Bruno Le Maire no es solo el ministro de Finanzas de Francia desde 2017, ni un escritor prolijo. En su tiempo libre, también es profeta. En otoño de 2021, cuando presentó el proyecto de Ley de Finanzas para 2022, dijo a los diputados que su presupuesto era la primera piedra de una «gran década de crecimiento sostenible». Era un momento para el optimismo: la economía mundial parecía recuperarse rápidamente de la crisis sanitaria. Los comentarios de Bruno Le Maire ilustran la euforia generalizada entonces en los círculos empresariales y entre los principales economistas.
El 1 de enero de 2021, cuando las heridas de Covid aún estaban abiertas, uno de los columnistas estrella del Financial Times, el periódico de la City londinense, Martin Sandbu, abría el Año Nuevo con un texto titulado: «Adiós 2020, año del virus y hola a los ‘rugientes años veinte'». El término, traducido tradicionalmente al francés como «années folles», hace referencia a los años veinte del siglo pasado que, al menos en Estados Unidos, fueron un periodo de fuerte crecimiento y el nacimiento de la sociedad de consumo. La posición de Martin Sandbu es sencilla. Los consumidores, tratando de olvidar la crisis sanitaria, al igual que un siglo antes habían tratado de olvidar los horrores de la guerra, se embarcaron en un frenesí de gasto, llevando a la economía a un círculo virtuoso y a «la mayor prosperidad en un siglo».
Esta idea tendrá un gran éxito en 2021. Es comprensible. Desde mediados de los años setenta, y más aún desde la gran crisis financiera de 2008, el capitalismo parece sumido en un proceso de debilitamiento sin fin, que combina una ralentización estructural del crecimiento, turbulencias financieras y tensiones en torno a la deuda pública y privada. La esperada vuelta a una fase de crecimiento fuerte y compartido parece que conducirá a una fase de estabilización política y social del capitalismo.
La nueva palabra de moda
Pero dos años después, el ambiente ha cambiado. La inflación ha vuelto a la mayoría de las economías, superando el 10% en algunos países occidentales por primera vez en cuarenta años. La tendencia inflacionista comenzó a mediados de 2021 y se aceleró con la invasión rusa de Ucrania al año siguiente, que volvió a sumir al mundo en la amenaza de una guerra total. Los salarios reales caen, el crecimiento se ralentiza y las catástrofes ecológicas se aceleran.
Así que el optimismo de principios de 2021 se ha acabado. Ya no hablamos de los locos años veinte, sino de una nueva fase de la crisis, más compleja, más general y más profunda. El 1 de enero de 2023, dos años después de la columna de Martin Sandbu, el mismo Financial Times definía el próximo año en una palabra: «policrisis». Esta palabra se convirtió en la nueva palabra de moda, la palabra de moda que todo el mundo en los círculos económicos y políticos estaba recogiendo. Unas semanas más tarde, se convirtió en el tema de apertura del debate en el famoso foro de Davos, el Foro Económico Mundial.
¿De dónde viene la palabra? El término fue recuperado por el historiador británico Adam Tooze a finales de 2021 y se generalizó tras el inicio de la guerra en Ucrania. Convertido en los últimos años en una auténtica estrella entre las élites intelectuales del mundo anglosajón, este profesor de la Universidad de Yale, de 56 años, siempre ha tratado de pintar cuadros históricos complejos, como en su libro de 2014 sobre las consecuencias de la Primera Guerra Mundial, El diluvio.
En los últimos años, sin embargo, su ambición ha sido convertirse en un «historiador del presente». Tras su seminal libro sobre la crisis financiera publicado en 2018, que le consagró como una autoridad mundial en la materia, a finales de 2021 publicó otro sobre la crisis sanitaria, El Apagón, en el que defiende que la pandemia de Covid ha cambiado el paradigma dominante y podría conducir a una economía más próspera. No está muy lejos de las ideas expuestas por Martin Sandbu.
