Recuerdo que cuando era pequeño y vivía con mis padres en un cuarto piso de la calle Academia de Lleida, por el tejado que daba a la cocina, aparecía maullando un gato famélico suplicando alimento. Mi madre, en un acto que entremezclaba generosidad y compasión, untaba en leche unas rebanadas de pan y se las lanzaba para que comiera. El felino parece que se acostumbró y terminó siendo el distinguido invitado durante una temporada. Seguro que muchos de los lectores han hecho lo propio si se han topado con algún minino cerca de su casa.

Tiempo después, cuando me fui a vivir a una diminuta población olivarera de la Cataluña profunda, observé que en las puertas de madera enjuta de las casas más antiguas, todavía sobrevivía una pequeña apertura en forma de media luna por donde entraba y salía el gato. La gatera servía para que el felino transitara a su antojo sin dar explicaciones a los amos de la casa.

El gato era entonces -y ahora también- una herramienta útil para mantener alejados del hogar a sus enemigos naturales: los ratones. A diferencia de las grandes urbes donde hoy se controlan las plagas de ratas con productos químicos que se lanzan al alcantarillado, en los pueblos los gatos son los mejores aliados para mantener a raya a estos infames mamíferos.

Otro porque de la existencia de los gatos es tener entretenidos -y en buena forma física- a los perros bobalicones. El gato es un ser inteligente y sabe que raramente un can le dará caza porque obviamente es más ágil. El juego entre perros y gatos termina cuando el micifuz se aburre y se sube a algún sitio donde el perro no llega o, simplemente, desaparece como por arte de magia. Por eso, muchas veces, cuando salgo de casa, es habitual encontrarme al gato blanco del vecino encima del capó del coche, descansando enroscado lejos de los sabuesos.

El gato es un animal que vive y deja vivir. Es insólito que un gato ataque a las personas a no ser que se le provoque o se sienta amenazado. De hecho, no he leído todavía ninguna noticia que diga: “Niño en estado crítico tras ser atacado por un gato de raza peligrosa” o “Una manada de gatos salvajes hambrientos aniquila un rebaño de doscientas ovejas”.

Que no ataquen a las personas o a otros animales de mayor tamaño no significa que no tengan sus disputas. Las noches de verano se sabe que hay trifulcas felinas al oírse maullidos y gruñidos amenazantes en la zona de las basuras. El motivo de la gresca acostumbra a ser los restos de comida que se han caído del cubo de alguna vecina que los arroja al contenedor sin bolsa.

Que los gatos se paseen por las basuras no significa que contraigan o propaguen determinadas enfermedades parasitarias. Al contrario. Los gatos son animales sumamente higiénicos que se autodesparasitan y se asean constantemente. Utilizan unas cuatro horas diarias para limpiarse. Además, son muy celosos con sus deposiciones y nunca sabes donde realizan sus necesidades. Por lo que no es habitual ir por la calle y decir “joder, acabo de pisar una mierda de gato”.

Así, a partir de la experiencia personal y de la sabiduría popular podemos determinar que los gatos son animales de espíritu libre, que no atacan a las personas y que son higiénicos y autosuficientes. En consecuencia, podríamos aseverar que los gatos pueden vivir al margen de la sociedad [humana] cuidando de sí mismos, sin nadie que les controle y sin meterse con nosotros.

A estas alturas quizás se pregunten porque hablo de los gatos. Pues este análisis no viene propiciado porque hoy precisamente sea el Día Internacional del Gato. El motivo es que uno se ha enterado de que la primera medida del teniente de alcalde de los comunes en el nuevo gobierno municipal de Lleida (ERC, JxCAT y Comuns) será la de contratar a una empresa externa para que elabore un censo de gatos callejeros.

El objetivo para tenerlos controlados, con el consecuente gasto público, es capturarlos, identificarlos y esterilizarlos, no vaya a ser que las mafias felinas terminen por hacerse con los burdeles clandestinos de la urbe. Alguno diría que es buscarle tres pies al gato, pero lo penoso del caso es que mientras el Ayuntamiento legaliza la colonia de gatos callejeros, algunos temporeros sin trabajo, como cada año, seguirán durmiendo al raso -o hacinados en almacenes municipales- sin documentos que los identifiquen. Que no les den gato por liebre.

JACOBO PIÑOL FONTOVA

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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