En la penumbra de una habitación de hotel en las afueras de Madrid, donde el tráfico nocturno se filtraba como un rumor distante, Elena y Marcos yacían entrelazados sobre sábanas arrugadas que olían a sudor y a jazmín marchito. El aire estaba cargado de esa densidad postcoital, esa quietud que sigue al éxtasis, cuando los cuerpos aún palpitan con el eco de los gemidos. Elena, con su cabello negro desparramado como un río de tinta sobre la almohada, trazaba con un dedo perezoso los tatuajes que cubrían el pecho de Marcos: un lobo aullando a una luna inexistente, símbolo de una vida que ambos habían dejado atrás.

«No mires atrás», murmuró ella, su voz ronca por los susurros apasionados de hace unos minutos. Marcos giró la cabeza, sus ojos verdes clavándose en los de ella con esa intensidad que siempre la desarmaba. «Nunca lo hacemos», respondió él, y selló sus palabras con un beso que sabía a whisky y a promesas rotas.

Habían huido juntos hacía tres años, de una vida que se desmoronaba como un castillo de arena bajo la marea. Elena era una abogada de éxito en Barcelona, casada con un hombre que la asfixiaba con su control obsesivo, un ejecutivo que coleccionaba infidelidades como trofeos. Marcos, por su parte, era un pintor errante, marcado por el estigma de un pasado carcelario: un robo impulsivo en su juventud que lo había condenado a diez años de rejas y remordimientos. Se conocieron en un bar de mala muerte, donde el humo de los cigarrillos velaba las confesiones. Ella buscaba un escape; él, una redención. Esa noche, bajo las luces neón parpadeantes, sus cuerpos se encontraron en un callejón, urgentes y desesperados, como si el mundo se acabara al amanecer.

Desde entonces, vivían en movimiento perpetuo. De ciudad en ciudad, de hotel en hotel, sin raíces que los ataran. «Vivimos sin mirar atrás», se decían como un mantra, un pacto sellado en la piel. Pero el pasado, ese espectro insidioso, siempre acechaba en las sombras.

Aquella noche en Madrid, después de una cena improvisada en un restaurante de tapas donde rieron hasta que les dolió el estómago, regresaron al hotel con el deseo ardiendo en sus venas. Marcos la había tomado contra la puerta, apenas cruzaron el umbral, sus manos ásperas levantando su falda con impaciencia. Elena se entregó sin reservas, sus uñas clavándose en su espalda mientras él la penetraba con una ferocidad que borraba todo lo demás. «Más fuerte», jadeó ella, y él obedeció, embistiéndola hasta que el placer se convirtió en un torbellino que los arrastró a ambos al abismo. Cayeron al suelo, riendo entre gemidos, y continuaron en la cama, explorando cada centímetro de sus cuerpos como si fuera la primera vez. Sus lenguas se entrelazaron en besos profundos, sus dedos trazaron mapas de deseo sobre piel húmeda. Elena montó sobre él, moviéndose con un ritmo hipnótico, sus pechos balanceándose al compás de sus caderas. Marcos la miró con adoración, sus manos aferradas a sus muslos, guiándola hacia el clímax que los dejó exhaustos y saciados.

Pero ahora, en la quietud posterior, el silencio se llenaba de fantasmas. Elena se incorporó sobre un codo, su desnudez iluminada por la luz anaranjada de la lámpara. «Hoy vi a alguien que me recordó a él», confesó, refiriéndose a su exmarido. Marcos tensó los músculos, pero no dijo nada. Sabía que no debía preguntar. En su lugar, rodó sobre ella, besando su cuello con ternura. «No existe», susurró contra su piel. «Solo nosotros».

Al día siguiente, partieron hacia Sevilla, en un coche alquilado que olía a cuero viejo y a libertad. La carretera se extendía como una cinta infinita bajo un cielo plomizo, y Elena conducía con la ventanilla bajada, el viento azotando su cabello. Marcos pintaba en un cuaderno sobre sus rodillas, bocetos abstractos de curvas femeninas y sombras alargadas. «Eres mi musa», le dijo, y ella sonrió, extendiendo una mano para rozar su rodilla.

En Sevilla, se instalaron en un apartamento en el Barrio de Santa Cruz, con balcones floridos y vistas a callejuelas empedradas. La ciudad los envolvió con su calor sofocante y su bullicio eterno. Por las noches, salían a bailar flamenco en tabancos ocultos, donde el taconeo resonaba como un latido primitivo. Una vez, en un rincón oscuro de un bar, Marcos la besó con pasión, sus manos deslizándose bajo su vestido mientras la música los envolvía. «Te deseo aquí mismo», murmuró él, y ella, con una risa traviesa, lo arrastró a un baño estrecho. Allí, contra la pared fría, se unieron de nuevo, sus cuerpos moviéndose al ritmo de la guitarra lejana. Elena sintió el placer ascender como una llama, culminando en un orgasmo que la dejó temblando en sus brazos.

