Una de las frases más conocidas de Ghandi equidistaba la calidad de una sociedad o civilización con el trato que sus pertenecientes dispensaban a los animales. Todavía hoy se suceden demasiados casos en nuestro país en que perros mueren o enferman irremediablemente a causa de la comida envenenada que algunas personas dejan en los parques donde los llevamos a jugar.

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Revista Rambla ha tenido la oportunidad de charlar con Maria Pifarré, especialista del Centre Veterinari del Barri Llatí (Santa Coloma de Gramanet) que, a lo largo de más de veinte años, se ha topado con múltiples casos de envenenamiento a perros. Su centro ha atendido decenas de casos de esta índole, que, arugumenta, se producen de forma cíclica, pero, lamentablemente, constante en el tiempo, sin visos de disminuiir a corto o medio plazo.

María, no sin cierta emoción, inicia la conversación recordando un caso especialmente dramático con una rotweiller de 5 años, Luna, cuya dueña llevó a la clínica dado que, a las pocas horas de volver de su paseo, había empezado a tambalearse y a sacar espuma por la boca. Se le hicieron al animal todos los análisis y pruebas pertinentes, y se le mantuvo en observación toda la noche. Pero, desgraciadamente, Luna no sobrevivió al envenenamiento, engrosando las filas de la muerte más cruel y gratuita que se puede producir a un animal. Cualquier persona que tiene, o ha tenido, mascota puede dar fe de lo traumático que puede llegar a ser perder a tu fiel compañero en tan breve espacio de tiempo y de forma tan injusta.

Casos como el de Luna demuestran lo importante que resulta denunciar estas prácticas a la policía para que podamos acabar con ellas. Maria, desde su perspectiva puramente profesional, nos aconseja, de igual modo, que, si vemos que nuestro perro ha comido algo en el parque, estemos muy atentos a cualquier síntoma de malestar tales como: tambaleos, quejas constantes, sacar espuma por la boca o sangrados, vómitos… ya que en estos casos el tiempo es oro y existe alta posibilidad de salvación si se actúa rápidamente.

Los sitios más propensos a envenenamiento de nuestras mascotas son, obviamente, aquellos que más frecuentan los perros: parques, paseos o, básicamente, donde haya césped.

¿Quien puede matar a un perro?

Frecuentemente, el perfil de persona que es capaz de dejar alimentos, ya sean envenenados o, en otras ocasiones, con clavos para perros corresponde al de alguien con una plausible falta de empatía. Es decir, alguien que presenta síntomas de psicopatía. ¿Recuerdan a aquel niño al que de pequeño le gustaba arrancarles la cabeza a las ranas? ¿O aquel otro que mataba a pedradas a los gatos? Exacto, ese es el perfíl.

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Veterinaria Maria Pifarré

No se debe confundir, sin embargo, la crueldad infantil, muchas veces producida por una curiosidad en ciernes, con estos comportamientos. La diferencia principal radica en que, una vez aleccionados correctamente, cualquier niño «normal» abandonará esas prácticas.

Asimismo, estas personas con presuntas psicopatías desarrolladas no aparentan ser conscientes (o sí) de que el trozo de salchicha destinado al perro puede ir a parar al estómago de un niño inquieto.

Para María, la mejor manera de evitar que se sucedan estas situaciones radica en una mejora de la educación y una mayor inculcación de empatía, sensibilidad y amor hacia todos los seres vivos. Y, en este aspecto, fomentar este espíritu de respeto y cariño debe empezar desde la más tierna infancia. Un niño bueno, en el sentido más amplio del término, y concienciado, dará como fruto un hombre bueno y concienciado… que formará parte de una sociedad de calidad.

Unido a la educación, es necesaria una revisión legislativa exhaustiva.

María nos indica, apesadumbrada, que, desde 1976 no se ha producido una modificación profunda y útil de las leyes relativas al maltrato animal. Aunque, recientemente, se está en camino (la reforma del artículo 337 del Código Penal, que tipifica como delitos ciertos actos de violencia contra los animales, es un ejemplo) envenenar a nuestras mascotas no cuesta al infractor, en la práctica, más que una simple multa (que, salvo excepciones, no suele exceder los 300€) y antecedentes penales (las penas no superan los dieciocho meses de cárcel, en el caso más grave, por lo que alguien sin antecedentes jamás ingresará en prisión por estos delitos). Demasiado leve sigue pareciendo la justicia frente a la violencia ejercida contra seres, más que comúnmente, indefensos.

Por otro lado, no existe una ley unificada a nivel estatal sobre los supuestos de maltrato. Se siguen utilizando leyes autonómicas, que provocan que la legalidad o ilegalidad de determinadas acciones contra los animales varíen en función de la comunidad autónoma donde se llevan a cabo. Así, por ejemplo, la mutilación estética de los perros (orejas y rabo) es ilegal sólo en siete de las diecisietes comunidades (Andalucía, Aragón, Catalunya, Comunidad Valenciana, Madrid, Murcia y Navarra).

Si bien, es cierto que en octubre de 2015, España firmó el Convenio Europeo de Protección de los Animales de Compañía. Tan sólo 28 años después de que se publicarse en Estrasburgo (1987) y cuya anexión fuese voluntaria para los países miembros de la Comunidad Europea. Un proceso lento, pero, quizá, seguro, para la creación, por fin, de una ley estatal, mínimamente coherente, en materia de violencia animal.

España es un país extremadamente violento para con sus animales. La mal llamada tradición y el odio y rabia interna que se vierte hacia éstos nos muestra como derivamos las frustraciones hacia la crueldad con el más débil. La cosificación de los animales, a más mansos, más «machacados», es un fiel reflejo de las dificultades que tenemos para avanzar como sociedad.

La situación que vive, por ejemplo, la tauromaquía, con su eterna lucha entre partidarios y contrarios (que responde a furibundas luchas políticas, económicas, «humanas», fundamentadas en aspectos que, a menudo, no tienen nada que ver con los animales) y la pésima e insuficiente legislación que se toma desde los diferentes y sucesivos gobiernos es un claro ejemplo del camino que debemos seguir labrando, y cavando, para considerarnos, propiamente, como seres «civilizados».

La entrevista llega a su fin y, tras despedirnos de María Pifarré, mientras escuchamos algún apagado lamento (quien sabe si de otro animal confuso y dolorido, con síntomas de envenenamiento), no podemos evitar que una suerte de parafraseo de Helen Lovejoy acuda a nuestra mente:

«¿Es que nadie va a pensar en los animales?».

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