altEl pasado 20 de febrero se presentó en la Librería Taifa de Barcelona la novela Los días de «Lenín«, original de Ignacio González Orozco y publicada por el sello madrileño Izana Editores. Narra el reencuentro de un anciano escritor con el lugar donde casualmente asistió al estallido de la Guerra Civil,

 

 

El pasado 20 de febrero se presentó en la Librería Taifa de Barcelona la novela Los días de «Lenín«, original de Ignacio González Orozco y publicada por el sello madrileño Izana Editores. Narra el reencuentro de un anciano escritor con el lugar donde casualmente asistió al estallido de la Guerra Civil, por lo que la acción se desdobla entre el presente y el pasado para reflejar dos formas diferentes de entender la vida e interpretar aquellos acontecimientos luctuosos de la historia española. Una historia, como el mismo autor indica, que aborda los mecanismos de la memoria, el prejuicio y la perplejidad.

 

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¿Qué hay de autobiográfico en Los días de “Lenín”?

 

En rigor, nada… Pero tampoco es así. La acción está jalonada por cuñas de reflexión sobre situaciones y preocupaciones más o menos cotidianas que forman parte de mi vida: el sentido del acto de escribir y el decurso de su proceso creativo, a menudo tortuoso; la espontaneidad y parcialidad de la memoria, tanto en la recreación del pasado como en la conformación del presente; la diatriba eterna entre el proyecto y la realidad, sobre todo en el ámbito ideológico.

 

¿Te identificas con algún personaje o te sientes próximo a alguno de ellos?

 

Cómo no, me siento muy próximo a la familia protagonista, puesto que en origen se trata de mi propia familia paterna. Los sentimientos de miedo, desazón e incertidumbre que les provoca el estallido repentino de la guerra son universales, cualquier persona en la misma tesitura podría experimentarlos, pero a se me figuran más intensos por el parentesco y el cariño.

 

También me identifico de algún modo con los dos muchachos, Antonio y Satur, que enfrentan sus modos antagónicos de entender la realidad. Ambos encarnan elementos que anidan en mi interior, o mejor dicho, en tantos de nosotros: la educación tradicional recibida y una visión del mundo heterodoxa con respecto a la primera, fraguada más tarde. Ahora bien, hace tiempo que la dialéctica entre ambas se decantó en favor de la segunda.

 

Hay otra identificación más sutil, por tratarse solo de una aspiración: si llego a octogenario, me gustaría afrontar la vida con la misma pasión que el protagonista de mi novela, y los recuerdos con pareja capacidad reflexiva. Tampoco me sobraría a ninguna edad la fuerza natural de Nadia, la camarera rumana, fortalecida en las peores vivencias sin haber perdido la capacidad de encantamiento ante el mundo (creo que comparto en alguna medida esa facultad, aunque sea poco modesto decirlo).

¿Qué te inspiró a la hora de escribir el libro y cuánto tardaste en tenerlo listo?

 

Tal como se lee en la nota previa, Los días de “Lenín” tiene una base real: mi familia paterna quedó aislada por simple casualidad al comienzo de la Guerra Civil, cuando estaban pasando unos días en casa de un amigo de mi abuelo, en el pueblo de El Espinar, en la sierra de Segovia. La localidad está muy cerca del Alto de los Leones, un punto clave de las comunicaciones entre las dos mesetas, en la ruta de Madrid, por lo que el lugar se convirtió pronto en campo de batalla.

 

Se trata de un episodio escuchado muchas veces en la niñez, en boca de mi abuela y de mi padre; buenos narradores ambos (mi abuela ya no, ausente por imperativo biológico), inclinados al detallismo y un punto dramáticos en sus hábitos descriptivos. Oralidad, por tanto, convertida en texto impreso.

