El lunes 21 de diciembre de 2015 un hombre se levantará por la mañana sabiendo que va a ser el próximo presidente del gobierno. Sería muy aventurado vaticinar quién tomará su primer café del día con la mirada puesta en la Moncloay quiénes enterrarán sus objetivos hasta una mejor ocasión, pero es seguro que cuando pasen las fiestas navideñas alguien será investido como triunfador de las elecciones o de los pactos posteriores que se hilvanen en el cuarto oscuro que cada partido político tiene reservado.

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En Berlín, a la misma hora del mismo día, una mujer sacará de un cajón de su despacho la carpeta con la etiqueta Spanieny marcará con líneas gruesas los asuntos que habrá de poner sobre la mesa del nuevo presidente, independientemente de quién esté en ese instante celebrando su victoria al olor de las tostadas. Esta mujer, nacida Hamburgo en 1954 y canciller de Alemania desde 2005, ya habrá hablado muy temprano con Christine Lagarde, nacida en París en 1956 y desde 2011 directora del International Monetary Fund (FMI). Y también con su ministro de Finanzas, Wolfgang Schäuble, y con el italiano Mario Draghi, presidente del Banco Central Europeo (BCE).

Estos cuatro jinetes capitaneados por Angela Merkel se recordarán mutuamente los asuntillos pendientes de resolver en Spanien, como una nueva reforma laboral que simplifique aún más los despidos y abarate la propia vida del trabajador, un nuevo ajuste fiscal que exprima a la casi inexistente clase media, una nueva batería de recortes que convierta la sanidad pública en un recuerdo del pasado y la educación en un sueño imposible de alcanzar y una nueva subida de impuestos directos e indirectos que deje el nivel de renta líquida con la más ridícula de las apariencias.

La lista contenida en la carpeta Spanien no será una relación de ruegos o peticiones dirigida al nuevo presidente del gobierno español, sino una sucesión de exigencias de obligado cumplimiento en la que poco o nada importará la ideología de quien desempeñe esta tarea durante los próximos cuatro años.

Los cuatro abanderados de la austeridad pública y del pertinaz liberalismo sabrán, ellos sí, lo que más conviene a un país que en ningún caso representan. Y el nuevo presidente del gobierno inclinará la cabeza, caminará despacio por el pasillo y antes de que termine el día se pondrá a estudiar los deberes encomendados, como si el país que le ha elegido debiera algo a esta Europa de mercaderes y chiflados que todavía nos gobierna.

De Gante a Bonaparte

Hace quinientos años, un jovenzuelo borgoñón llegaba a tierras de Castilla dispuesto a perpetrar un golpe dinástico que le proporcionara el reino de las Españas y le allanara el camino hacia el sacro y anhelado imperio. Muerto su padre, Felipe de Habsburgo, y encarcelada su madre, Juana de Castilla, Carlos de Gante pagó un elevado precio a príncipes, archiduques, arzobispos y banqueros y en poco tiempo se convirtió en el primer emperador con poder sobre los cinco continentes. Nunca antes un dinasta había obtenido semejante dominio. Y nunca nadie lo obtendría después.

Si la península era entonces un pintoresco territorio que aún no se había adaptado a la conquista católica y al descubrimiento de nuevos mundos, el continente no le iba a la zaga en cuanto al caos y al despiste, pues no era todavía sino un surtido de pequeños territorios y mandatos en los que el cáliz y la espada se alzaban con frecuencia en defensa de dinastías y fronteras. Así era desde los últimos siglos del imperio romano. Y así seguiría durante trescientos años más.

Rendido ante la cabezonería ibérica, y convencido de que los reinos castellanos y aragoneses eran una tierra inhóspita que jamás entendería, el joven Carlos se propuso ensamblar las alejadas y alocadas piezas de su imperio con la ayuda del pontífice León X, que preparaba su batalla frente a quien había osado dudar de sus infalibles atribuciones: Martín Lutero.

