El pasado 22 de julio de 2025, el Consejo de Ministros de España aprobó el proyecto de Ley de Información Clasificada, una norma destinada a sustituir la obsoleta Ley de Secretos Oficiales de 1968, promulgada durante la dictadura franquista. Esta nueva legislación introduce cambios significativos en la gestión de los secretos oficiales, trasladando su control a un órgano político dependiente del Ministerio de la Presidencia, Justicia y Relaciones con las Cortes, liderado por Félix Bolaños. Además, establece un sistema de desclasificación automática de documentos tras un período de 45 años, salvo que su publicación represente un riesgo para la seguridad nacional. Sin embargo, uno de los aspectos más controvertidos de la ley es su régimen sancionador, que impone multas de hasta 2,5 millones de euros a quienes difundan información clasificada, lo que ha generado un intenso debate sobre si esta normativa vulnera el derecho fundamental a la libertad de expresión.
Desclasificación automática y plazos definidos
La Ley de Información Clasificada busca actualizar un marco normativo anacrónico, alineándolo con los estándares de las democracias europeas. La legislación de 1968, aún vigente, no establecía plazos para la desclasificación de documentos, lo que convertía a los secretos oficiales en prácticamente eternos. La nueva norma introduce una desclasificación automática para la información clasificada en cuatro categorías: «alto secreto» (45 años, prorrogables por 15 más), «secreto» (35 años, prorrogables por 10), «confidencial» (7 a 9 años, sin prórroga) y «restringido» (4 a 5 años, sin prórroga).
Este enfoque responde a una demanda histórica, especialmente impulsada por el Partido Nacionalista Vasco (PNV), que durante casi una década ha abogado por una mayor transparencia en los documentos relacionados con el franquismo y la Transición. Según la portavoz del PNV en el Congreso, Maribel Vaquero, la ley es un paso positivo para “dar transparencia y ayudar a la verdad” sobre hechos históricos. Sin embargo, la desclasificación automática no se aplica a información procedente de otros Estados u organizaciones internacionales, como la OTAN o la Unión Europea, y puede suspenderse si una autoridad competente considera que persiste un riesgo para la seguridad nacional, lo que otorga al Gobierno una vía de escape para mantener ciertos documentos bajo llave.
La norma también permite que cualquier persona con un interés legítimo o profesional, como periodistas, historiadores o investigadores, pueda solicitar la desclasificación de documentos una vez vencidos los plazos establecidos. Este aspecto refuerza el acceso a la información, aunque la decisión final recae en la Autoridad Nacional para la Protección de la Información Clasificada, dependiente del Ministerio de la Presidencia.
Un órgano político al mando: la Autoridad Nacional para la Protección de la Información Clasificada
Uno de los puntos más controvertidos de la ley es la transferencia del control de los secretos oficiales desde el Centro Nacional de Inteligencia (CNI), adscrito al Ministerio de Defensa, al Ministerio de la Presidencia. Esta decisión ha generado tensiones internas en el Gobierno, especialmente con los ministerios de Defensa, Interior y Asuntos Exteriores, que han expresado su malestar por perder competencias en la gestión de información sensible.
La Autoridad Nacional, bajo la dirección de Félix Bolaños, será la encargada de gestionar los registros y bases de datos de información clasificada, decidir quién puede acceder a ella y determinar qué documentos deben permanecer secretos por motivos de seguridad nacional. Esta centralización en un órgano político ha suscitado críticas, ya que algunos sectores consideran que podría facilitar un uso discrecional de la clasificación para proteger intereses políticos más que la seguridad del Estado. El Consejo de Estado, en su informe sobre el anteproyecto, recomendó incluir excepciones específicas para evitar riesgos a agentes secretos, policías o infraestructuras críticas, pero el Gobierno optó por mantener una excepción genérica basada en la “seguridad nacional”.
Un régimen sancionador que enciende las alarmas
El aspecto más polémico de la ley es su régimen sancionador, que castiga la difusión no autorizada de información clasificada con multas que van desde un apercibimiento hasta 30.000 euros para infracciones leves, hasta 80.000 euros para las graves, y hasta 2,5 millones de euros en casos de “amenaza extremadamente grave” para la seguridad nacional. Estas sanciones no solo se aplican a funcionarios o cargos públicos, sino también a cualquier persona, incluidos periodistas, que difunda información clasificada, incluso si la obtuvo de manera fortuita.
