburete de piel sintética que ocupaba el hombre, el amigo que me explicaba su acto de venganza. Creí no entender lo que me contaba. No parecía posible vengarse de una manera tan extraña. La cuchillada del desquite mezclaba un doble filo de odio y placer.

En la pared, por encima de las mesas, cuadros de variados tamaños formaban una composición desordenada. Uno de los más grandes colgaba de un cordón y estaba torcido en dirección a la ventana que ocupaba el espacio colindante a la puerta de entrada. Tres hileras de cuadros colocadas en la pared, entre la fachada  y la pared que delimitaba el espacio del cuarto de baño. Tres grandes fotografías en blanco y negro que mostraban campesinas de otra época vendiendo quesos  en cestas de mimbre en un mercado a cielo abierto. Y una vitrina de cristal llena de libros al lado de una camiseta roja con una frase expresando en negro una reclamación política.

-Ella insistía, insistía e insistía. Me decía que yo le gustaba. Y yo quise verla solo porque ella había venido de lejos y yo quería ser amable. Me agobiaba con su insistencia –decía, mientras sus ojos negros clavaban la mirada en los míos, mientras apoyaba su mano en mi hombro al hablar,  haciéndome oscilar adelante y atrás-

Y estaba de pie a su lado y de vez en cuando podía observar, mientras él hablaba, a la pareja enamorada abrazándose, sus cuerpos sentados en las sillas muy juntas, pegadas. Y las sensaciones entremezcladas del amor y del odio impregnaban hasta el interior de mis huesos. Llegaban de afuera, desde la atmósfera creada por las palabras, desde las imágenes que alcanzaban mi vista, y movimientos indefinidos se agitaban en alguna parte ilocalizable de las venas y luego viajaban expandiéndose por todo el torrente sanguíneo. El encuentro del amor y el odio, como corrientes de agua marina que al entrechocar forman una doble ola que se hace única. Los dos eran jóvenes pero ya no tanto. El se levantó y se acercó hacia nosotros para pedirle al camarero otra ginebra mientras ella lo seguía con la mirada, desplazando sus ojos para seguir sus pasos. Él ya no me daba la espalda y pude ver las comisuras de sus labios curvados hacia arriba en una sonrisa delgada, capté sus ojos brillantes como chispas pensando en ella, y no percibí nada que indicase que estaba cohibido porque probablemente no se percataba de que la gente a su alrededor había estado inmiscuyéndose con la mirada mientras se besaban.

-Es muy triste. No puedo entender que alguien se vengue de ese modo. Vuelvo ahora –le dije a mi amigo-.

Una mujer se pintaba los labios ante el espejo  cuando entré en el baño. Su amiga le decía: “Aunque no te los pintes estás guapa igual”. La que se pintaba le respondía que era para protegerlos pues los sentía resecos. ¡Cuántas coquetas no habrían dicho lo mismo a lo largo del siglo!. Un siglo desde que las modernas comenzaron a pintarse los labios, el siglo de la floreciente industria de los cosméticos.

Salí del baño. Los amigos seguían charlando en su mesa. El hombre que hablaba y hablaba de sus amores seguía en la barra del bar, esperando en silencio a que yo volviese. Y yo regresé del baño y le pedí otra copa a un camarero con una camisa de algodón con las arrugas intencionadamente marcadas. El enamorado ocupaba de nuevo su sitio al lado de su enamorada. El hombre retomó el hilo de su conversación y yo me perdí en recuerdos precisos de mi adolescencia, cuando había estado sentada en la arena de una playa al lado de un chico, hablándole en voz baja de las Canciones de amor indias y de La revolución permanente que había leído aquella misma tarde. De repente, casi al unísono, nos habíamos abalanzado la una sobre el otro y recuerdo que empecé a acariciarle y a pasar mi mano por su cuerpo, debajo de la camisa. Después nos habíamos quedado sobre la arena, respirando jadeantes, con las olas de la rompiente llegando como un susurro revolucionario hasta casi nuestros pies.

Aún recordaba mis manos por debajo de su camisa, moviéndose por sus costillas, la curva de su vientre caliente. Lo recordaba mientras ocupaba mi lugar al lado del  hombre que me hablaba y me hablaba y que ya había retomado su conversación ilimitada tras mi vuelta. Sus palabras se transformaban en el murmullo inconexo de un molesto vecino. Pude ver el dorso de las dos manos cubiertas de anillos de la mujer enamorada, acariciaba con los dedos  abiertos  la cabeza del hombre enamorado. Sus rostros se dirigían a lados opuestos porque sus cuerpos estaban pegados en un abrazo, con sus cabezas que se mantenían paralelas, la barbilla apoyada en el hombro del otro. Sus orejas se tocaban. El enamorado miraba hacia la pared y me daba la espalda, el rostro de ella tenía los ojos cerrados hacia la dirección en la que yo me encontraba. Ella tenía cerrada la fina línea de sus pestañas bajo los párpados pintados y mientras sus manos abiertas acariciaban las curvas de la cabeza del hombre de pelo corto. Sus labios sonreían como si en su interior revolotease tranquila una gran ternura.

-Mis padres se querían, me lo decían mis amigos. “Tus padres se quieren”, me decían –era el hombre sentado a mi lado en el taburete quien me hablaba-.

-Mis padres empezaron a quererse un poco cuando ya eran viejos –respondí.

Nos sorprendió el amanecer. La noche había avanzado de un modo tan imperceptible que la llegada de la madrugada  parecía haber vampirizado todas las horas transcurridas desde el despertar de unos negros nubarrones que amenazaban lluvia cuando era medianoche. Y las fuerzas del amor vienen y van como las olas… ahora tranquilas, mañana amenazando gruesas tempestades. Entonces el odio vigila acechante la armoniosa esfera y se abre paso con sus fuerzas oscuras  que se agolpan con el aspecto de la cruel venganza sobre el amor. Sentimientos duros como acero afilado. Entonces era cierto. A veces alguien podía hacerle el amor a su pareja para hacerle daño, todo el daño posible que cabe en un acto físico de cruel venganza. El hombre que me hablaba demasiado le había hecho el amor a ella odiándola –porque, al parecer, ella había venido desde el sur a buscarlo y no lo dejaba en paz- Un acto de desagravio porque ella así lo había querido, después la había dejado y nunca más quiso volver a verla. Para mí era un nuevo día, calle abajo, lejos del hombre y sus sentimientos, y en dirección al mar, hacia casa. Si hubiera sido una de esas naturalezas femeninas carentes de deseos propios… pero yo tenía interés en mi propio destino. Y él cumplía algún requisito pero la suma de lo que daba no era bastante como para recompensarle con amor. Se consideraba a sí mismo un centro fijo, estimándose como la imprescindible atmósfera que envuelve y da vida a los cuerpos más sólidos.

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