artur mas oriol pujol

Pirro fue rey de Epiro, en noroeste de Grecia, en el siglo III a. C. Tuvo un reinado muy activo a efectos militares, destacando entre sus hechos de armas las dos derrotas que infligió a las tropas de la República romana, que emergía como nueva potencia bélica. Sin embargo, esas dos victorias costaron tal número de bajas al ejército de Pirro que acabó perdiendo la guerra. Desde entonces, a esos triunfos amargos que no solucionan los problemas de sus protagonistas o no alcanzan a serles de utilidad para culminar sus fines, se les denomina victorias pírricas, y una de ellas tuvo lugar el pasado 27 de septiembre de 2015, en las elecciones al Parlament de Cataluña.

Los catalanes fueron llamados a las urnas en unos comicios calificados de plebiscito por la opción política que partía como favorita, la coalición Junts pel , integrada por Convergència Democràtica de Catalunya (CDC), Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y pequeñas escisiones del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) y de Unió Democràtica de Catalunya (UDC). Como se esperaba, esta fuerza recibió más votos que ninguna otra, pero no logró alcanzar la mayoría absoluta de sufragios, ni tan siquiera con la suma de la otra formación secesionista, la Candidatura d’Unitat Popular (CUP). Insuficiencia de votos que la ley electoral compensó con mayoría absoluta de escaños, gracias a un procedimiento de recuento y asignación de representantes tan malo como la ley electoral española, que no respeta la máxima básicapero eterna— de la democracia: un ciudadano = un voto.

La victoria pírrica de las formaciones proclives a la creación de la República catalana armó de argumentos a los partidarios de la unión con España, para quienes el independentismo había sido derrotado en toda la regla, un error de juicio que se debe a una manipulación del lenguaje en la que están de acuerdo tanto tirios como troyanos, si bien por distintos motivos. Bajo la etiqueta de “independentistas” se agrupa a los partidarios de una secesión directa y unilateral, identificándolos de modo exclusivo con Junts pel y la CUP, asignación que ambas fuerzas, por supuesto, procuran fomentar en interés del propio prestigio, y que los partidos unionistas mantienen para difuminar la potencialidad oculta del independentismo. Pero esta limitación es restrictiva en exceso, puesto que existe también una porción social independentista no incluida en las siglas mayoritarias, que rechaza la unilateralidad y considera imprescindible la celebración de un referéndum de autodeterminación.

Al dar prioridad al proceso con respecto al fin (deslegitimado si el primero no se ejecuta con absoluta corrección), los otros independentistas concurrieron a las elecciones del pasado septiembre unidos a una parte de los partidarios del mantenimiento de los vínculos con el estado español, pero que consideraban igualmente necesaria la celebración de una consulta popular vinculante, bajo el lema Catalunya que es Pot. Por lo tanto, el unionismo podría verse trágicamente defraudado si la ciudadanía catalana tuviera oportunidad de decidir su futuro de un modo directo y vinculante, al suponerse que ninguno de los secesionistas unilaterales despreciaría la ocasión, si se diera, de pronunciarse en referéndum junto con los defensores más insistentes de esta vía.

Ese cómputo aglutinador de voluntades en torno a la exigencia de un plebiscito debería ser la guía de actuación del nuevo gobierno catalán, pero la sensatez parece haberse evaporado de los cerebros de la mayoría parlamentaria Junts pel -CUP. En fechas previas a la constitución del Parlament, destacados líderes de ERC y CUP habían reconocido que los resultados electorales no permitían la ruptura unilateral, aunque la reclamación de un referéndum. Por ello parece inexplicable que en la sesión inaugural de la cámara se optase de modo entusiasta por la “desconexión” (eufemismo de ruptura unilateral). De esta manera se enfilaba institucionalmente un camino cuya idoneidad no ha sido avalada por el sufragio popular, ni en las elecciones pasadas ni en una consulta por venir. Este despropósito no solo pone el balón sobre el tejado del gobierno central, sino que la pelota con que juega la Generalitat queda pinchada en las asperezas de la coraza de tejas legales con que Rajoy y adláteres cubren su descomunal desprecio hacia el sentido profundo de la palabra democracia. Así pues, una razón más para enfocar fuerza y estrategia en pro de la consulta, y no de una ruptura sin el aval popular necesario.

