altBarcelona fue noticia en los últimos días del mes de mayo de 2014 por los incidentes registrados tras el inicio de la demolición del centro social de Can Vies, una decisión municipal que despertó al monstruo de decepción y rabia dormido

 

 

Barcelona fue noticia en los últimos días del mes de mayo de 2014 por los incidentes registrados tras el inicio de la demolición del centro social de Can Vies, una decisión municipal que despertó al monstruo de decepción y rabia dormido en el ánimo de tantos ciudadanos, jóvenes y mayores, cuya experiencia cotidiana certifica el inmenso cisma que las acciones de los políticos marcan con respecto a las inquietudes, aspiraciones y problemas de sus teóricos representados.

 

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Xavier Trías creó un problema que no existía al ordenar el asalto a Can Vies, centro social autogestionado sito en el corazón de Sants, un barrio de clase trabajadora y pequeño comercio con dilatada tradición asociacionista. A diferencia de otras experiencias okupas habidas en la ciudad, pero también en consonancia con muchas de ellas, Can Vies no suponía ningún problema de convivencia, ni mucho menos una emergencia de orden público, puesto que llevaba funcionando con normalidad desde 1997 como sede de distintos colectivos de acción política y cultural, y disfrutaba del apoyo vecinal.

 

Planes y motivos, y viceversa

 

El inmueble de Can Vies es propiedad de la gestora municipal Transports Metropolitans de Barcelona (TMB). A través de la misma, el Ayuntamiento barcelonés ya interpuso una temprana denuncia por usurpación contra los ocupantes del edificio (mayo de 1997), con el socialista Pascual Maragall en la alcaldía, pero la retiró nueve meses después, debido a la fuerte contestación ciudadana. El pleito quedó adormecido hasta 2006, cuando los servicios jurídicos municipales volvieron a la carga con una segunda demanda, esta vez con Joan Clos en la alcaldía (socialista igualmente). Según los planes urbanísticos del consistorio, Can Vies estaba afectado por las obras de cobertura de las vías del ferrocarril de alta velocidad (proyecto que en su planificación original fue muy criticado por las asociaciones de vecinos de Sants). En 2007, las vías quedaron cubiertas sin necesidad de intervenir sobre el inmueble en litigio.

 

El proceso judicial prosiguió su lento curso y en marzo de 2014 un juzgado de primera instancia autorizó el desalojo, efectuado semanas después, el 26 de mayo, cuando dos centenares de agentes de los Mossos d’Esquadra. La resistencia pasiva de los activistas del movimiento okupa nada pudo hacer contra el despliegue de medios policiales.

 

Se preguntará el lector: ¿qué urgencia tenía el Ayuntamiento para ejecutar de tal modo el desalojo, y con esa premura, tantos años después? ¿Quizá tenían los ediles condales un proyecto estrella para Can Vies? Parece ser que no. Una de las circunstancias más oscuras que concurren en todo este asunto es el improbable plan de futuro que el consistorio reserva a Can Vies. Se habló en su día de convertirlo en zona verde, concretamente en una rampa ajardinada, pero las arcas municipales están exhaustas debido a la crisis y no puede hacerse esfuerzo económico alguno en un paraje urbano que presumiblemente quedaría vacío, de culminarse la demolición.

 

Con la propiedad reconvertida a capricho de su amo, puede que la justicia quedase restaurada en su sentido estrictamente legal, pero la ciudad perdería un activo social y cultural por la sola soberbia de sus mandatarios, a cambio de una calva en su urdimbre urbana. No obstante, se entiende el empeño: para la clase política y la sociedad biempensante barcelonesas, Can Vives solo era un molesto vivero de agitación, incluso un avispero del que habían recibido los picotazos de iniciativas como los encierros de inmigrantes de 2005, la Plataforma contra la Especulación, los grupos antidesahucios… En fin, de toda esa mala gente que se revuelve contra las leyes injustas, aunque investidas de sacralidad formal para quienes las promulgan.

 

Espita de muchos males

 

El desalojo y parcial demolición de Can Vies desató casi una semana de tensión que convirtió el barrio de Sants en escenario de escaramuzas nocturnas entre manifestantes y policía, con destrozos en el mobiliario urbano y propiedades privadas (sobre todo, agencias bancarias).

 

Resulta innecesario comentar la situación de este país a cuyas calles ha vuelto la alegría, como dijo la vicepresidenta Sáez de Santamaría, y que ya está en la vía del crecimiento, mantra oficial del gurú Guindos. Quede el análisis para tan sesudos personajes, mucho mejor formados e informados. Sin embargo, obvio es que amplias capas de la sociedad española, catalana y barcelonesa tienen serias discrepancias de percepción con los gobernantes de las distintas administraciones, dado el deterioro sufrido en sus condiciones de vida.

