En la mañana del 27 de agosto de 1896, el sol se elevaba sobre las aguas turquesas del océano Índico, iluminando la isla de Zanzíbar, un enclave de especias, comercio y tensiones coloniales en la costa este de África. Lo que comenzó como una disputa sucesoria en el palacio del sultán se transformó en un enfrentamiento armado que duraría apenas 38 minutos, convirtiéndose en la guerra más corta registrada en la historia. Sin embargo, en ese brevísimo lapso, se cobraron alrededor de 500 bajas entre muertos y heridos en el lado zanzibarí, mientras que los británicos solo reportaron un marinero herido. Esta paradoja de brevedad y violencia encapsula la era del imperialismo europeo, donde el poder naval y la diplomacia de cañonazos dictaban el destino de naciones enteras.

Zanzíbar, un archipiélago compuesto por islas como Unguja y Pemba, había sido durante siglos un crisol de culturas: árabes, indios, africanos y europeos convergían en sus mercados bulliciosos, donde se comerciaban clavo, marfil y, tristemente, esclavos. Desde el siglo XVII, los sultanes de Omán controlaban la isla, expulsando a los portugueses en 1698 y estableciendo un sultanato independiente en 1858 bajo Majid bin Said. La posición estratégica de Zanzíbar en las rutas comerciales entre África, India y Europa la convirtió en un premio codiciado durante la «Carrera por África» del siglo XIX. Gran Bretaña, con su vasto imperio colonial, vio en la isla no solo un bastión económico, sino un punto clave para combatir el tráfico de esclavos, una práctica que había abolido en sus territorios en 1807 pero que persistía en el este africano.

El Tratado de Heligoland-Zanzíbar de 1890 marcó un punto de inflexión: Alemania cedió sus derechos sobre Zanzíbar a cambio de la isla de Heligoland en el Mar del Norte, consolidando la influencia británica. A partir de entonces, Zanzíbar se convirtió en un protectorado británico de facto. Los sultanes retenían un poder nominal, pero Londres tenía veto sobre sus nombramientos y presionaba por reformas, como la abolición gradual de la esclavitud, que afectaba la economía basada en plantaciones de especias. Sultanes como Ali bin Said (1890-1893) y Hamad bin Thuwaini (1893-1896) navegaron estas aguas turbulentas, equilibrando lealtades locales con demandas imperiales. Hamad, en particular, era visto como un aliado británico, aunque creó una fuerza militar personal de 1.000 hombres, lo que generaba suspicacias.

La chispa que encendió el conflicto fue la muerte repentina de Hamad bin Thuwaini el 25 de agosto de 1896, a las 11:40 de la mañana. Muchos sospecharon envenenamiento, y las miradas se dirigieron a su primo, Khalid bin Barghash, un príncipe de 29 años con ambiciones propias y simpatías hacia Alemania, el rival de Gran Bretaña en la región. Khalid, hijo del anterior sultán Barghash, había sido pasado por alto en 1893 cuando Hamad ascendió al trono. Ahora, actuando con rapidez, se instaló en el palacio de Beit al-Sahel, en la ciudad de Zanzíbar, declarándose sultán sin la aprobación británica requerida por el tratado de 1890.

La respuesta británica fue inmediata y calculada. El cónsul británico Basil Cave y el general Lloyd Mathews, un ex oficial naval que servía como primer ministro de Zanzíbar, advirtieron a Khalid que su acción violaba los acuerdos internacionales. Preferían a Hamoud bin Mohammed, un candidato más dócil que apoyaría la abolición de la esclavitud y mantendría el statu quo colonial. Khalid, sin embargo, ignoró las advertencias. Al atardecer del 25 de agosto, había reunido una fuerza de unos 2.800 hombres: soldados askari, guardias del palacio, sirvientes, esclavos y civiles armados con rifles, mosquetes, una ametralladora Maxim, un cañón Gatling, un cañón de bronce del siglo XVII y dos cañones de campaña de 12 libras regalados por el káiser Guillermo II de Alemania. El yate real HHS Glasgow, anclado en el puerto, se convirtió en su principal defensa naval.

