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Ilustra Evelio Gómez.

Vamos a ponernos serios y que esto no sirva de precedente. ¿Qué significa la cultura? ¿Para qué sirve? Cuántas veces no habréis escuchado la pregunta en la calle, o cuántas incómodas conversaciones no habremos soportado cuando alguien ajeno a las Humanidades nos aguijonea con la dichosa preguntita (de los cojones). Pues bien, no hay respuesta o existen todas para desvelar el tan manido misterio.

El término como sustantivo se menciona por primera vez a principios del XVI, procede del latín cultus y significa acción de cultivar o practicar algo. Derivado del término latino aparece colere, con una mayor importancia para nuestros usos y costumbres del lenguaje, pues de él provienen verbos como cultivar, cuidar, practicar y –atención, importante– honrar, de donde nace precisamente la palabra culto, mal asociada hoy día a un contexto eminentemente religioso y olvidado el término en otras acepciones como adjetivo, como aquel que posee cultura, acepción existente mucho antes que el sustantivo cultura.

Aún así y todo esto nos sigue sonando a chino: ¿que la cultura es cultivar?, ¿que es cuidar?, ¿que es practicar?, y la más chocante: ¿que la cultura es honrar? Apostaría mi brazo izquierdo a que una definición así causaría horribles estragos entre la gente. La acción de cultivar, así como las demás acciones, son producto concreto y abstracto a un mismo tiempo. Inicialmente son ejercicios irremunerables materialmente, no llegamos a ver del todo la recompensa, únicamente a largo plazo y –muy importante– cuando se adopta la perspectiva. Para ello, sería una discusión infinita tratarlo, hace falta más que voluntad, más que dinero y más que medios: hace falta necesidad. Y nos referimos al tipo de necesidad primaria semejante al comer, al beber, al respirar. Cierto es que las sociedades modernas capitalistas no han fomentado ni fomentan este paradigma, antes bien, se alejan deliberadamente de él, pues la esencia de la producción de un sistema materialista y de libre comercio se basa indefectiblemente en la ocupación total del tiempo, cuando no parcial y suficiente para hacer sentir, después de la jornada productora, agotado al empleado, tanto como para no permitirle respirar ni dejarle espacio a reflexionar de manera autónoma. Tal denuncia también es deliberada, no soy yo un puritano al uso, y antes preferiría una sociedad informada, reflexiva y “pobre”, que una sociedad desinformada, borrega y con honorarios. Lamentablemente las ideas no gozan de buen prestigio entre la clase dirigente. Allí premian el oportunismo más feroz contra todo tipo de pensamiento independiente y el yugo mecánico del rápido-pronto-y-bien. Quizás nuestra desmemoria nos esté alejando de los propósitos humanos más elevados y no lleguemos a reparar en la gravedad del asunto, pero existe, y cada día que doblegamos nuestra voluntad (o invitamos a que nuestros allegados lo hagan) para conservar un trabajo, un salario o una posición, contribuimos sin responsabilidad a su fomento. En una sociedad como esta, que se dice libre, se confunden los términos del contrato hasta lo terrible. Un niño de apenas 15 años puede hacer uso hoy de la palabra derecho con una facilidad pasmosa, pero sus padres no han sabido o no han tenido tiempo (estaban produciendo para el sistema, cosa que es muy razonable, hay que subsistir, claro) para inculcarle al niño el compromiso humano con la realidad inmediata, la concienciación, el deber, el sentido orgánico de que todo funciona mejor cuando las partes están bien dispuestas. Ante todo este panorama desolador, porque no se puede decir en ningún caso sea beneficioso, cabe hacerse la pregunta de cuál es el precio que estamos pagando por haber conquistado un modelo de vida encostrado y basado en un coche-casa-matrimonio, la sota-caballo-rey del capitalismo escualo, de ese sistema en el que parece haber germinado un sentimiento de bonanza y tras el que se esconden las sombras más aciagas y ancilares. Si me das libertad, antes dame su significado. No engatuses mi entendimiento con abundancia, incúlcame el respeto por mis iguales a través de la sencillez del trato humano. En España hemos vivido tres décadas de vértigo, era posible salir de la asfixia franquista, nos hemos dicho. Ahora, sin embargo, la historia se repite, da la razón a los de sangre bermeja, un tipo de fascismo está instalado entre nosotros y nos gobierna; y lo más terrible es que ya no responde a tal o cual facha, a tal o cual aspecto: merodea por entre los pasillos de las Cortes y viste a medida, habla correctamente bajo leyes retóricas impecables, hace uso de una florida elocuencia y se jacta de su valía. Terror sería una palabra demasiado digna, más bien es un horror con todas las connotaciones negativas que tiene. Y lo vivimos día a día.

Habiendo dicho esto, y sin que estas palabras quieran servir de instrumentalización, pues sólo tienen el valor de una opinión y nunca el de la imposición ciega, nos atrevemos a decir que la cultura es improvisación del alma humana, es el camino que ha recorrido el hombre durante la historia en su paso por la Tierra, es un modo de vida, pero también es una válvula de escape y a la vez de compromiso. Es un método de aprendizaje y enriquecimiento humanos, es un mecanismo para andar dos pasos por delante de las dificultades que nos presenta la vida, es un sistema que sirve para salvar la soledad del espíritu o una estructura para anticiparnos al presente o al pasado, con oxímoron y todo. Es concienciación crítica en todo lo que acontece, es un sistema de valores en el que, por encima de preferencias personales, ha de primar lo humano: la vida frente al número, el hombre frente a la palabra.

Hoy la cultura engloba prácticamente todas las manifestaciones humanas, las actividades del hombre con significación general o concreta. En esta mutación lingüística, la significación es muy otra de la originaria, y, sin embargo, perfectamente válida. Válida por el hecho de resultar fácilmente legible, esto es: sabemos perfectamente a qué nos referimos cuando traemos a colación la palabra cultura, no es necesario ser conocedor de la etimología ni estar iniciado en los rudimentos de la filología. El término es poderoso e inequívoco, goza de una gran aceptación entre el gran público y es perfectamente legible. Ahora bien, el vehículo fundamental (y decimos fundamental, no único) es la palabra, pero también la imagen, los sentimientos, las contradicciones, los acontecimientos. Si se piensa detenidamente, es el existir en definitiva, es el amplio abanico de la existencia, crisol de costumbres, glorias y desdichas de una especie animal en su letargo por este vasto conjunto compuesto a intervalos de agua y tierra llamado mundo.

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