 

En un principio era bastante escéptico con respecto a la posibilidad de llevar la narración a buen puerto. No quería hacer ni una biografía familiar ni una novela bélica. Sin embargo, con las primeras notas, la historia tomó cuerpo por sola. Hasta el punto de que una noche en vela –o casi– bastó para cerrar el círculo del argumento, que a partir de entonces se convirtió en un relato ficticio, donde solo algunos nombres y situaciones iniciales se corresponden con la realidad. Una novela de base real y desarrollo figurado.

 

En cuanto al tiempo que dediqué a su redacción, puedo decir que fueron unos tres meses. Luego vino la relectura y la corrección, por supuesto. Pero la coherencia del plan inicial facilitó mucho la labor.

 

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¿En qué medida el hecho de adoptar el punto de vista de un niño, junto al recurso a la nostalgia, es una especie de coartada para mantener la neutralidad y no posicionarte en ninguno de los dos bandos?

 

No hay que confundir la nostalgia, que es una forma de apego (incluso de dependencia), con la memoria, que es (o debiera ser) una facultad reflexiva y crítica, siempre necesaria.

 

Los procesos evolutivos psicológico y biográfico hacen que no seamos siempre la misma persona, aunque la percepción del cambio pueda resultarnos difícil. En la novela, entre las dos edades del protagonista, anciano y niño, no hay más nexo que la cadena del recuerdo, sin que por ello actúe esta como un ligamen de esclavitud, que sería el caso de la nostalgia. El viejo escritor recuerda, no añora, y al analizar las vicisitudes de cuanto fue es capaz de entender lo que dejó de ser: antes, un chiquillo impresionable que sintió una admiración casi religiosa por quienes se arrogaron la condición de héroes de una nueva cruzada (es lo que ocurre por leer a Toquato Tasso antes de tiempo…); ya octogenario, un hombre que se halla en las antípodas de esa situación, no por simple influencia de la cronología sino por el compendio y balance de su trayectoria vital. Ese contraste –o antagonismo, si se quiere– es una de las claves de la novela.

 

Este personaje desdoblado en niño y anciano no es neutral en ningún momento. Por circunstancias determinadas, su favor va de un bando a otro y ello queda bien claro: el crío con sus motivos, el viejo con sus razones. Ahora bien, ¿debe representar ese protagonista al autor? La respuesta sería poco concreta: o no, según la intencionalidad de quien escribe, y en este caso me inclino por la negación.

 

Aún digo más sobre la neutralidad que citas y yo no reconozco: Los días de “Lenín” no es una novela sobre la guerra, sino en la guerra. El conflicto supone una excusa para acentuar los asuntos que acabo de exponer. No tenía intención de redactar una proclama; por el contrario, los dos personajes principales, que también son uno, debían manifestar la diversidad de una vida que han compartido.

 

 La sensación que da, sobre todo por una frase del final del libro, es que no te implicas, lo resuelves en un diplomático: «hubo violencia en todos los bandos«, pero todos sabemos que hubo un bando antidemocrático que cometió un golpe de Estado, un bando que en el libro sale indemne de toda crítica. ¿Por qué?

 

Me remito a lo recién explicado. No se trata de una proclama bélica, sino de una novela de personajes. Por supuesto, la aparición de la guerra genera mucho dolor, incluso tragedia, y en este sentido creo que el compromiso del escritor, como tal, debe proyectarse sobre la dimensión universal de ese drama.

 

Te pongo un ejemplo. Como ciudadano estoy dispuesto a firmar con mi nombre y número de DNI cualquier manifiesto en contra de la pena capital. Pero la labor de un escritor es diferente, sin que impida lo anterior; su cometido estriba en reflejar con destreza los pensamientos y emociones de ese sujeto a quien apunta el fusil, asomado al abismo de la muerte, se cual sea su ideología. El autor debe buscar la conmoción del lector, esta es su mejor herramienta contra aquello que rechaza y condena

 

En cuanto a mi pronunciamiento personal propiamente dicho, no tengo problema en manifestarme republicano –también en 2014– y socialista en el sentido histórico del término, condición esencialmente humanista que exige libre crítica racional y aversión a todo dogmatismo. Por supuesto, en 1936 hubiera tomado partido por la República. Pero ello no me impide condenar los crímenes que se cometieron en nombre de ideales que los verdugos decían compartir conmigo, lo cual yo niego. Del mismo modo ensalzo la voluntad de humanizar la guerra de personajes republicanos como Manuel Azaña o Julián Zugazagoitia (los esfuerzos del segundo fueron recompensados por el criminal Francisco Franco con el pelotón de fusilamiento).