 

Muchas personas se ven en una situación límite, lindante con la hambruna, y su atención no puede fijarse en actitudes de rebeldía, determinada como está por la simple persecución de la supervivencia. Pero otras todavía mantienen posiciones reivindicativas y se sienten directamente agredidas por actuaciones como la del Ayuntamiento barcelonés con Can Vies, pues contemplan este tipo de medidas como síntoma de un desprecio generalizado hacia todas las facetas de la vida del ciudadano de a pie. En tal sentido, Can Vies ha sacado a la luz el descontento profundo de los desempleados, los precarizados, los jubilados de pensiones revalorizadas…. Ha sido una espita para exteriorizar ante luces, taquígrafos y cámaras la enorme tensión social que no siempre merece la atención de los principales medios de comunicación, más dados a la justificación del burócrata y la deificación del deportista de turno.

 

Ya se sabe que la revuelta es el banderín de enganche de muchas causas justas, pero todas ellas tienen una hermana fea, la frustración, de cuyo carácter huraño y violento es fácil contagiarse en determinadas circunstancias. Así pues, raro sería que la violencia no concurriera a una protesta en la que se enfrentan, de un lado, la soberbia del gobernante, y en la parte contraria, la congoja de quien se siente humillado. El resultado: más de 80.000 euros en destrozos, sesenta y un detenidos en cuatro días (con varias denuncias de malos tratos presentadas por sus letrados), heridos en ambos bandos. También polémica entre residentes: los vecinos recibieron a los antidisturbios con caceroladas de protesta, pero luego increparon a los grupos de jóvenes que destrozaban mobiliario urbano y escaparates de comercios…

 

Hablando de una violencia…

 

A pesar de los destrozos, o a cuenta de estos, la hipotética utilidad de la violencia era materia de conversación recurrente en los corrillos de espectadores de los sucesos. Los comentarios, variopintos, podían sintetizarse en algo así como: “A mí no me gusta la violencia, pero si no llegan a quemar contenedores, aquí no se entera nadie de lo que está pasando.” Y a continuación se recurría a la teoría del agravio: “A Millet, un año de cárcel que no cumplirá, ¿y a los detenidos de Sants?”; “¿Qué es mayor violencia, quemar un contenedor o tener que buscar comida de él?”.

 

Es detestable el análisis, y mucho más el balance, que antepone cualquiera de las versiones del utilitarismo a la consideración ética de las conductas y las situaciones. Los malos ejemplos ajenos jamás justifican su emulación en nuestros propios actos; sobre ese principio se basa el sentido más elevado de la justicia, el mismo que, por ejemplo, ha propiciado la abolición de la pena de muerte en tantos países. Desde esta perspectiva ética, los actos de vandalismo o violencia callejera resultan sencillamente injustificables; además, no solo son malos en sí mismos, sino que afectan a bienes públicos de utilidad para el ciudadano de a pie, el mismo cuyo partido y defensa reivindican los vándalos.

 

De otro lado, el vandalismo también es inútil desde una perspectiva táctica, dado el efecto desmovilizador que ejerce sobre muchas personas (¿cuántos vecinos de Sants rehúyen ahora a los defensores de Can Vies, a causa de los daños materiales sufridos por el barrio?). De este modo, la acción por la acción, en vez de impulsar la gran marea de la protesta ciudadana, cumple un efecto opuesto, funcionando como espita –aquí también– que disipa la presión a que se veían sometidos los poderes públicos. Ni siquiera su poder testimonial la redime, dada la facilidad con que es manipulada por los poderosos y sus voceros.

 

…y de la otra

 

Por supuesto, la condena del vandalismo no justifica la actuación torpe y al parecer impulsiva, rebosante de soberbia en el caso de Can Vies, de unos poderes públicos de dudosa eficiencia y siempre bajo sospecha de corrupción o malas prácticas, bagaje de méritos con el que difícilmente pueden arrogarse ningún sentido de la justicia, ni siquiera cuando ejercen las funciones que legítimamente han sido delegadas en ellos por la ciudadanía.

 

A esos poderes públicos pertenece orgánicamente el cuerpo de Mossos d’Esquadra, que también debería aplicarse la norma ética fundamental de que la falta ajena no justifica mi falta, mucho menos mi pecado. El rigor con que suele proceder la Brigada Mòbil de la policía autonómica siempre es motivo de controversia entre la voz del Govern catalán, prácticamente solitaria pero ampliada hasta el estruendo por los medios de comunicación esclavos, clientelistas y aliados, y el coro numeroso pero asordinado de la sociedad. De cualquier modo, la coartada de la represión del vandalismo suele proporcionar a los responsables del orden todo un castillo de argumentos y pretextos donde cobijarse; lástima para ellos que en estas ocasión la fortaleza fuera de naipes, porque la derruyó por completo una pésima jugada, quién sabe si impulsiva o premeditada: el asalto a La Directa.

