Hay dos tipos de poder. Uno es el que busca ser explícito, mostrarse y que en su propia escenificación busca construir una herramienta para consolidarse. El otro es anónimo. Busca el contrario, pasar desapercibido, aunque la realidad nos hace patente su existencia.

Del primer poder tenemos muchas evidencias. Del mismo modo que se hace explícito y se muestra abiertamente, nosotros lo sufrimos y somos conscientes constantemente que lo tenemos encima. No hay que ir muy lejos para encontrar ejemplos. La política institucional es una buena muestra de lo que digo. Hay unas personas, generalmente de forma permanente, que protagonizan los espacios de la vida colectiva donde se escenifica la toma de decisiones. Los parlamentos estatales y autonómicos, consistorios municipales, gobiernos de diferente clase son un paradigma de ello. Las personas que los integran adquieren relevancia pública, conocemos la cara y el nombre de una parte de ellas, acumulan seguidores al TUITT, se las llama para opinar sobre casi todo los medios, etc. Sabemos de qué hablo, no me extenderé.

A otro nivel, pero como una forma de poder similar, hay toda la escenificación de personas uniformadas, armadas hasta los dientes, a calles, estaciones de tren, aeropuertos o haciendo aparatosos controles en las carreteras sin motivo aparente. Lo vemos también en las manifestaciones, donde tenemos muy claro que el despliegue de policías antidisturbios y furgones busca recordar quién tiene el monopolio del espacio público dentro de los actuales estados. Y de paso marcar, hacia el resto de la población, los manifestantes como elementos raros, ajenos a lo que sería el concepto de «persona normal».

Así pues, el primero es un poder que nos acompaña cada día en una buena parte de las imágenes y experiencias que nos depara la realidad. Un poder del que los medios de comunicación, de manera reiterada, no se cansan de recordárnoslo en la existencia.

El poder anónimo es más difícil de identificar. Y, por mucho que sepamos que existe, de combatir. Intuimos que detrás muchas decisiones de gobiernos (municipales, estatales, autonómicos, …) hay alguien que las promueve. También decimos, aunque sin ponerle cara, que tal o cual partido político responde al gran capital. Ahora está de moda hablar del «partido del IBEX-35». Y que este tipo de vínculos explican con las grandes corporaciones capitalistas, como por ejemplo de manera descarada con en Macron en Francia, que los medios de comunicación nos lo hagan aparecer en cada momento de nuestro día a día. Incluso nosotros tendemos a jugar el mismo juego cuando nos referimos a un ente abstracto, el «Capital», como nuestro enemigo. Como si existiera al margen de personas que lo hacen funcionar y lo defienden.

Muchas situaciones pueden servir para ejemplificar lo que digo. Explico dos. El 23 de abril de 2009 una serie de miembros de la Asamblea de PDI (personal docente e investigador) y PAS (personal de administración y servicios) de las universidades catalanas hicimos presentarnos ante la puerta del Palacio de Pedralbes de Barcelona . Era parte de la batalla contra la imposición del Plan Bolonia en las universidades que se estaba entregando ese curso en todo el estado y que en Cataluña se hacía a golpes de porra y expedientes a estudiantes. Y íbamos a repartir un libro que habíamos hecho a las «autoridades» de todo tipo que iban a uno de los principales actos institucionales del día de Sant Jordi. Allí vimos consejeros, ministros, jefes de la oposición, vicepresidentas de la época, diputados, etc. Más o menos a todos y todas los íbamos reconociendo. Eran caras públicas, televisivas. Ejemplificaban aquel poder que se muestra a sí mismo. De los militares y religiosos que fueron apareciendo no reconocíamos cabeza. Pero los uniformes, con medallas y bandas en el caso de los militares, nos daban una idea que también eran parte de ese poder con voluntad de mostrarse a torcido y en derecho.

El mismo día, de coches grandes y generalmente con chofer, aparecieron también algunas decenas de personas trajades. Con ropa y relojes muy caros. No había que ser demasiado perspicaz para intuir que era de esa gente que simplemente con una orden podían enviar cientos o miles de personas en paro, deslocalizar industrias y, quien sabe, si hacer caer ministros o gobiernos. Algo nos llamó la atención. No conocíamos de la cara de ninguno de ellos. Y, por extensión, tampoco su nombre. Unas personas que seguramente podían destronar al primer grupo nos eran unas perfectas desconocidas. Anónimas.

El segundo ejemplo. Lunes 15 de enero de 2018, el día que hacía 40 años del Caso Scala. Pero no tiene que ver con ello. Se trata de la sentencia del Caso Palau. Condena en Millet y en Montull, iconos de formas de poder explícito a su época. Condena el tesorero de Convergencia, señala el propio partido que durante años usó Cataluña como su corral e incluso a Artur Mas de que nadie se nos escapa que ha dejado la presidencia del PDCAT por ello. Todo por corrupción, para recibir dinero de Ferrovial a cambio de la concesión de obra pública. En cambio, no condena a nadie de Ferrovial, que es quien corrompió, quien pagó. Cuando digo a nadie, me refiero a los peces gordos, a los fines de consejos de administración y cosas similares, los principales accionistas. A nadie. Los que ponen y quitan ministros pero que no conocemos la cara, han seguido pasando desapercibidos. Y, de hecho, diría que ningún medio de comunicación ha preguntado por ellos. Y parece que nadie les exige ninguna responsabilidad o medidas como, por ejemplo, que se les retire cualquier contratación pública. Curioso (o no).

En definitiva, hay dos tipos de poder. Uno es el que se pone bien ante las cámaras, se pone medallas y uniformes. Y el otro. El anónimo. Lo que pasa desapercibido. Lo que mueve los hilos realmente, incluso los del poder más aparatoso.

Sin olvidarnos del primer poder, hay que empezamos a sacar a la luz pública el segundo. Con nombres y apellidos. Y recordar, a lo menos, quienes son nuestros enemigos.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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