 

Me gusta recordar en estos casos que la Causa General de 1940, instruida por el recién estrenado régimen franquista, elevó a 63.000 el número de asesinados por los “rojos”, y en muchos casos con pruebas bastante deficientes. Una cifra que no llega ni a la mitad de las 150.000 personas asesinadas en las primeras semanas de la guerra en territorio “nacional”, por simple odio ideológico: aun suponiendo que todos esos rojos represaliados hubieran sido gentes abyectas, no habrían tenido tiempo de dar rienda suelta a su perversidad, ya que la guerra los sorprendió en el peor de los lugares posibles.

 

Esas 150.000 personas –que no son, ni de lejos, todas las víctimas del franquismo– siguen esparcidas por cunetas, pozos y fosas anónimas. Una vergüenza nacional.

 

El fracaso de la ley de memoria histórica, la falta de una condena del franquismo por parte del gobierno, el hecho de que el régimen se esté juzgando en el extranjero… ¿Crees que España ha aprendido la lección de la Guerra Civil y la dictadura?

 

Estrabón ya destacó el carácter belicoso de las tribus ibéricas, así como su propensión al enfrentamiento entre . No creo que exista un intrínseco y trágico “talante secular de los pueblos hispanos” (Sánchez-Albornoz), pero la lucha cainita es una tendencia recurrente en la historia de la España contemporánea, incluso en el siglo XX, cuando otros países (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos) ya habían restañado hacía tiempo las heridas ideológicas y sociales que en otro tiempo los escindieron.

 

Aunque las situaciones siempre evolucionan, no hay que olvidar que ganaron la guerra los partidarios de la reacción, cuyos sectores más inteligentes tutelaron posteriormente la Transición, que supuso democracia formal a cambio de olvido. En ese sentido, creo que seguimos arrastrando un lastre de oscurantismo y caciquismo adaptado a los nuevos tiempos.

 

Los días de “Lenín” es una novela muy bien escrita, con un estilo culto y palabras elevadas, incluso da la sensación que te recreas en ello, consciente de tu habilidad. ¿Es así?

 

A no me interesan esas peleas que periódicamente abren trincheras entre distintas tendencias estilísticas. Mi escritura es sintética, en tanto que sujeta a muchas influencias, y persigue una realización armónica tanto en el desarrollo narrativo como en el ámbito formal. Busco la musicalidad del párrafo, eso es cierto, e intento que su logro no merme ni el sentido ni la claridad de la lectura (que no siempre cabe identificar con facilidad). Pero no entiendo de palabras elevadas, todas están en el diccionario y yo soy el primero que cotidianamente aumento mi registro lingüístico con vocablos antes desconocidos. No hay ningún arcano en mi escritura.

 

Otro aspecto que procuro cuidar es la caracterización de los personajes, la cual tiene doble dificultad: en primer lugar, la propiamente técnica, que como todo en esta vida se adquiere y pule con el trabajo; en segundo lugar, la autonomía de que se dotan conforme avanza el relato.

 

Con respecto al segundo aspecto, no digo en broma que de algún modo toman existencia propia. Entendámonos: no pretendo convencer a nadie de que el escritor es una suerte de médium rodeado por los ectoplasmas que surgen de su pluma y le chillan, exigen, esclarecen o ruegan acerca de su destino novelesco. Pero cabe decir que se adquieren compromisos de coherencia y respeto hacia los personajes conforme la escritura acentúa sus rasgos. El personaje se enriquece de modo insospechado con las nuevas situaciones planteadas por su creador, quien elige un modelo de humanidad a través de ellos, tanto para lo bueno como para lo malo. En tal ámbito poseen vida propia, a menudo insospechada cuando empieza la escritura.