No obstante, y sin detrimento de lo anterior, cabe formular otras especulaciones posibles acerca del pinchazo electoral del secesionismo unilateral. Aunque se quiera plebiscitarlas, unas elecciones no son estrictamente un plebiscito, y la entente CDC-ERC ha apartado no ya de la causa de la independencia, pero del presumible gobierno de coalición que dimanará de tal alianza, a un número importante de votantes que podrían dar su apoyo a la creación de un nuevo Estado en el caso de convocatoria de consulta popular. Hace diez meses, cuando Mas era un cadáver político y ERC podía haber ganado con una mayoría cualificada las inminentes elecciones anticipadas, Junqueras perdonó la vida al president y le concedió el árnica de nueve meses de renovado e injustificable liderazgo, con tal de acceder por la vía más rápida posible a una hipotética independencia, que debía basarse en el triunfo acaparador —sin necesidad de la ayuda del señor D’Hont— de la opción secesionista en las elecciones de septiembre. La jugada táctica de Junqueras ha resultado un fiasco, a pesar de la alta participación electoral; quizá lo deslumbró la gran marea humana desplegada en las ocasiones más sonadas de la reivindicación independentista. Cabría preguntar qué fue de los dos millones de personas que cubrieron Cataluña de punta a punta asidos de las manos, o que trazaron aquella “V” majestuosa sobre el plano de Barcelona, aunque la respuesta tal vez sea sencilla: estaban también en las urnas, en los más de un millón novecientos mil votos recibidos por los secesionistas, i prou. Quizá no había más, todos concurrieron a cuantos actos públicos se les convocó, ora a manifestarse ora a votar. Éxito completo de convocatoria (hito histórico en estos lances), pero fracaso sufragístico evidente, y quizá debido a esa alianza CDC-ERC que muchos consideran contranatura.

Si el desistimiento de Mas propicia finalmente la formación de un gobierno con apoyo de la CUP, la tarea no será fácil para el ejecutivo. Alguien tendrá que sacrificar mucho de sus posiciones programáticas para el sostenimiento de un gabinete nacido para dirigir un período transicional supuestamente breve —en torno a los dieciocho meses, según cálculos halagüeños— y evitar que las decisiones parlamentarias no vuelvan a alinearse en torno al más común eje derecha-izquierda, reacomodación que podría hacer estallar la marcha actual del procés. En la gestión de la cotidianidad hallará su suplicio este gobierno, sobre todo si Mas o su sustituto se llenan la boca, como ya hizo el presidente en funciones en su discurso de investidura, con promesas de redistribución social de la riquezarenta básica universal, medidas contra la pobreza energética, etc.— que pueden escandalizar a sus compañeros convergents, tanto como al propio candidato en condiciones normales (y a muchos miembros y votantes de ERC también, porque su pertenencia a la izquierda resulta cuando menos oscilante).

Mientras tanto, un político de modos estólidos como Xavier García Albiol entona el Oigo, patria, tu aflicción en castellano, para que se enteren tós los patriotas de que la nueva Numancia tiene su líder en Badalona, Ciutadans habla de rescatar Cataluña como si se tratara de los refugiados que su futuro gobierno central de coalición con el PP no traerá a España, e Iceta hace público su coqueteo con el temido artículo 155. Ninguno de ellos quiere saber nada de un referéndumcomo tampoco quieren los partidos secesionistas de la “desconexión”, que votaron negativamente a tal propuesta, presentada por Catalunya que es Pot. Y lo hicieron al alimón con sus enemigos unionistas. De modo que en el Parlament se ha instalado el juego burdo del “Y yo, más”, basado en la pura intransigencia y, por supuesto, a espaldas de la voluntad popular, que solo puede pronunciarse sobre una cuestión de este calado con una pregunta directa, no en unas elecciones entre partidos.

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