Cuando el periodista Jay Allen preguntó a Franco si estaba dispuesto a fusilar a la mitad de los españoles para salvar a España, el general -que afrontaba sus primeros días de guerra- se limitó a subrayar con una sonrisa su voluntad de conseguirlo “cueste lo que cueste”. Esa maliciosa sinceridad del carnicero resultaría incomprensible sin esa tranquilidad espiritual que generaba la creencia en la antiEspaña, ese ente maléfico sin otra misión que cuestionar las supuestas esencias de la patria. El Caudillo, por la gracia de algún mal dios, logró con su crueldad perfilar los contornos más acabados del concepto. Cuarenta años de nacionalcatolicismo se encargarían después de consolidar buena parte del imaginario español sobre la base de aquella exclusión selectiva de las gentes que habitaron las tierras españolas: rojos, separatistas, gitanos, judeomasónicos, liberales, afrancesados, moriscos, sefardíes, musulmanes…

Es así como este país no ha construido su memoria sobre clamores colectivos, sino a partir de mayorías silenciadas o, en el mejor de los casos, silenciosas. Y así parece que sus defensores se empeñan en seguir actuando hoy a la vista de las reacciones frente a la llamada cuestión catalana y el referéndum secesionista. Un órdago político para esta eterna España desvertebrada, al que la caverna le gustaría responder con una nueva mayoría silenciada (constitucionalmente, por supuesto), un toque a rebato que, en cualquier caso y al menos por el momento, Mariano Rajoy parece poco dispuesto a escuchar. Frente a esa postura, el presidente parece más inclinado en confiar en su loada y resignada mayoría silenciosa, la que lleva años aplicándose en ejercitar el difícil arte de comulgar con ruedas de molino, la misma que, como el peatón obediente de Javier Cercas, sabe que su deber es detenerse sin cuestionar las órdenes ante la rojiza y luminosa advertencia de los semáforos.

Por su parte, la burguesía catalana comenzó a desinteresarse por España desde que una lejana guerra en ultramar les dejó sin los mercados antillanos y filipinos para sus tejidos. Luego Jordi Pujol aprendería a lidiar las sombras del caso Banca Catalana enfundándose la barretina reivindicativa, una habilidad heredada hoy por Artur Mas en su complicado funambulismo para sortear el desgaste de la crisis. La torpeza españolista se lo pondría fácil con su mirar con desprecio una realidad cultural diferente, que no pretende comprender y no siempre está dispuesta a tolerar desde que en 1640, en 1714 o en 1939, Barcelona se convirtiera en “la más europea de nuestras villas pasada a cuchillo”, como evocara Luis Martín-Santos en su relato de aquel otro Tiempo de silencio. Como mucho, estuvo dispuesta a admitir un modelo autonómico concebido como un café para todos que el tiempo confirmó como un relaxing cup of café con leche aguado y descafeinado para las aspiraciones de no pocos vascos y catalanes.

Sin antiEspaña que la justifique

Con todo, el gran terremoto que se esconde dentro de las movilizaciones independentistas no afecta a los equilibrios tectónicos territoriales. Al fin y al cabo, pocas cosas resultan tan mundanas y mudables en este mundo como las fronteras. En realidad, su verdadero desafío está en plantearnos la posibilidad de construir colectivamente un paisaje diferente. Y, sin embargo, paradójicamente, ese es al mismo tiempo el único reto capaz de salvar a España: inventar otra nueva, pero, eso sí, sin antiEspaña que la justifiquen. Afrontar por primera vez la construcción de una identidad propia basada en la pluralidad de las viejas Españas, integradora social y culturalmente, sin fosas en las cunetas ni otros fantasmas acechantes en los rincones de la memoria.

Sin esas nuevas Españas este país terminará tarde o temprano por perder el interés hasta de los españoles, más allá de la pasión pasajera de algún partido de fútbol. Por desgracia, en este mundo en retirada que nos ha dejado en herencia LehmanBrothers, tomar las riendas de nuestras vidas colectivas no resulta tarea fácil. Ellos nos prefieren sumisos, callados, temerosos de que algún desliz o una mala palabra obligue a la autoridad competente a transformar en silenciada nuestra atávica vocación de mayoría silenciosa. Siempre obedientes y parados ante ese semáforo perpetuamente en rojo que nos han instalado en el camino de nuestro propio mañana.

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