Carlos de Gante se enfrentó a Francisco I y Enrique II de Francia, a Enrique VIII de Inglaterra, al papa Clemente VII, a los protestantes de la liga de Smalkalda, al sultán Solimán el Magnífico y a todo aquel que se opusiera a su idea de una Europa unificada bajo una misma religión y una misma dinastía. Y así fue hasta que en la dieta de Augsburgo de 1555 luteranos y católicos llegaron a un acuerdo: cuius regio, eius religio. Es decir, que la religión de cada rey sería también la de su reino.

Pocos políticos han insistido con tanto tesón y durante tanto tiempo en un proyecto tan imposible como adverso, de modo que Europa continuó siendo un cobertizo de guerreros, prestamistas y prelados y el viejo borgoñón murió en 1558 en un monasterio aquejado de abandono, naufragio y mal humor. Suele ser citado en la historiografía como el César Carlos, el ensalzado Carlos I de España y V de Alemania, pero su cesarismoestuvo basado en medio siglo de permanentes ruinas y fracasos que anunciaban un lúgubre destino.

Acabada la aventura imperial, la monarquía hispánica de altar y trono se afianzó en su línea contrarreformista y apenas volvió a acordarse de Europa, salvo para batallas de heroica recreación y bravuconadas flamencas de efímera expectación. Felipe II tuvo sus días de gloria en San Quintín y Lepanto, pero en 1588 sus barcos de la Armada Invencible volvieron derrotados del canal de la Mancha y el rey se retiró también a un monasterio, el del Escorial, a rumiar su desengaño en soledad.

No les fue mejor a sus sucesores, los Austrias Menores —así llamados por deferencia ante la supuesta grandeza de los Mayores—, pues entre todos fueron perdiendo los territorios conquistados por sus antecesores y llevaron el reino a la quiebra y bancarrota, una proeza digna de nuestros tiempos que los validos del siglo XVII ejecutaban con aritmética exactitud.

De modo que Europa, ese sitio tan extraño del que los soldados casi siempre regresaban vencidos, comenzó a considerar que el Atlas rifeño se erguía en los Pirineos y que al sur de esta cordillera solo existía una meseta que podía utilizar en su beneficio cuando lo considerara necesario.

Y así fue a principios del siglo XVIII, cuando los Habsburgo y los Borbón se enfrentaron por el poder continental y convirtieron su disputa en una nueva guerra civil española, pues también lo había sido la iniciada en Covadonga en el siglo VIII y terminada en las afueras de Granada en 1492.

Que tres siglos después aún se invoquen los infaustos decretos firmados por Felipe es solo una muestra de que en nuestro país todas las heridas han quedado siempre mal cerradas. Y de que Europa, una vez que colocó a Carlos de Habsburgo en el Sacro Imperio y a Felipe de Anjou en el trono español, le importaban muy poco las consecuencias peninsulares de sus disputas. Una tradición que se mantiene hasta hoy.

Y que vivan las cadenas

Napoleón Bonaparte lo ignoraba todo sobre España cuando se le ocurrió usar el teatro de operaciones peninsular como escenario de distracción y envió al más torpe de sus hermanos y a los más toscos de sus batallones a luchar durante el tórrido verano carpetovetónico y manchego. No contaba con que tendría que enfrentarse a pertinaces lugareños de cuchillo al cinto y morcilla en el zurrón. Y tampoco con que la heroicidad durmiente de los españoles expulsaría a los refinados franceses herederos de la revolución. Quién sabe lo que hubiera sido de nosotros si los mejores generales del obstinado corso hubieran cruzado los Pirineos.

En su error estuvo nuestra condena, ya que con el exilio o muerte de los afrancesados el rey Fernando VII fue recibido con vivas y hurras en las calles de la capital. ¡Vivan las cadenas!, gritaban nuestros antepasados cuando despidieron a aquellas primeras brigadas internacionales llegadas desde Inglaterra no para defender la soberanía ibérica, sino para impedir que la ocupación bonapartista afectara al balance de sus intereses. La meseta solariega solo había sido un patio trasero para el duelo entre dos potencias enfrentadas, ante las que la España campesina solo podía reaccionar con la Iglesia delante y la Inquisición detrás.