Pero el pasado no se rendía. Una tarde, mientras paseaban por la Plaza de España, Elena recibió una llamada de un número desconocido. Era su exmarido, que había rastreado su rastro a través de un amigo común. «Vuelve», le suplicó, su voz teñida de desesperación. «Te perdono todo». Ella colgó sin responder, pero el veneno ya se había filtrado. Esa noche, en la cama, Marcos notó su distancia. «Háblame», insistió, sus dedos acariciando su espalda.

Elena se giró hacia él, las lágrimas brillando en sus ojos. «Quiere que vuelva. Dice que ha cambiado». Marcos la atrajo hacia sí, besando sus lágrimas. «Pero tú no quieres eso. Tú quieres esto». Y para demostrarlo, la amó con una lentitud deliberada, explorando su cuerpo como un territorio sagrado. Sus labios recorrieron sus senos, su lengua trazando círculos en sus pezones endurecidos. Bajó más, besando su vientre, sus muslos, hasta llegar al centro de su deseo. Elena arqueó la espalda, gimiendo mientras él la devoraba con maestría, llevándola al borde una y otra vez antes de penetrarla con ternura. Se movieron juntos, un baile lento y profundo, hasta que el placer los unió en un clímax compartido, un recordatorio de que su unión era más fuerte que cualquier sombra.

Decidieron mudarse de nuevo, esta vez a Lisboa, cruzando la frontera en busca de un nuevo comienzo. El viaje fue un ritual de purificación: pararon en playas desiertas, donde nadaron desnudos en el Atlántico, el agua fría lavando sus pecados. En una de esas playas, bajo un atardecer rojo sangre, Marcos la tomó en la arena, sus cuerpos cubiertos de sal y deseo. «Eres mía», gruñó él, embistiéndola con pasión primitiva. Elena respondió con igual ferocidad, sus uñas dejando surcos en su espalda, sus gemidos perdidos en el rugido de las olas.

En Lisboa, alquilaron una casa en Alfama, con vistas al Tajo y al puente colgante. Marcos pintaba furiosamente, lienzos llenos de colores vibrantes que capturaban la esencia de su amor. Elena escribía un diario, palabras que fluían como un río desbordado, contando su historia sin filtros. Pero el pasado persistía. Marcos recibió una carta de su antiguo compañero de celda, recordándole una deuda pendiente. «Vienen por ti», decía. Él la quemó sin dudar, pero la inquietud se instaló en su pecho.

Una noche de tormenta, con el trueno retumbando como un presagio, Elena lo confrontó. «No podemos huir para siempre». Marcos la miró, su rostro iluminado por un relámpago. «Sí podemos. Mientras estemos juntos». La besó con urgencia, sus manos despojándola de la ropa. La levantó contra la ventana, el vidrio frío contra su espalda, y la penetró con fuerza, como si quisiera fundirse en ella. Elena gritó de placer, sus piernas envolviéndolo, sus cuerpos chocando en un frenesí que ahuyentaba los demonios. Culminaron juntos, exhaustos, y en ese momento, supieron que su mantra era verdad.

Meses después, en una villa remota en las colinas portuguesas, Elena descubrió que estaba embarazada. La noticia los sacudió como un terremoto. «¿Y si no estamos listos?», preguntó ella, acurrucada en sus brazos. Marcos besó su vientre incipiente. «Lo estaremos. No miramos atrás, ¿recuerdas? Solo adelante».

El niño nació en primavera, un varón con los ojos verdes de su padre y el cabello negro de su madre. Lo llamaron Lucas, luz en la oscuridad. Vivían en paz, cultivando un jardín y pintando sueños. El pasado se desvanecía como niebla al sol. De vez en cuando, en las noches tranquilas, se amaban con la misma pasión, sus cuerpos recordando el fuego que los unió.

Pero una vez, años después, cuando Lucas ya corría por los campos, Elena encontró una vieja foto en el fondo de un cajón: su exmarido sonriendo en una vida que ya no era suya. La miró un instante, luego la rompió en pedazos. Marcos la vio y sonrió. «Bien hecho».

Vivían sin mirar atrás, en un presente eterno, donde el amor era su única ancla. Y en ese mundo que habían construido, nada más importaba.

alejandra maller

Alejandra Maller

Periodista en Revista Rambla | Web |  Otros artículos del autor

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