altEl título en si es una broma, cruel y real, porque la paloma del título está disecada, tanto como la vida de los personajes que van desfilando por esta película. Si la paloma se paró a reflexionar algún hijo de puta le pegó un tiro en pleno proceso de reflexión.

 

 

 

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El título en si es una broma, cruel y real, porque la paloma del título está disecada, tanto como la vida de los personajes que van desfilando por esta película. Si la paloma se paró a reflexionar algún hijo de puta le pegó un tiro en pleno proceso de reflexión. La película empieza con esa paloma posada en una rama de un museo de ciencias naturales viejo y polvoriento, quien llegara a conocer, hace décadas, el de Madrid, sabrá a lo que me refiero, y ésa es la atmósfera que rodea los múltiples tableaux vivants que componen una película cosida a base de retazos que aparentan desconexión pero que son unidos con un fino hilo a través de dos viajantes de comercio dedicados al mundo del “espectáculo” y unas llamadas de teléfono en las que los interlocutores a los que vemos y escuchamos repiten, como una letanía, “me alegro de que te vaya bien, digo que me alegro de te vaya bien”.

 

La reflexión existencial de esta película ha de girar, o esa es la conclusión que saco, sobre la estupidez del género humano en su comportamiento cotidiano, ser estúpido a ratos es algo consustancial a todos nosotros, serlo a tiempo completo está destinado a los escogidos, entre los que sobresalen algunos reyes, sin querer señalar a nadie. Que nadie piense mal porque esta película es sueca, y el rey que sale es de Suecia, aunque la estupidez y la miseria de la existencia han de ser universales. Que Andersson plantee un retrato tan desmoralizador de un país vendido como modelo de sociedad de bienestar, que el cine escandinavo sea, habitualmente, tan demoledor respecto a las relaciones humanas y sociales, invita a pensar que la ansiada y envidiada modernidad nórdica no viene acompañada de felicidad.

 

Sobre la ausencia de felicidad también gira este conjunto de escenas de la vida diaria, rodadas a cámara fija, como un foco que incidiera sobre un escenario en el que los personajes se mueven poco, y cuando lo hacen es con lentitud, con inseguridad, temerosos de la vida. Una sociedad infeliz capaz de alegrarse de lo bien que le va a otra persona justo antes de pegarse un tiro, o mientras somete a un primate a descargas eléctricas. Una sociedad que precisa alegrías y para ello nuestros viajantes cerúleos, más muertos que vivos o más payaso Augusto que otra cosa, se dedican a ofrecer artículos para retornar la felicidad a la gente, artículos de última y rabiosa actualidad como los dientes de vampiro, las bolsas de la risa o la careta del tío del diente, bromas de hace medio siglo que no hacen reir sino llorar. Ni una sonrisa saldrá de los viajantes a lo largo de la película, pero mucho menos de las personas en pantalla.

 

El cine de Andersson es así, probablemente poco asumible para un gran número de espectadores, a los que se coloca ante una prueba de dimensiones mitológicas obligándoles a pensar hacia donde va tanta historia de aparente inconexión. Ambientes y personas grises, frías, disecados en emociones salvo las que terminen en el llanto o desesperanza, apenas hay un momento de alegría indisimulada pero que provoca la decepción en la única persona que, hasta el momento en que empieza la canción, sentía cierta esperanza en el futuro. Porque así es la película, se ve con la mueca de risa casi permanente, pero esa mueca termina helada, congelada, más cerca de quedar cortada de cuajo por una tragedia que de estallar de alegría.

 

La panoplia escénica permite buscar puntos de fuga en lo que vemos, casi siempre habrá una puerta, una ventana, un armario, una silueta en segundo plano que nos ayuda a descansar la vista más allá del eje central de la acción, buscando salidas, intentando escapar de tanta agónica existencia. Normalmente el resultado de esa búsqueda será vano, sin contenido, el punto de fuga termina redundando en la miseria del primer plano, a veces hay un contrapunto cómico, en otras absoluta despreocupación por la catástrofe, o impasibilidad teñida de solidaridad falsa. El vuelo inicial de la película es espléndido y cautivador, una paloma posada y tres breves encuentros con la muerte que tiñen todo el relato de un agrio y corrosivo humor negro. Pero no se engañe el espectador, lo duro y reiterativo vendrá después, asistir una y otra vez a los vanos intentos comerciales de estos peculiares Hernández y Fernández de la tristeza va poniendo zancadillas en la atención del espectador, quizás sobra exceso de material y se hubiera agradecido un producto más ligero en tiempo, sin que por ello el sabor amargo de la derrota, de la melancolía, del desprecio por el género humano, se hubiera resentido.

 

Como en las variaciones musicales, dos temas, los que sirven de nexo, se van repitiendo una y otra vez, dando sentido a la película como conjunto, y sin embargo son los momentos de novedad los que alzan sobremanera la película, y hay, al menos, tres espléndidos, amén de los ya referidos del inicio. Y los tres retrotraen la acción a momentos históricos, a los años 40, al colonialismo y a Carlos XII, el visionario rey de Suecia que pensó acabar como dominador de Europa y terminó como terminó enfrentado al imperio de Pedro el Grande. En la primera, una versión ad hoc de la melodía del himno “John,s Brown body”, canción adoptada por los soldados negros del ejército de la Unión y que a todos nos suena por el estribillo añadido de “gloria, gloria, aleluya”, ilumina, en dos ocasiones, una escena vitalista, optimista, alegre y hasta libertaria entre una cantinera y sus clientes uniformados, al tiempo que acaba con el futuro de un cliente, y ése es el poso amargo del sketch, la alegría aparente del conjunto dominada por la tristeza del eje central, en la escena del colonialismo unos soldados que hablan en inglés asan a un grupo de esclavos en una especie de horno futurista de la marca Boliden, y por último, en un ejercicio distópico  excepcional un Carlos XII penetra a caballo en un bar actual camino de la batalla de Poltava donde se fraguó el fín de las ansias expansionistas suecas y terminó la arrogancia de un pequeño país que quiso dominar toda Escandinavia, Polonia y parte de Rusia. Son tres momentos de la historia que, de manera elocuente, demuestran la estupidez de nuestro comportamiento y cómo quien arrogante se muestra, termina siendo despreciado sin poder ir al aseo cuando lo necesita.

 

Andersson no es fácil de ver, pese a ello, y pese a alguna que otra deficiencia o bajón en el ritmo de la película, o exceso de reiteración en situaciones que pueden hastiar al espectador, si éste consigue conectar con el propósito no se sentirá defraudado. Como en muchas películas importantes, no es fundamental que guste mientras se ve o inmediatamente después de verse, sino que al cabo de los días el recuerdo permanezca vivo e intenso, o que, incluso, supere las adversidades de una complicada visión, de una estupefacción ante muchas de las situaciones. La mueca del absurdo termina dominando, la reflexión sobre la existencia es que ésta, sin dinero, se torna en una vida disecada obligada a vagar por pensiones que parecen instituciones mentales, y que, a veces, aun con dinero y poder, se torna estúpida y engreída. La comedia de la vida con la mueca de la risa congelada por el espanto del vacío.

 

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