Por su parte, los británicos movilizaron recursos con eficiencia imperial. Mathews organizó 900 askaris zanzibaríes leales bajo el teniente Arthur Raikes, mientras que 150 marineros y marines de los buques HMS Philomel y HMS Thrush se unieron a la causa. El 26 de agosto, llegó el contralmirante Harry Rawson a bordo del crucero HMS St. George, acompañado por el HMS Racoon y el HMS Sparrow. Rawson, un veterano de campañas coloniales, asumió el mando. Se evacuaron mujeres y niños británicos, y se ordenó a los buques mercantes abandonar el puerto. Esa tarde, Cave entregó un ultimátum: Khalid debía arriar su bandera, abandonar el palacio y rendirse antes de las 9:00 de la mañana del 27 de agosto, o enfrentar las consecuencias.

La noche del 26 al 27 fue tensa. Khalid, atrincherado en el palacio de madera —un complejo vulnerable que incluía el Beit al-Hukm y el Beit al-Ajaib (Casa de las Maravillas)— se negó a ceder. Sus fuerzas, comandadas por el capitán Saleh, posicionaron artillería en los alrededores. Al amanecer, los buques británicos formaron una línea de batalla frente al puerto: el St. George como buque insignia, flanqueado por cruceros y cañoneros equipados con cañones modernos y ametralladoras. A las 9:00 en punto, el ultimátum expiró. Khalid no se movió.

A las 9:02, Rawson dio la orden de abrir fuego. El bombardeo fue devastador. Los cañones del Racoon, Thrush y Sparrow descargaron proyectiles de alto explosivo sobre el palacio, incendiándolo en minutos. El techo se derrumbó, y las estructuras de madera ardieron como yesca. El Glasgow, intentando responder, disparó contra el St. George, pero fue hundido rápidamente junto con dos lanchas a vapor zanzibaríes. La artillería de Khalid fue silenciada: el cañón Gatling y los de 12 libras fueron destruidos antes de causar daños significativos.

El caos reinó en el palacio. Soldados y civiles corrían en pánico mientras las explosiones arrasaban el complejo. A las 9:40, aproximadamente 38 minutos después del inicio, la bandera zanzibarí fue derribada, y el fuego cesó. Khalid había huido por una salida trasera hacia el consulado alemán, donde solicitó asilo. Sus fuerzas se rindieron, dejando un saldo de alrededor de 500 bajas: muchos murieron en el incendio o bajo el fuego naval, aunque las cifras exactas varían entre fuentes, oscilando entre 500 muertos y heridos. Del lado británico, solo un marinero del Thrush resultó herido gravemente, un testimonio de la disparidad tecnológica y estratégica.

La guerra terminó tan abruptamente como comenzó. Por la tarde, Hamoud bin Mohammed fue instalado como sultán, jurando lealtad a Gran Bretaña. Khalid, protegido por los alemanes, fue exiliado a Dar es Salaam en la África Oriental Alemana. Permaneció allí hasta 1916, cuando fue capturado por fuerzas británicas durante la Primera Guerra Mundial y enviado al exilio en Seychelles y Santa Elena, muriendo en Mombasa en 1927.

Las consecuencias fueron profundas. Zanzíbar pagó 300.000 rupias en reparaciones, y el palacio fue reconstruido parcialmente; la Casa de las Maravillas se convirtió en oficinas gubernamentales. Hamoud abolió la esclavitud meses después, aunque la emancipación fue gradual: de unos 60.000 esclavos en 1891, solo 17.293 fueron liberados en una década. El conflicto reforzó el control británico, evitando una posible influencia alemana y acelerando la integración de Zanzíbar en el imperio. No hubo más revueltas hasta la independencia en 1963, cuando Zanzíbar se unió a Tanganica para formar Tanzania.

Hoy, 129 años después, la Guerra Anglo-Zanzibarí se recuerda como un episodio tragicómico del colonialismo. Su brevedad —debida a la superioridad naval británica— resalta la desigualdad de la era imperial, donde una potencia europea podía someter a un estado soberano en menos de una hora. Sin embargo, las 500 bajas recuerdan el costo humano: familias destruidas, un palacio en ruinas y un sultanato reducido a marioneta. En revistas de historia y podcasts, se debate si fue realmente una «guerra» o un acto de coerción armada. Figuras como Rawson fueron condecoradas, mientras que Khalid simboliza la resistencia fallida.

Este conflicto, aunque efímero, ilustra las dinámicas del imperialismo: ambición, diplomacia fallida y violencia desproporcionada. En un mundo donde las guerras modernas duran años, la de Zanzíbar nos invita a reflexionar sobre cómo el poder se ejerce en minutos, pero sus ecos perduran siglos.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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