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No existe, a día de hoy, frase más desagradecida. Desde el mismo instante en que alguien tiene una idea, o la reinventa, corre el riesgo de verla catalogada como moda. Es entonces cuando puede dar por perdido, casi del todo, que se la contemple de manera más relevante.

Diferente es que se dé un auge de lo retro. Sería de necios negar esta vieja y nueva corriente en la que podemos encontrar: adaptaciones al cine de viejos seriales o remakes televisivos, videojuegos antológicos que poder usar en nuestros modernos dispositivos, o lujosas reediciones de grandes clásicos de la industria del cómic. El asunto cobra aún más fuerza si hablamos del aluvión de merchandise que nos asola, verdadero motivo que convierte lo retro, aunque solo a ojos del público menos cultivado, en dicha supuesta moda.

Si se deja a un lado el tema de la sobre explotación de camisetas, figuras, pósteres, bandoleras y todo el largo etcétera que asoma en cada tienda online, queda la verdadera esencia de este regreso al pasado. Algunos consumidores de productos retro, independientemente del formato elegido, suelen intentar resumir el concepto usando otra manida frase: cualquier tiempo pasado siempre fue mejor. No deja de ser otro flaco favor, carente de cualquier tipo de razonamiento, hacia el creciente fenómeno o, por lo menos, una pobre manera de exponer el enorme problema de creatividad que vivimos en estos días.

Efectivamente, durante los años situados entre mediados de los setenta y primeros de los noventa, se experimentó un demoledor auge en la industria del entretenimiento. Siendo el binomio música/cine su mayor punta de lanza. Pero, achacar a la nostalgia la enorme valoración que el tiempo ha concedido a algunas películas o discos, supone una actitud extremadamente prepotente, únicamente superable por una total falta de criterio. Aunque, no se puede esperar menos de una sociedad que viste camisetas de “Star Wars” del Primark, y luego no le tiembla el pulso al afirmar que el remake de “Robocop” es mejor que la original porque, claro, el clásico de Verhoeven tiene unos efectos especiales que “causan risa”.

Basta de torpes intentos por parecer interesantes, de gafapasteo de patio de colegio y de demagógico menosprecio hacia una época inimitable. Llena de un talento que redefiniría la industria a todos los niveles y devolvería al cine su esplendoroso sentido del espectáculo, pero sin sacrificar por completo el componente cualitativo. Rebosante de un talento e ingenio imposibles de repetir, pero que, usados correctamente como influencias, ayudarían a perpetuar una manera apasionante de contar historias.

De algo así existen escasos ejemplos tan deliciosos como “Stranger Things”, una serie que merece todos los respetos al ir más allá del homenaje, la nostalgia y cualquier moda pasajera.

El germen de esta carta de amor a aquellos maravillosos años, que, a pesar de ser considerados una moda, no restan valentía al hecho de apostar por un presupuesto alto, nace de la mente de los hermanos Matt y Ross Duffer; cuyas carreras prácticamente han ido a la par. La mayor parte ha sido en proyectos ajenos y dónde no ejercían demasiado control, aunque cuentan con alguna excepción, como su largometraje “Hidden” (2015). Ambos llevaban tiempo dándole vueltas a un par de nuevos proyectos. Fue tras no lograr el principal al que aspiraban, hacerse con el remake de “IT”, cuando decidieron aventurarse con otra idea más personal, la de revisar sus más profundas influencias y rendirles tributo. Pero sin repetirse, controlando que la nostalgia no edulcorase el resultado final y, por encima de todo, convencidos de ofrecer algo más que un simple guiño a lo grande.

Antes de “lanzarse a lo loco” decidieron que lo mejor era testear el interés del mercado. Mientras que cualquier otro equipo creativo se hubiera apoyado cómodamente en kickstarter u otra web de mecenazgo, los Duffer prefirieron algo más autentico. Lo tenían claro, si iban a contar una historia a la vieja usanza, tantearían a sus posibles espectadores con algún tipo de pase de prueba. Para ello realizaron un tráiler falso compuesto por más de veinticinco escenas, todas de diferentes películas.

La propuesta tuvo una acogida abrumadora, pero la prometedora respuesta internauta era solo un espejismo. Aún deberían pelear por sacar adelante su proyecto.

Antes de conseguir el beneplácito de la plataforma Netflix, los hermanos pasearon el paquete de la primera temporada por casi una veintena de productoras televisivas, donde lo usual era una negativa por respuesta, y lo más duro verse “tentados” con una única vía posible para poder producirla, la de modificar por completo el concepto hasta convertirla en una serie infantil.

