En el corazón de un bosque olvidado, donde los árboles se alzaban como guardianes de secretos antiguos, vivía una puerca llamada Morga. No era una cerda común. Su piel, negra como el carbón, brillaba bajo la luz de la luna con un resplandor que parecía absorber la oscuridad misma. Los aldeanos de las tierras bajas, a kilómetros de distancia, contaban historias sobre ella, susurradas en tabernas al calor de la lumbre. Decían que Morga no era una bestia, sino un espíritu, una guardiana del bosque que castigaba a los codiciosos y protegía a los perdidos. Pero nadie sabía la verdad, porque nadie se atrevía a adentrarse en su dominio.

Morga, sin embargo, no se consideraba guardiana de nada. Vivía sola, en una cueva oculta tras una cascada, donde el musgo cubría las paredes como un tapiz vivo. Su vida era sencilla: hozaba la tierra en busca de raíces, bebía del arroyo cristalino y observaba el paso de las estaciones. Pero había algo en ella que no encajaba con su apariencia. Sus ojos, de un ámbar profundo, parecían contener un conocimiento que trascendía el tiempo. Morga soñaba. Y en sus sueños, veía rostros humanos, fragmentos de vidas que no eran suyas, y un fuego que ardía en el horizonte.

Una noche de tormenta, cuando el cielo se desgarraba con relámpagos, un hombre llegó al bosque. Su nombre era Elías, un cazador de recompensas con cicatrices que narraban más historias que su propia lengua. Había oído los rumores sobre Morga, pero no creía en espíritus ni guardianes. Lo que lo atraía era la recompensa: un noble de la ciudad ofrecía una fortuna por la cabeza de la «bestia negra» que, según él, había destruido sus caravanas de comercio. Elías no era hombre de escrúpulos. Había matado lobos, osos y hombres por menos. Una puerca, por mística que fuera, no sería diferente.

Elías avanzó por el bosque con la cautela de un depredador. Sus botas se hundían en el lodo, y el viento le azotaba el rostro, pero sus manos sostenían firmemente una ballesta cargada con una flecha de punta envenenada. No creía en cuentos, pero sí en el peso del oro. Durante horas, rastreó huellas, marcas en los árboles, cualquier señal de la criatura. El bosque parecía vivo, conspirando contra él. Las ramas crujían sin motivo, y los pájaros callaban a su paso. Pero Elías no se detenía. Había enfrentado peores tormentas, tanto en la naturaleza como en su alma.

Al amanecer, tras una noche sin descanso, encontró la cascada. El rugido del agua ocultaba cualquier otro sonido, pero sus ojos captaron un movimiento: una sombra enorme, deslizándose entre los helechos. Era Morga. Elías se agazapó, su corazón latiendo con la emoción de la caza. La puerca estaba de espaldas, bebiendo del arroyo, ajena a su presencia. Apuntó con la ballesta, ajustando la mira. Pero entonces, Morga giró la cabeza y lo miró directamente.

No era la mirada de un animal. Era una mirada que perforaba, que desentrañaba. Elías sintió un escalofrío, como si el bosque entero lo observara a través de esos ojos ámbar. La ballesta tembló en sus manos. Morga no se movió, no gruñó, no mostró amenaza. Solo lo miraba, y en esa mirada, Elías vio algo que no esperaba: tristeza.

Bajó el arma, aunque no supo por qué. Morga dio un paso hacia él, y el cazador retrocedió instintivamente. Pero la puerca no atacó. En cambio, se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la cueva detrás de la cascada. Elías, contra todo sentido, la siguió. Había algo en ella, algo que lo atraía más allá de la lógica o el miedo.

Dentro de la cueva, el aire era fresco y olía a tierra húmeda. Las paredes brillaban con vetas de cuarzo que reflejaban la luz de una antorcha que Elías no recordaba encender. Morga se detuvo frente a una roca plana, donde había grabados extraños, símbolos que parecían danzar en la penumbra. Elías no era un hombre culto, pero reconoció que aquellos no eran simples garabatos. Eran un lenguaje, antiguo y olvidado.

Morga gruñó suavemente, un sonido que resonó en el pecho de Elías como un eco. Entonces, algo imposible ocurrió: la puerca habló. Su voz era grave, resonante, como si el bosque mismo hablara a través de ella. «Has venido a matarme», dijo. No era una pregunta.