Pero el historiador del presente cayó en la trampa de los acontecimientos. Cuando se publicó su último libro, el mundo experimentaba nuevas e imprevisibles convulsiones. Adam Tooze empezó a utilizar el concepto de «policrisis» en su muy leído blog, antes de popularizarlo en octubre de 2022 en un artículo del Financial Times titulado «Bienvenidos al mundo de la policrisis».
El historiador explica el término: «En la policrisis, los choques son dispares, pero interactúan entre sí, de modo que el conjunto es aún más insuperable que la suma de sus partes». Es como si los acontecimientos caóticos se multiplicaran y reforzaran mutuamente hasta culminar en una forma de desestabilización general del sistema (económico, financiero, institucional, ecológico, etc.). «Lo que hace que las crisis de los últimos quince años sean tan desarmantes es que ya no parece plausible señalar una única causa y, en consecuencia, una única solución», señala Adam Tooze.
Peor aún, las soluciones a ciertos aspectos de la policrisis están generando nuevas crisis. «Cuanto más conseguimos hacer frente [a la crisis], más aumentan las tensiones», resume el historiador. Terrible desilusión, pues, para quienes pensaban que la crisis sanitaria, con su intervención pública masiva, inauguraría una nueva era de prosperidad. Si bien esta solución impidió el hundimiento de la economía, sentó las bases de una ola de inflación al exacerbar las debilidades de la oferta productiva. Esto ha desestabilizado el orden económico de los últimos cuarenta años, basado en la baja inflación y los bajos tipos de interés, una sacudida reforzada por lo que los economistas llaman «externalidades», como el conflicto de Ucrania y la crisis ecológica, que hacen que la crisis sea aún más difícil de gestionar.
Un concepto tomado de Edgar Morin
Esta noción de policrisis no es nueva. Como señala Adam Tooze, está tomada del pensador francés de la complejidad Edgar Morin, que la planteó en los años 70 como una forma de tener en cuenta la cuestión ecológica. Le dio su forma definitiva en su libro de 1993 Terre-Patrie.
Morin define la policrisis como una situación en la que «crisis interconectadas y superpuestas» adoptan la forma de un «complejo interdependiente de problemas, antagonismos, crisis y procesos incontrolables» que forman «la crisis general del planeta». Esta visión es muy distinta de lo que en economía se conoce como «crisis sistémica», es decir, una crisis que desestabiliza todo un sistema pero cuyo punto de partida es un choque único e identificable. En este último caso, la espiral de crisis puede detenerse si se logra contener el contagio. Esta es la lógica que ha regido la gestión de crisis desde 2008, sin éxito.
En cambio, en una crisis múltiple, este tipo de contención no es posible, porque la crisis forma parte de una cadena de acontecimientos tan compleja que resulta imposible detenerla. Más aún, como hemos dicho, porque las soluciones propuestas dan lugar a nuevos problemas que extienden el contagio a otras zonas. El mundo sometido a la policrisis no es estático, está vivo: su crisis modifica su entorno, y su entorno modifica los términos de la crisis.
Aunque en su momento no se describió como una policrisis, la crisis financiera de 2008 ilustra cómo las «soluciones» pueden convertirse en «problemas». Esta crisis desencadenó una sobreinversión en China que salvó a la economía mundial del desastre, pero condujo a una sobreproducción de acero y hormigón, en particular, que agravó la crisis climática. Al mismo tiempo, esta recuperación china provocó una reacción en Estados Unidos, llevando al poder a Donald Trump, pero también una crisis de sobreproducción de la que China solo pudo salir a costa de una burbuja inmobiliaria que estalló en 2021… Cada solución abría una nueva crisis, provocando una desestabilización global.
El pensamiento de la complejidad se desarrolló mucho en el mundo anglosajón en las décadas de 2000 y 2010, sobre todo en el campo de la historia. Sin utilizar el término «policrisis», ha estado en el centro de las controversias sobre un acontecimiento antiguo pero intrigante: el final de la Edad de Bronce, a finales del siglo XIII a.C.. Un complejísimo complejo civilizatorio en torno al Mediterráneo oriental se derrumbó, o más bien se desintegró a lo largo de varias décadas, provocando la desaparición del imperio hitita y de la civilización micénica, pero también desestabilizando toda la región durante varios siglos.