El proyecto de ley reconoce el “derecho a la libertad de información” como un criterio de graduación para determinar las sanciones, pero no exime a los periodistas de responsabilidad. Esto ha generado preocupación entre organizaciones de defensa de la libertad de prensa y organismos como el Consejo Fiscal, el Consejo de Transparencia y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que han advertido que estas multas podrían generar un “efecto disuasorio” (o “chilling effect”) sobre el ejercicio del periodismo. El Consejo Fiscal, en un informe firmado por el fiscal general Álvaro García Ortiz, señaló que las sanciones podrían comprometer las libertades de expresión y comunicación, conforme a la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
Ana Pardo de Vera, en un artículo de opinión en *Público*, comparó esta situación con los casos de Julian Assange y Edward Snowden, alertando sobre el riesgo de retroceder a “momentos oscuros” en los que el derecho a la información se vea restringido. Organizaciones como Access Info Europe también han criticado la falta de representación del Consejo de Transparencia en la Autoridad Nacional, lo que podría limitar la supervisión independiente sobre las decisiones de clasificación.
¿Vulnera la ley la libertad de expresión?
La pregunta central es si esta ley representa una amenaza real para la libertad de expresión, un derecho consagrado en el artículo 20 de la Constitución Española. Por un lado, el Gobierno defiende que las sanciones son necesarias para proteger la seguridad nacional, argumentando que la revelación de ciertos secretos podría poner en peligro la vida de ciudadanos, agentes de inteligencia o infraestructuras críticas. Félix Bolaños ha insistido en que “la seguridad nacional no es ninguna broma” y que las multas están diseñadas para casos de extrema gravedad.
Sin embargo, la vaguedad del concepto de “seguridad nacional” como criterio para mantener documentos clasificados o imponer sanciones genera inquietud. La falta de un listado específico de excepciones, como recomendó el Consejo de Estado, podría permitir interpretaciones amplias que restrinjan el acceso a información de interés público. Además, el hecho de que las sanciones se apliquen incluso a quienes accedan a información clasificada de manera fortuita plantea riesgos para los periodistas y los denunciantes (o “whistleblowers”), quienes podrían verse disuadidos de publicar información relevante por temor a multas millonarias.
La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos establece que las restricciones a la libertad de expresión deben ser proporcionadas y estar justificadas por una necesidad imperiosa. En este sentido, la ausencia de exenciones claras para los periodistas y la imposición de sanciones desproporcionadas podrían contravenir este principio. El precedente de casos como Assange o Chelsea Manning, mencionados en el debate público, refuerza la percepción de que la ley podría utilizarse para silenciar a quienes revelen información comprometedora para el Estado, incluso si su difusión es de interés general.
Por otro lado, la ley incluye salvaguardas, como la prohibición de clasificar información relacionada con violaciones graves de derechos humanos o crímenes de lesa humanidad, lo que refleja un compromiso con la transparencia en casos de relevancia histórica o moral. Además, la posibilidad de que ciudadanos y profesionales soliciten la desclasificación de documentos fortalece el acceso a la información, aunque la decisión final sigue en manos de un órgano político.
Un equilibrio delicado
La Ley de Información Clasificada representa un avance significativo en la modernización de la gestión de secretos oficiales en España, al establecer plazos claros de desclasificación y facilitar el acceso a documentos históricos. Sin embargo, su régimen sancionador y la centralización del control en un órgano político han generado preocupaciones legítimas sobre su impacto en la libertad de expresión.
Para garantizar un equilibrio entre la seguridad nacional y los derechos fundamentales, sería necesario introducir salvaguardas más robustas, como criterios más específicos para la clasificación de información, una supervisión independiente de la Autoridad Nacional y exenciones claras para los periodistas que actúen en defensa del interés público. Sin estas modificaciones, la ley corre el riesgo de ser percibida como una herramienta para restringir el derecho a la información, en lugar de un paso hacia la transparencia.
Mientras el proyecto de ley inicia su trámite parlamentario, la sociedad civil, los medios de comunicación y los partidos políticos tendrán la oportunidad de proponer enmiendas que equilibren estos intereses contrapuestos. El desafío será encontrar una fórmula que proteja la seguridad del Estado sin comprometer los pilares de una democracia avanzada, donde la libertad de expresión y el derecho a la información son fundamentales.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





