altEl mundo del arte, en sus más variadas facetas, nunca ha dejado de depararnos misterios, sin necesidad de los recursos mercadotécnicos de Dan Brown. La historia de Anthony Blunt, por ejemplo, siempre me ha resultado fascinante y tierna a la vez.

 

 

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El mundo del arte, en sus más variadas facetas, nunca ha dejado de depararnos misterios, sin necesidad de los recursos mercadotécnicos de Dan Brown. La historia de Anthony Blunt, por ejemplo, siempre me ha resultado fascinante y tierna a la vez. Su erudición artística le permitió durante años estar al frente de la pinacoteca de la reina Isabel de Inglaterra, hasta que un día de 1962 los servicios secretos británicos descubrieron su condición de comunista, espía para la Unión Soviética y homosexual, tres cualidades no muy bien vistas en los ambientes tories que solía frecuentar.

 

Blunt pertenecía a una selecta red de espionaje que Moscú tejió en los años 30 captando jóvenes y prometedores universitariosmarxistas, procedentes de la flor y nata de la sociedad. Entre ellos estaba también el no menos seductor Harold KimPhilby, corresponsal en España de The Times durante la guerra civil, a quien Franco llegó incluso a condecorar sin imaginar que en realidad pasaba información al Kremlim y que su misión incluía la orden de, si encontraba la ocasión, asesinarle. Kim, como otros de sus compañeros, acabó exiliándose a la Unión Soviética años más tarde, tras ser descubierto por los agentes de Su Graciosa Majestad. Otros, sin embargo, al ser desenmascarados optaron para salvar el pellejopor transformarse en agentes dobles.

 

El refinado Anthony Blunt fue uno de los que sedejó llevar por la debilidad y se transformó en delator. Un oprobio que al menos le permitió  seguir disfrutando con las bellas pinturas del Palacio de Buckingham y las discretas caricias de algún joven muchacho, consuelo nada despreciable para una vida siempre corta. Y así fue hasta 1979 Margaret Thatcher cuando decidió romper el pacto de silencio que existía y desveló su nombre como espía comunista. La vida del viejo Blunt se desmoronaba. La reina le despºedía de palacio y le retiraba todos los cargos concedidos por sus servicios, incluido el título de lord. Pocos años después, este hombre que acabó siendo traidor a su patria, a sus ideales y a sus camaradas, moría entre el olvido y el desprecio.

 

Descarto que detrás de los recientes registros y detenciones realizados en el Palau de les Arts vaya a surgir alguna historia de la talla de Blunt. En las tierras valencianas hace tiempo que se abandonaron las selectas conspiraciones  protagonizadas por los Borja, para conformarse con meras maquinaciones marrulleras de tres al cuarto. Hasta en la alta cultura se ha producido esta renuncia, donde lo sublime acabó dejando paso a ese espíritu de cortijo de tan larga tradición en la derecha española (con discípulos adelantados también en la izquierda, todo sea dicho). Hoy podría hacerse una inigualable Museo del Patetismo con las aportaciones realizadas por Consuelo Ciscar en el IVAM o por Helga Schmidt en el palacio de la ópera. De hecho, resulta imposible contener el bochorno al comprobar cómo quienes llegaron al poder rasgándose las vestiduras por la intervención en el teatro romano de Sagunto, han terminado convirtiendo el inconcluso proyecto de Grassi en un ejercicio de inocencia frente al alud de despropósitos acumulado en forma de ciudades rimbombantemente bautizadas de la Luz, del Teatro, o de las Artes y la Ciencia. Al final, todo se ha desmoronado como un castillo de naipes, o como vulgares piezas de un trencadís de Calatrava.

 

Perdamos pues la esperanza de encontrar algún personaje sorprendente detrás de estas ruinas. Allí solo quedará los despojos finales de la casquería disfrazada de como alta cultura del despilfarro. Por eso, pese a los grandes esfuerzos de Alberto Fabra por desenmascarar a su topo, nunca tendremos el consuelo de encontrarnos con un Anthony Blunt, un villano con la altura moral suficiente como para llegar a ser traidor, espía, comunista y maricón.

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