Hubo muchos intentos de explicar la situación, algunos aduciendo la tradicional invasión de «pueblos del mar» procedentes del oeste o del norte, que destruyeron la civilización mediterránea, mientras que otros adujeron causas puramente económicas, sociales o medioambientales. Pero poco a poco se fue imponiendo otra idea, la de un conjunto tan complejo como inestable.
Las interacciones e interdependencias adquirieron tal importancia que el más pequeño grano de arena podía perturbarlo todo y provocar un colapso generalizado, a través de una serie de crisis que se alimentaban unas a otras. «Cuanto más complejo es un sistema, más probabilidades tiene de colapsar», resume el historiador Brandon Drake. A partir de entonces, terremotos, crisis climáticas, disturbios sociales, revueltas e invasiones se sucedieron sin coherencia, acelerando el proceso de desestabilización y acabando por hacer añicos la cohesión general de la civilización mediterránea de la Edad del Bronce.
En su libro sobre el tema, el antropólogo Eric Cline resume el interés de esta teoría de la complejidad aplicada a este acontecimiento histórico: «La teoría de la complejidad, porque nos permite visualizar una progresión no lineal y una serie de factores, y no uno solo, tiene por tanto ventajas tanto para explicar el colapso que se produjo a finales de la Edad del Bronce Tardía como para proponer una forma de seguir estudiándolo».
Esta hipótesis sigue siendo discutida por muchos historiadores, pero no podemos evitar relacionarla con la situación actual y el análisis de Adam Tooze. Las crisis se multiplican, se suceden y se sostienen unas a otras, sin que se identifique entre ellas ningún vínculo global coherente. El repunte de la inflación, la crisis sanitaria, el aumento de las tensiones entre China y Estados Unidos, la guerra ruso-ucraniana y la catástrofe ecológica son crisis autónomas que ciertamente se autoperpetúan, pero que no son el resultado de una perturbación más general.
Adam Tooze lo resume en un diagrama que enumera estas interdependencias. Causas y consecuencias, crisis y reacciones se entrecruzan para crear nuevos riesgos. De este modo, el historiador puede elaborar una especie de «matriz» de la crisis, indicando los ámbitos susceptibles de deteriorarse, los que pueden remitir y aquellos cuyo desenlace sigue siendo incierto.
Según este esquema, la crisis actual no es una crisis sistémica. Existen múltiples perturbaciones de diversos orígenes, no sólo económicos, que están conduciendo, a través de la búsqueda de soluciones específicas, a una desestabilización del conjunto. A diferencia de la crisis de 1929, no hay recesión repentina, sino polos de resistencia, como el empleo y ciertos servicios, y polos de depresión, como la industria y el consumo. Pero la crisis no es menos general y profunda porque parece imprevisible e incontrolable. Todo esto se parece mucho a la trayectoria «no lineal» de la crisis que algunos han invocado para explicar el final de la Edad de Bronce.
Así que surge inevitablemente la pregunta: ¿cómo responder, en una hipótesis así, a este tipo de desestabilización compleja? ¿Cuáles son las consecuencias del pensamiento policrisis para la acción política y económica?
El agotamiento de los tratamientos neoliberales
El 15 de mayo de 2023, Robert Lucas, el economista galardonado con el premio del Banco de Suecia en honor de Alfred Nobel en 1995, moría ante la indiferencia de los grandes medios de comunicación en lengua inglesa. Sin embargo, este hombre fue uno de los creadores de la síntesis intelectual que fundó el neoliberalismo con su teoría de las «expectativas racionales», expuesta en 1972.
La idea es simple: los agentes económicos, siempre que no sean engañados, son capaces de reaccionar racionalmente a los acontecimientos económicos. Ahora parece posible proponer un modelo fiable del funcionamiento de los mercados que permita evitar las crisis macroeconómicas. Esto es lo que llevó al Premio Nobel a declarar zanjada la cuestión de la prevención de crisis en 2004.