No mucho más ha dado Europa al viejo reino de las Españas, si se exceptúa el trato mercantil que concedió al gobierno español durante la Gran Guerra, con el que autorizó su neutralidad para que suministrara material de campaña a los dos bandos y con el que demostró que la firma de la paz puede ser también el primer paso hacia la quiebra. Como tantas veces en la historia, el acuerdo entre terceros perjudica al más débil, de modo que no hubo más que reclamar cuando el alto el fuego se logró y las empresas españolas redujeron drásticamente sus exportaciones.

Y una vez entusiasmados y embravecidos los generales africanistas que originaron la guerra civil, nada se podía esperar de una Europa acobardada y temerosa que en 1938 ofrecía en Múnich su gaznate y reconocía el mandato del caudillo por la gracia de Dios. Cincuenta años después las fronteras quedaron abiertas mediante la rara grosse Koalition urdida entre socialdemócratas españoles y democristianos alemanes para que en 1986 las Españas ingresaran en el club de las Germanias, si bien aquellas por la puerta de servicio para que estas se sintieran complacidas y atendidas. Que se lo hubieran dicho a Carlos de Gante cuando casi quinientos años antes pisó las tierras de Castilla.

Fiesta und siesta

Si durante varias décadas el muro de Berlín representó la línea divisoria vertical entre el este y el oeste, la frontera alemana es hoy la marca horizontal que separa a los europeos laboriosos y obedientes de los europeos desempleados y verbeneros a los que eternamente pertenecemos. De todos los modos posibles nos han dicho quiénes somos, qué tendremos y a qué estaremos subyugados y condenados, no a otra cosa que a la servidumbre y la genuflexión ante la nueva evangelización económica propagada por los ulemas liberales del Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional, así como por sus sicarios apostados en las oficinas del gobierno.

Hubo un tiempo en que pensamos que Europa podía ser un cobijo para nosotros mismos, un refugio ante nuestras seculares tentaciones de estoque y paredón y un escudo frente a nuestras esencias más cainitas, pero hoy el continente se ha convertido en un triste espejo que refleja lo que mejor conocemos: pobreza, ultrajey mala suerte.

España firmó con Europa un contrato de precariedad y Europa no ha hecho desde entonces más que ondear este acuerdo bilateral y airear nuestra condición de país ensimismado con la fiesta und siesta, pues así se refieren a Spanien en los pasillos de la cancillería alemana. Un país en el que la paella de lata engorda las barrigas tendidas al sol de quienes organizan cada día la realidad de nuestro paisaje y de nuestro distraído paisanaje, en total complicidad con los gobernadores que incomprensiblemente toleramos.

Dentro de este club de archiduques y barones padecemos como esclavos y sufrimos como bufones en la celebración de los señores. Y fuera de él nos aguardan penalidades sin fin y desérticas travesías de impensable destino, de modo que no hay mucho que hacer frente a este artefacto sinodal en el que fariseos y falsarios de casi una treintena de países pasan los años debatiendo la protección del cardo simplón mientras se encogen de hombros ante las múltiples penurias de Portugal, Irlanda, Grecia y Spanien. Somos parte importante de los PIGS, los cuñados desdichados de la Europa dirigente, los vecinos pobres de puchero y zapatero remendón.

Así que a partir del 21 de diciembre seguiremos aceptando lo que dicten los cuatro jinetes apocalípticos —Merkel, Lagarde, Schäubley Draghi— y sosteniendo con nuestros impuestos esta confederación patibularia de horticultores y hanseáticos, de rocieros y luteranos y de indigentes y opulentos, pero comprendamos de una vez que la Unión Europea es un casino provinciano en el que los señoritos fuman habanos y toman copas de brandy mientras los parroquianos acodados en la barra aguardan el óbolo en silencio bajo la amenaza directa de hecatombe y exclusión.

Votaremos el día 20 para que el 21 de diciembre nos lleguen instrucciones desde un elegante despacho berlinés, porque los viejos eslabones siguen anudando las cadenas de siempre y porque nada ha cambiado en Spanien desde que cinco siglos antes fracasara en Europa aquel joven borgoñón: sin espuelas ni montura, dolientes, aturdidos, turbados y arruinados.

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