¿Qué tal ha ido la recepción del libro, qué te dice la gente?

 

Las editoriales pequeñas tienen menor presencia que las grandes en los principales medios de comunicación. Por suerte, existen publicaciones digitales como Revista Rambla, en las que se puede hacer también una buena promoción.

 

Hasta ahora he tenido buenas críticas de los lectores que han querido comunicármelo. Entre ellos, dicho sea sin desmerecer a nadie, figuran personas cuyo criterio tengo en alta consideración desde mucho antes de publicar esta novela. Y si un día llegan zurras, que sean razonadas y también tendrán buena acogida por mi parte. Las críticas bien argumentadas pueden contribuir a que el escritor se desprenda de su ropaje de obsesiones y taras, evitando que estos lastres condicionen sus futuros trabajos, porque el oficio de escribir es, o así me lo parece, un proceso de mudanza continuo tanto en los intereses como en la forma de expresarlos.

 

El aumento del IVA en la cultura, la mercantilización de la literatura con los best seller y las editoriales que conciben la literatura exclusivamente como un negocio… ¿Cómo ves el panorama literario actual?

 

Los impuestos indirectos son una forma de exacción muy controvertida en su aplicación, a menudo perversa. Paga el mismo impuesto indirecto quien consume gasolina con su utilitario para ir al trabajo, que quien sale a correr kilómetros con su Porsche sin más fin que lucirlo. A ello se suman los dislates de criterio: las entradas del teatro, los libros de texto y los pañales de bebé tienen un IVA del 21 %; las revistas pornográficas, un 4 % (no tengo nada contra ellas, simplemente me parecen menos necesarias en el ámbito social que los tres primeros artículos). El abusivo IVA cultural impuesto por la sección chulapona del actual gobierno postfranquista no solo empobrece la creatividad del país, también lamina una industria que en ciertos sitios tiene respetable importancia en términos cuantitativos, como es el caso de Cataluña o Madrid. Así que mi opinión es negativa, por supuesto.

 

En cuanto a esa literatura de gran consumo que citas, siempre ha existido. Piénsese en el género folletinesco del siglo XIX y primer tercio del siglo XX, cultivado incluso por autores de valía.

 

No creo que se ajuste mi estilo literario al gusto de cierto lector, al parecer muy numeroso, que sacrifica el interés formal y conceptual al solo fin de distraerse (objetivo lícito, pero insuficiente en mi concepción de la literatura). En esas lecturas de vagón de metro han caído por interés comercial sellos de prestigio, descuidando otros tipos de narrativa. La situación ideal estribaría en un incremento tanto cualitativo como cuantitativo de los lectores, para que hubiera una demanda ingente de todo tipo de obras. Mientras las cosas sigan así, la apuesta de Javier Gil Carmona, director de Izana Editores (la editorial madrileña que ha publicado Los días de “Lenín”), resulta mucho más arriesgada, porque busca la calidad dentro de la diversidad formal y temática.

 

Explícame tus proyectos futuros.

 

Tengo concluida otra novela, Orfeo se muda al infierno, una recreación del mito de Orfeo en ambientes marginales contemporáneos que a la postre, más allá de la propia historia narrada, constituye una reflexión sobre cómo se imbrican realidad y fantasía en nuestra vida cotidiana. Una narración en la que he asumido riesgos formales y estructurales de los que personalmente estoy satisfecho.

 

Entre tanto, y con algún nuevo proyecto ya esbozado, espero seguir trabajando en la difusión de Los días de “Lenín” y en mis colaboraciones habituales en revistas como Revista Rambla y Culturamas, además de ejercer mi profesión de editor en Grupo Océano, de Barcelona, que es la ocupación, junto con el trabajo de mi mujer, que actualmente da de comer a mis dos chavales.

 

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