Robert Lucas ejerció una influencia considerable en la economía hasta mediados de la década de 2000. Después, su estrella se fue apagando hasta casi desaparecer. Cuando murió en mayo de 2023, el Financial Times y el New York Times tardaron casi cinco días en publicar los habituales obituarios mínimos. La anécdota es significativa. En la era de la policrisis, el pensamiento de Robert Lucas se ha vuelto inoperante. ¿Cómo podrían los agentes formular «expectativas racionales» en un contexto de múltiples crisis con efectos tan imprevisibles y aparentemente insuperables?
En realidad, este callejón sin salida es parte del problema. En efecto, aunque la influencia intelectual de Robert Lucas haya disminuido, aunque ya nadie pueda plantear seriamente la hipótesis de las «expectativas racionales», sus teorías siguen estructurando la ciencia económica y las políticas públicas, que de repente parecen desorientadas en este periodo de policrisis: los instrumentos de los que habian presumido durante décadas los neoliberales han llegado a su límite.
En el mayor desorden desde 2020, todas las grandes organizaciones internacionales persiguen sin cesar una situación económica que supera cada vez más sus modelos. Sin duda, siempre ha sido así, pero la distancia con la realidad es ahora cada vez mayor. «Desde la pandemia de Covid-19, las bolas de cristal de los economistas se han vuelto opacas hasta la caricatura», señalaba un editorial de Le Monde a finales de mayo de 2023.
Esta creciente ineficacia de la ciencia económica está creando un nuevo peligro: el de que las políticas públicas provoquen nuevas crisis, precisamente porque se basan en esta ciencia fallida. Como los modelos no tienen en cuenta la complejidad de la crisis, se da prioridad a tapar las lagunas que crean nuevos frentes para la policrisis.
Es lo que ocurrió con la política de endurecimiento monetario de los bancos centrales. Ante el aumento de la inflación, los bancos centrales no tuvieron más remedio que actuar, dados los modelos imperantes: la subida de los precios hizo bajar en la misma medida los tipos de interés reales, abriendo la vía al riesgo de recalentamiento de la economía y de espiral inflacionista. Pero la subida de los tipos nominales no ha hecho sino crear nuevas tensiones. Tanto es así que Adam Tooze considera este endurecimiento como el nuevo «corazón de la crisis».
En el contexto de una policrisis, la gestión global no sólo es imposible, sino también contraproducente. En tal marco, los agentes se ven obligados a soportar la crisis, y la estrategia sólo pretende minimizar sus efectos. No es posible controlar el movimiento ni detenerlo.
Como concluía Adam Tooze en su artículo de octubre de 2022 en el Financial Times: «Si tu vida ya se ha visto alterada, es hora de que te pongas las pilas. Nuestra interminable cuerda floja será cada vez más precaria y angustiosa».
Una falsa solución: la resiliencia
La Historia se impone a personas impotentes para controlarla. Y así, la lógica de la policrisis es la misma que la de los conservadores clásicos, que creen que la Historia es una fuerza que las personas no pueden controlar y que, por tanto, deben soportarla.
La única respuesta posible es la «resiliencia», otro concepto de moda que es la hermana gemela de la policrisis. Este término ha entrado ya en el vocabulario tecnocrático: tras la crisis sanitaria, el plan europeo de apoyo se denomina oficialmente «plan de recuperación y resiliencia».
La resiliencia es la capacidad de soportar las crisis, de aguantar la historia y salir de ella lo mejor posible. En este contexto, el papel de las políticas públicas roza la impotencia. Hay que renunciar a intentar superar las crisis, a controlarlas, porque eso puede provocar nuevas crisis. Sólo queda reforzar la resiliencia, es decir, la capacidad de absorber los choques. La policrisis da lugar a una política del mal menor.
Pero esta idea de resiliencia también da lugar a una lógica de competencia. Frente a crisis que no podemos controlar, tenemos que intentar superarlas. Esto es tan cierto para los Estados como para los individuos. Puede haber un aspecto colectivo en la resiliencia, pero ante todo hay una lógica individualista.