 

La Directaes un semanario digital con sede en Sants. De cariz izquierdista y alternativo, provee a la ciudadanía de abundante información sobre los movimientos sociales. La tarde-noche del 26 de mayo, un grupo de policías cargó a las puertas de su redacción contra varias personas allí reunidas, entre ellas varios periodistas, y causó daños materiales en la sede de la publicación, cuyos trabajadores acusaron a los policías de haber intentado un asalto en toda la regla. El escaparate quedó roto a porrazos; parte de sus cristales se clavaron en la cara y tórax de un colaborador de la publicación, que necesitó asistencia hospitalaria; una periodista de la Cadena SER, medio de comunicación poco sospechoso, recibió golpes de porra y confirmó que la actitud de los Mossos era propia de asaltantes. Otro testigo directo del suceso fue David Fernández, diputado de la Candidatura d’Unitat Popular (CUP) en el Parlament de Cataluña. En el momento del incidente no había manifestantes ni disturbios en la calle donde se encuentra La Directa. (Para desgracia de algunos y bien de todos, las grabaciones espontáneas de los teléfonos móviles se están convirtiendo en las mejores aliadas de la verdad.)

 

¿Estaban en situación de incontrolados, los agentes que participaron en ese acto presumiblemente delictivo? ¿Obraron demotu proprio o por el contrario seguían órdenes de sus mandos, o de algún misterioso “Señor X” de la Conselleria d’Interior? La gravedad sería pareja en ambos casos. El Govern de la Generalitat no puede permitir estas ligerezas, a cuyos autores se paga también, como la reposición de los contenedores quemados, de los impuestos que nutren las arcas públicas.

 

Doble suspenso

 

Tras cuatro noches de protestas y pocas horas antes de que colectivos de toda la ciudad se manifestaran en solidaridad con los desalojados de Can Vies (marcha que también conllevó algaradas callejeras), el 31 de mayo anunció el alcalde Trías la suspensión de los trabajos de demolición, así como su voluntad de reconstituir la misma negociación cuya existencia se había negado históricamente (el Ayuntamiento siempre achacó la falta de acuerdos a la nula voluntad de diálogo por parte de los okupas). Una semana después parecía evidente que terceras personas estaban tendiendo discretos puentes de diálogo, no públicos aún, entre los dos bandos.

 

¿A qué se debió el cambio de actitud del munícipe? ¿Quién no experimenta la tentación de relacionar su rectificación con los contundentes efectos de la violencia callejera? Efecto material, de pérdidas económicas ocasionadas por los disturbios, y efecto propagandístico negativo para una ciudad que quiere postularse como espejo de todas las bondades del civismo, una vez decantada económicamente hacia la apuesta turística.

 

Si la conjetura es cierta, mal ejemplo por partida doble ha ofrecido el alcalde. Desde la óptica de los detractores de la actuación municipal, por negar inicialmente la evidencia, luego reconocida de facto, de que el dilatado aprovechamiento colectivo y autogestionario de Can Vies genera un tipo peculiar de propiedad (o de “posesión”, un término libertario decimonónico que quizá sea más grato a los okupas). Y desde una perspectiva oficialista y con el lenguaje que le es propio, por subordinarse al chantaje de los violentos. Así pues, doble suspenso se mire como se mire: si el político tiene la obligación de instruir con su conducta, la enseñanza a seguir en este caso solo puede calificarse de pésima.

 

Moraleja

 


Como corolario de todo este episodio, una reflexión. La única justificación a la titularidad de propiedades por parte de los poderes públicos es el uso de las mismas en beneficio de la ciudadanía, de cuyos impuestos se sufragan los unos y las otras. Las distintas administraciones –los gobiernos central o autonómico, el Ayuntamiento…– no pueden disponer de sus bienes con la misma ligereza que la costumbre permite a un particular, porque a falta de mayor conciencia ética sobre la finalidad social de la propiedad y sus réditos, es comúnmente asumido que un ciudadano puede demoler con toda libertad un inmueble del que es dueño, si le apetece, para dejar en su sitio un solar que renuncia a utilizar, y todo ello sin necesidad de dar mayores explicaciones. Sin embargo, cualquier medida que afecte a bienes públicos debe estar exenta de capricho y orientada a generar un efecto favorable sobre el lugar donde se actúa. No ha sido el caso de Can Vies, puesto que el Ayuntamiento ofrecía a los vecinos de Sants una opción inaceptable para el sentido común: cambio institución ciudadana activa e integrada por descampado, hogar de todas las decepciones y mugres. Nadie es tan tonto como para transigir con esa estafa, y de haber algún retardado, ese sería el padre de la añagaza o el mandamás que la convirtió en acción ejecutiva.

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