¿Cómo poner por escrito ese gesto que hacemos cuando detenemos la lectura para pensar en ella? Pensar en leer. ¿Qué es leer? ¿No será detener esa voz que enuncia, habla en un texto –no alguien que habla sino eso que me habla a , que leo-?. Detener la voz que habla, para pensar en lo que dice, exige el gesto: el libro se descuelga de las manos que lo sostienen y reposa en algún lugar de las inmediaciones… abierto, con el lomo mirando hacia arriba y las páginas pegadas a alguna superficie, o cerrado, con las páginas veinte a veintiuno tocándose como labios apretados.

Ahora pienso. Los signos se vuelven inscripciones que imponen el trabajo de lectura. Mi relación de mujer moderna con los signos consiste en descifrarlos, hacer estallar sus códigos para que no me opriman. Quiero escribir sobre Berlín pero leo. Someto a Berlín a la escritura y Berlín mismo se convierte en un criptograma que quiere ser descifrado. Berlín deja de ser el referente de las terrazas en las calles con mantas de colores colgadas en los respaldos de las sillas. Ahora es una guía de ciudad, el libro que reposa en mis muslos.

En mi libreta comprada en Atenas, las frases de Berlín se encadenan en una sola frase. Es un discurso, el arquetipo del enunciado con mayúsculas. Marlene Dietrich vivió en París, en una avenida cercana a mi buhardilla de estudiante. Desafió el reglamento de la gendarmería francesa que prohibía a las mujeres vestirse con traje de hombre. Se travestía en garçonne.  Queriendo explicar sus vínculos antifascistas, pronunció la frase Aus Anstand, por decencia.

Voy a seguir leyendo pero cambiaré el texto. Cojo cualquier otro libro pero no porque el que acabo de cerrar no me guste. Se trata de que una lectura siempre lleva a otra, como un camino conduce a otro  y como haber alcanzado la cumbre nos hace levantar la cabeza para interrogarnos sobre la siguiente.

En Berlín se puede caminar sin pausa. La ciudad es llana y sus espacios vacíos rompen las líneas paralelas de la geometría urbana. Hay plazas, jardines y parques que abren volúmenes territoriales donde numerosos bancos de madera invitan a la distancia. Una puede sentarse, levantar la vista y contemplar los alrededores. Sin embargo, Berlín invita a seguir adelante, como un travelling que ofreciese una sucesión de trazos fugaces en movimiento. Los trenes y raíles adquieren en Berlín un tinte espectral, siniestro. Acarrean todo lo humano al campo. La vida y la muerte pendían de un hilo. Pequeñas placas de latón en el pavimento recuerdan los nombres de quienes un día fueron arrancados de sus pisos y apartamentos.

Berlín se mueve hoy a ritmo de bicicleta. La gente evita los vagones del metro. Los coches circulan despacio. En el Este y en el Oeste, la gente camina hacia delante. Dice una guía de viajes que en cada casa de Berlín hay un mueble de Ikea. La mitad de la población de Berlín vive sola. En Kreuzberg, sin embargo, las familias turcas llenan los interiores domésticos, zapatos que hablan de abuelos y nietos que viven juntos descansan sobre el felpudo o detrás de la puerta de la mezquita. En otros barrios, las narrativas familiares se hacen de otra manera. En Schöneberg, la comunidad gay masculina compra en las tiendas vestuario para una escena erótica. Observo los escaparates y saco la impresión general del uniforme. La gorra negra con visera rígida, las esposas, las cadenas, recuerdan a los policías. ¿Un juego de buenos y malos o simple práctica política que parodia  la sospecha?

En Mitte, los turistas agotan sus horas en museos y  monumentos. Berlín habla. Hay pocas ciudades tan perfectas para perder el tiempo. Para quienes viajan deprisa, una guía con vocación sintética se hace imprescindible. Leer algo siempre orienta.

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