Así pues, es fácil comprender el entusiasmo de ciertos círculos empresariales y el revuelo que se ha generado en torno a la noción de policrisis, tanto antes como después de Davos. En su informe sobre los riesgos mundiales publicado el 9 de marzo de 2023, Zurich Seguros veía «buenas noticias detrás de la policrisis». Y esta buena noticia es precisamente que existen profesionales de la «gestión de riesgos» en los que todo el mundo debería confiar para aumentar su resiliencia.
Incluso hay formas de ganar dinero con este caos. El Presidente del Banco Europeo de Inversiones (BEI), Werner Hoyer, que también fue uno de los protagonistas de la crisis griega a principios de la década de 2010, afirmó con aplomo que «la policrisis es también una polioportunidad para la inversión». Así que el Foro Económico Mundial no podía sino celebrar tal concepto y elaborar su propio diagrama de «riesgos interconectados» para ayudar a la gente a invertir y protegerse.
Aunque los agentes económicos ya no pueden permitirse el lujo de las «expectativas racionales» de Robert Lucas, sí pueden adoptar una postura oportunista para que les vaya mejor que a sus vecinos. Desde un punto de vista social, la continuación de tal proceso parece dar un interés renovado a la visión de Friedrich Hayek.
Frente a los neoclásicos de los que descendía Robert Lucas, Hayek creía que los agentes eran incapaces de comprender la complejidad de las situaciones económicas y sociales. Por esta razón, junto con Ludwig von Mises, se opuso a la planificación socialista de los años 1930 y 1940.
La idea de Hayek es simple: si el conocimiento está siempre fragmentado, el Estado no sólo es incapaz de una gestión óptima: él mismo se convierte en un elemento perturbador. La única forma de coordinación posible es, pues, la confrontación de los intereses individuales en el mercado, que da lugar a un «orden espontáneo», único equilibrio capaz de satisfacer a todos.
Un equilibrio «menos malo», por así decirlo. Podemos ver el vínculo con la policrisis: la incertidumbre fundamental sobre la situación conduce a estrategias individuales oportunistas, presentadas como las únicas realmente eficaces en tales casos. Estas estrategias tienen un lugar ideal: el libre mercado.
Por supuesto, ésta no es explícitamente la posición de Adam Tooze y, como sostiene Edgar Morin, la solidaridad colectiva puede construirse sobre la policrisis. El hecho es que la base de la teoría de la policrisis es conservadora. Y en el contexto de la desintegración del paradigma neoliberal, en el que se suponía que el Estado debía apoyar el desarrollo de los mercados, la hipótesis de la policrisis bien podría reavivar la opción de un radicalismo libertario individualista y nacionalista.
¿Una crisis sin causa?
A primera vista, pues, la noción de policrisis parece ajustarse al mundo que nos rodea. Pero sigue siendo problemática. Una comparación con el final de la Edad de Bronce lo pone de manifiesto. Como señala Eric Cline, si la teoría de la complejidad ofrece aparentemente una explicación adecuada del colapso de esta civilización, es también porque nuestro conocimiento del periodo es fragmentario e incompleto.
Invocar la «complejidad» sería de hecho una solución fácil, una forma de ocultar los límites de nuestra reflexión sobre la realidad, ya sea porque nuestros conocimientos son limitados, como en el caso de la Edad de Bronce, o porque se inscriben en un marco que no nos permite comprender esta realidad.
Hay otra objeción importante a la hipótesis de Adam Tooze: si los sistemas humanos se vuelven más complejos a lo largo de la historia, ¿por qué las policrisis no son sistemáticas? ¿Por qué la complejidad conduce a una desestabilización general en determinados momentos y no en otros? La noción de policrisis no da respuesta a esta pregunta, lo que plantea interrogantes sobre su pertinencia. Si complejidad no es siempre sinónimo de crisis, puede deberse a que el marco en el que se ejerce y organiza esta complejidad está a su vez en crisis.
Adam Tooze considera que la noción de policrisis permite acabar con los «monismos» y emanciparse de las explicaciones monocausales. Apunta especialmente al marxismo y, en menor medida, a los esquemas neoclásicos. Pero también en este caso podría tratarse de tomar el camino más fácil, contentándose con una «fenomenología» de la crisis: identificamos los choques, constatamos los vínculos entre ellos, pero renunciamos a intentar comprender cómo y por qué la perturbación se convierte, en un momento dado de la historia, en general.