Elías, mudo por primera vez en años, solo pudo asentir. Morga inclinó la cabeza, como si evaluara su alma. «No eres el primero», continuó. «Y no serás el último. Pero antes de que levantes tu arma, quiero que sepas por qué estoy aquí.»

Elías no quería escuchar. Quería disparar, cumplir su misión y marcharse con el oro. Pero sus manos no obedecían, y su corazón, endurecido por años de sangre, latía con una curiosidad que no podía ignorar. Morga comenzó a contar su historia.

Hace siglos, el bosque no era un lugar de miedo, sino un santuario. Los humanos y las criaturas vivían en equilibrio, guiados por un pacto antiguo. Morga no era una puerca entonces, sino una mujer, una sacerdotisa llamada Alira, guardiana de los secretos del bosque. Su pueblo veneraba a los espíritus de la tierra, y ella era su voz. Pero la codicia llegó, como siempre lo hace. Un rey quiso talar el bosque para construir un imperio, y cuando los aldeanos se resistieron, los masacró. Alira, en su desesperación, invocó un ritual prohibido, ofreciendo su humanidad a cambio de proteger el bosque. Los espíritus aceptaron, pero el precio fue alto: se convirtió en Morga, una criatura condenada a vagar eternamente, ni humana ni animal, atada al bosque que juró defender.

«Los hombres como tú», dijo Morga, «vienen por oro, por gloria, por miedo. Pero el bosque no olvida. Y yo tampoco.»

Elías sintió el peso de sus palabras como una losa. Nunca había creído en lo sobrenatural, pero la verdad estaba frente a él, en esos ojos que parecían contener siglos de dolor. «¿Por qué no me matas, entonces?», preguntó su voz ronca.

Morga lo miró de nuevo, y esta vez, había algo más en su mirada: compasión. «Porque no eres solo un cazador. Hay algo en ti que aún puede cambiar.»

Elías quiso reír, burlarse de la idea. Él no cambiaba. Era un hombre de sangre, de contratos, de supervivencia. Pero las palabras de Morga se clavaron en él, desenterrando recuerdos que había enterrado: una infancia rota, una hermana perdida, un hombre que alguna vez quiso ser más que un asesino. Se sintió expuesto, desnudo ante esa criatura que no debería existir.

«¿Qué quieres de mí?», preguntó, casi en un susurro.

«Que elijas», respondió Morga. «Mátame y lleva mi cabeza al noble. El bosque morirá, y con él, el último resto de lo que fui. O déjame vivir, y enfrenta lo que eres.»

Elías apretó la ballesta. Era una decisión simple: un disparo, una recompensa, una vida sin preguntas. Pero sus manos temblaban. Por primera vez, no era el cazador, sino la presa, atrapado en un dilema que no entendía del todo. Miró a Morga, luego a los grabados en la roca, y finalmente al bosque más allá de la cueva. El rugido de la cascada parecía llamarlo, susurrarle que aún había tiempo.

Bajó la ballesta y dejó caer la flecha al suelo. «No puedo», dijo, más para sí mismo que para ella.

Morga no respondió. Solo inclinó la cabeza, como si aceptara su decisión. Luego, sin otra palabra, se adentró en la oscuridad de la cueva, desvaneciéndose como una sombra. Elías salió al exterior, donde el amanecer pintaba el cielo de rojo. El bosque ya no parecía hostil, sino vivo, respirando a su alrededor. Por primera vez en años, sintió algo que no era ira ni codicia. No sabía qué era, pero lo dejó crecer.

Días después, Elías regresó a la ciudad, pero no con la cabeza de Morga. En cambio, llevó un mensaje: el bosque no debía ser tocado. El noble, furioso, lo llamó traidor y lo desterró. Pero Elías no se quedó. Volvió al bosque, no como cazador, sino como alguien que buscaba respuestas. Morga nunca se le apareció de nuevo, pero a veces, en las noches de tormenta, sentía esos ojos ámbar observándolo desde la oscuridad.

Y el bosque, como Morga, siguió viviendo, guardando sus secretos, esperando a quienes se atrevieran a escuchar.

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Ingrid Asensio

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