Capitalismo en crisis
Así que nos contentamos con la superficie de los acontecimientos y nos limitamos a tratar de encontrar la manera de evitar o superar sus consecuencias con la ayuda de aseguradoras o gestores de riesgos. Esto es también lo que hace Adam Tooze en su blog: a cada faceta de la policrisis se le dedica una entrada que supuestamente demuestra su complejidad, pero se descarta cualquier otro análisis global.
Tal visión se vuelve entonces casi tautológica: es porque nos negamos a comprender la dinámica global -o no lo hacemos- que teorizamos su ausencia en nombre de la complejidad. Entonces resulta imposible comprender lo que impulsa el conjunto. Al final, la noción de policrisis equivale a ocultar una hipótesis central: que las múltiples crisis actuales están todas vinculadas por la incapacidad del sistema capitalista para cumplir sus funciones históricas. Al hablar de una crisis sin causa única, se evita plantear la cuestión del agotamiento del propio capitalismo. Esta es sin duda una de las razones del éxito de la noción de policrisis en Davos y en otros lugares.
Pero hay un hecho evidente que conviene recordar: el capitalismo ya no es una forma más de gestión económica. Es el único modo de funcionamiento económico y social de todo el planeta. La lógica de la acumulación y de la producción de valor se ha generalizado. Este monismo que tanto disgusta a Adam Tooze es, pues, una realidad objetiva. Sería por tanto extraño que un sistema que determina las rentas de casi todos los países y configura la existencia humana no estuviera implicado como sistema en la crisis actual.
Pero si este sistema en sí mismo está en crisis, no puede ser una crisis aislada entre otras, porque sería entonces una crisis del marco en el que se producen los demás fenómenos. Es a esta hipótesis a la que debemos recurrir si queremos comprender la multiplicidad de las crisis y su profundidad.
Contrariamente a lo que sugiere Adam Tooze, la existencia de este tipo de causa «primaria» no es contradictoria con un estudio de los aspectos diversos y complejos de la crisis. Es muy posible que la perturbación original adopte diversas formas que se transmiten a través de dependencias y vínculos causales complejos. Pero no comprender el marco de esta crisis es, en realidad, negarse a comprenderla.
La caída de la productividad
Así que tenemos que recurrir al capitalismo, que está innegablemente en crisis. El economista marxista Michael Roberts insiste en el carácter «limitado» de la noción de policrisis «en la medida en que oculta el fundamento subyacente de estas diferentes crisis, los fracasos del capitalismo».
Y no sólo los marxistas lo ven así. En un editorial publicado el 4 de mayo de 2023, Olivier Passet, economista del canal económico Xerfi Canal, hablaba de crisis del capitalismo y de un «modo de producción y de consumo que se ha roto». La disminución constante de los aumentos de productividad desde hace medio siglo es uno de los principales síntomas de esta crisis. Sin embargo, ninguna innovación, ni siquiera las revoluciones digital e informática, ha sido capaz de invertir el fenómeno.
El problema de la productividad ha ocupado a los economistas durante décadas, dando lugar a debates a menudo poco concluyentes. Pero la realidad es que el crecimiento de los países avanzados está en constante declive, y la ralentización de las ganancias de productividad tiene mucho que ver con ello: las economías con menores ganancias de productividad sufren naturalmente presiones sobre la rentabilidad de las empresas, es decir, sobre su capacidad de crear valor.
Esta presión da lugar a reacciones, o «contratendencias». Desde los años 70, se han producido innumerables reacciones de este tipo, desde la globalización y la financiarización hasta la presión ejercida sobre la mano de obra por las reformas neoliberales y el recurso masivo al endeudamiento. El equilibrio de baja inflación en el que se basó la economía política tras la crisis de 2008 es producto de estas contratendencias, que contribuyeron a limitar el impacto de los menores aumentos de productividad.
Pero como el movimiento subyacente ha persistido, estas contratendencias se han agotado y han provocado a su vez nuevas crisis que amenazan ahora al sistema. La financiarización, la globalización y la moderación salarial se ven desafiadas a su vez por la crisis de 2008, la crisis sanitaria y la aparición de la inflación. Las contratendencias se improvisan con urgencia, pero no sirven de nada: el sistema se desestabiliza, con evidentes consecuencias sociales, medioambientales y geopolíticas.
Michael Roberts teorizó esta larga crisis en un libro de 2016 bajo el término «larga depresión». Distingue entre «lo que los economistas llaman recesiones […] y depresiones». Las recesiones son crisis económicas regulares que son rápidamente absorbidas por una recuperación de la actividad. «Las depresiones son diferentes», explica el economista, «en lugar de salir de la depresión, las economías capitalistas permanecen deprimidas con, durante un periodo más largo, un menor crecimiento de la actividad, la inversión y el empleo que antes».
Según Roberts, 2008 marca así el inicio de la tercera depresión de la historia del capitalismo, tras las de 1873-1897 y 1929-1941. Y nada parece capaz, a corto plazo, de sacar al capitalismo de este periodo. Michael Roberts ve una «intensificación de las contradicciones del modo de producción capitalista en el siglo XXI», con tres componentes: económico, medioambiental y geopolítico.
Este cuadro no niega la complejidad de la crisis, su diversidad, ni siquiera la imbricación de sus consecuencias más allá de la propia economía. Pero sí señala el agotamiento del marco general de la actividad humana, el del capitalismo. Este marco lucha ahora por cumplir su función histórica: la creación de valor a partir de actividades productivas. Esta reflexión se hace eco naturalmente de las de Karl Marx en el Libro III de El Capital, ampliadas por el economista polaco Henryk Grossmann en 1929.
Grossmann señalaba el inevitable agotamiento del sistema capitalista debido a la propia dinámica de la ley del valor, que conduce a un aumento del «trabajo muerto» (máquinas) en relación con el «trabajo vivo», único productor de valor. En su modelo, el capitalismo se encontraba atrapado en su propia lógica y entraba en una crisis subyacente permanente. Cuanto más tiempo pasaba, más se esforzaba el capitalismo por encontrar contra-tendencias.
Según Grossmann, este agotamiento conduce a un «colapso», no de forma inevitable y natural, sino en forma de una «crisis final» en la que la lucha de clases se juega a escala internacional. «Si estas contratendencias se debilitan o se detienen, la tendencia al colapso se impone y se realiza en la forma absoluta de una crisis final», escribe.
La lógica de Grossmann es que el agotamiento del sistema conducirá a la revolución. Pero su traductor australiano, Rick Kuhn, señala que este colapso «es contingente». «Grossmann no plantea la idea de que el capitalismo se derrumbará sin más, sino que, por el contrario, le resultará cada vez más difícil salir de sus crisis porque la rentabilidad será cada vez menor», añade Michael Roberts. Esto es precisamente lo que está ocurriendo en la actual «depresión».
Si la revolución no está en el orden del día, lo que queda es la crisis de un sistema que recurre a todos sus recursos para sobrevivir: la guerra, la creación de dinero, el apoyo público a la economía privada, la precipitación tecnológica, la aceleración de la devastación ecológica, etcétera.
Pero es una carrera hacia el fondo. Podemos imaginar una recuperación de la productividad y de la rentabilidad de las empresas gracias a la inteligencia artificial y a la robotización, pero ¿resolverá esto todas las tensiones? Desde el punto de vista medioambiental, es dudoso, al igual que desde el punto de vista geopolítico.
Es cierto que este marco explicativo puede llevarnos a pensar que la crisis sistémica es únicamente de origen económico. Robert Kurz, fundador de la escuela de la «crítica del valor», adopta un enfoque diferente al de Marx y propone un análisis más global de la crisis capitalista.
En su libro fundamental, El colapso de la modernización, publicado en 1991, sostiene que existe una crisis generalizada en «el sistema mundial de producción de mercancías».
En el capítulo 9, que lleva ese título, relata las diversas facetas de esta crisis y su carácter insuperable, no muy diferente de la actual «policrisis». Pero «la razón de la crisis es la misma para todas las partes» de este sistema global, afirma. Es lo que él llama el declive histórico de la «sustancia abstracta del trabajo».
Con el desarrollo de las fuerzas productivas y el aumento continuo de la productividad, el sistema de mercancías ha perdido la base sobre la que funciona. Mientras que antes el capitalismo era capaz de encontrar los recursos que necesitaba para perpetuarse, esto ya no es posible.
«Con este nivel cualitativamente nuevo de productividad, se había vuelto imposible crear el espacio necesario para la acumulación real», dijo Kurz en una entrevista de 2010. Como el trabajo ya no era capaz de producir valor, era necesario encontrar soluciones alternativas, todas ellas fallidas, y, en última instancia, confiar en el Estado. Aquí encontramos uno de los rasgos dominantes del periodo: el recurso al Estado como salvaguarda del sistema, que abre los capítulos políticos, sociales y geopolíticos de la policrisis.
Ya en 1991, Robert Kurz no se hacía ilusiones sobre el «estatismo del fin de los tiempos que, mediante la violencia del Estado, se obstinará en mantener la cáscara vacía de la relación dinero-mercancía, a costa de una gestión brutal tendente al terror y a la autodestrucción absoluta». A partir de entonces, la «dinámica de la crisis se apoderará sucesivamente no sólo de todos los sectores de la producción de mercancías, sino también de todos los ámbitos de la vida, que durante décadas se hicieron dependientes de la expansión del crédito porque no podían alimentarse de la producción real de plusvalía y de su redistribución social».
Robert Kurz cree ciertamente que existen «esferas diferenciadas» de la crisis que tienen sus propias lógicas y se organizan a nivel socio-institucional e individual. Estas esferas son en parte autónomas, con una faceta de su realidad que escapa a la crisis del valor, pero todas se ven afectadas por esta perturbación.
Es en esta complejidad donde se despliega la «policrisis», pero no puede entenderse independientemente de la crisis de la «totalidad social». A menos que nos limitemos a una fenomenología de las diferentes esferas y nos neguemos a captar el punto de partida y el punto común de estas perturbaciones.
La noción de policrisis es, pues, quizá más superficial de lo que sugiere su naturaleza compleja. Al limitarse a constatar que la complejidad es un hecho irreductible de la vida, quienes la utilizan no comprenden el funcionamiento global de las actividades humanas ni la lógica que las subyace. Todo lo que queda es una simple observación que conduce a respuestas que, en el mejor de los casos, son defensas pasivas y, en el peor, oportunismo individual.
En resumen, la noción de policrisis ignora la existencia de un sistema global dominante que determina los aspectos más generales de la vida humana: el sistema capitalista. Dado que nada escapa al reino de la mercancía, sería asombroso que la crisis de la mercancía fuera un mero epifenómeno de una crisis global.
Esta crisis del sistema no significa -y este es el error fundamental de Adam Tooze- que las perturbaciones que está provocando no sean complejas y difíciles de predecir. Pero las múltiples facetas de esta crisis son síntomas de la incapacidad del sistema para funcionar.
Entender la policrisis como la crisis del propio capitalismo significa que podemos prever soluciones atacando la lógica del capitalismo y de la mercancía. Más fácil decirlo que hacerlo, sin duda. En este sentido, las dos visiones de Grossmann y Kurz, por ejemplo, son frontalmente opuestas: revolución clásica en un caso, crítica radical de todo el modo de vida ligado a la mercancía en el otro.
Pero no se trata de eso. Lo que está en pugna aquí son dos visiones radicalmente distintas: la visión metafísica y quietista de la policrisis, por un lado, y la visión materialista e histórica de la superación del capitalismo, por otro. En realidad, esta distinción traiciona la distinción entre dos lecturas de la historia: una conservadora y fatalista, la otra emancipadora y activa. Y es precisamente en este punto donde la noción de policrisis resulta problemática.
*Artículo publicado originalmente en la «Revue du Crieur» traducido por SinPermiso.info