Una vez lograda la financiación y con luz verde para empezar, los Duffer dieron paso a las sesiones de casting. La de adultos y adolescentes no tuvo nada de especial, si acaso su convencimiento inamovible a la hora de elegir a Winona Ryder para el papel de la madre de Will, algo que consiguieron sin problemas, al no contar la actriz con una agenda excesivamente apretada. Sin embargo, en el caso de los niños, la situación requería un nivel de exigencia que complicaba el asunto. Como veremos más adelante, la elección del reparto infantil es uno de los pilares fundamentales del funcionamiento de la serie. Al tratarse de una historia que busca un encanto especial, su mayor recurso recae en los benjamines, por lo que debían ser escrupulosamente minuciosos al escogerlos. De hecho, se llegaron a auditar a mas de novecientos chicos para los jóvenes protagonistas masculinos y hasta trescientas chicas para encarnar al motor de la historia, la enigmática Eleven. Para lograrlo usaron varios métodos, todos bastante curiosos o enraizados a la temática ochentera, como por ejemplo practicar con escenas de la famosa película “Cuenta Conmigo”.

El rodaje tuvo lugar en Jackson (Georgia). Lo que llevó a los Duffer a decidirse por estos exteriores no fueron cuestiones económicas, sino la posibilidad de administrar su propia y medida dosis de nostalgia. El emplazamiento rezumaba un ambiente familiar, capaz de aportar la sintonía ideal para narrar una historia qué, al fin y al cabo, poseía ecos de una infancia compartida. La elección no solo fue un acierto, también una maniobra lógica al basarse lo que deseaban relatar en algo personal. Cabe añadir, como remate, las amplias similitudes que comparten entre sí los innumerables pueblos rurales de Estados Unidos, ventaja que facilita una referencia contextual con el famoso pueblo donde transcurre “E.T. el extraterrestre” (1982).

La historia arranca en 1983, en un tranquilo y vulgar pueblo de Indiana, llamado Hawkins. Se trata de un lugar tranquilo, sin acontecimientos fuera de lo común. Al menos hasta un fatídico 6 de noviembre, fecha en la que Will Buyers, un chico de doce años, desaparece sin dejar rastro. Los últimos en verlo fueron sus amigos y compañeros de clase, tras pasar juntos la tarde anterior jugando su habitual partida de “Dragones y Mazmorras”.

La desaparición de Will apenas necesita alcanzar pocas horas para desatar los nervios de su madre, Joyce, cuyo carácter, de por sí neurótico, hace que el sheriff Hopper no dispare la alarma en el pueblo y comience la búsqueda de inmediato, sino que deja pasar cierto tiempo de rigor.

A la vez que somos testigos de la misteriosa abducción del chico, se nos introduce otro hecho fuera de lo común y que no tardará en quedar relacionado con la trama: la aparición de una misteriosa niña de once años, de cabello rasurado, cuya única prenda es un camisón de hospital. Su comportamiento inseguro y asocial, la empuja a defenderse de la manera más extraña, exponiendo unos dones especiales que parecen sacados de una película de ciencia ficción.

Cuanto mayor es el cruce entre tramas (desde las pesquisas con tufo a conspiración del sheriff Hopper, la descabellada manera en que Joyce cree poder contactar con su hijo, la desesperada huida de Eleven de una corporación gubernamental que experimenta con ella, hasta el fiel plan de búsqueda de los amigos de Will…) más estrecha su cerco el verdadero peligro que asola a cada uno de los habitantes de Hawkins. Máximo representante del verdadero terror gracias a su indescriptible y grotesco aspecto. Llegado de un lugar lejano, pero íntimamente ligado a las extrañas cosas que ocurren en el pequeño pueblo.

Si hay un tema ineludible, a la hora de hablar de “Stranger Things”, ese es su amplio catalogo de referencias, pero, sobre todo, cómo evita convertirse en un pastiche de recuerdos cinéfilos. Las más obvias y reconocibles, obedecen a mecanismos de puro marketing, eso no se puede negar. Pero, a su vez, se convierte en el principal problema de quienes no han sabido profundizar más allá del tono amable y encuadres influenciados por el cine de Spielberg, los continuos guiños a Stephen King, sean directamente visuales u homenajeados, presentes en muchos aspectos del argumento, y de una fotografía o música, deliberadamente deudoras del cine de John Carpenter.

La serie se nutre de un sinfín de elementos, sean figurados o representativos, de: “ET”, “Encuentros en la tercera fase” “El resplandor”, “Un viaje alucinante al fondo de la mente”, “IT”, “Cuenta conmigo”, “Cujo”, “La cosa”, “Tiburón”, “Indiana Jones”, “Pesadilla en Elm Street”, “Poltergeist”, “Posesión Infernal”, “Alien: el octavo pasajero”, “ALIENS”, “Los Goonies”, “Star Wars”, la serie “La dimensión desconocida”… y el compendio podría continuar. Pero hay mucha más cultura de videoclub desconocida, y no por ello menos influyente (probablemente incluso más) dentro la historia. Ejemplos en los que no es fácil reparar como: “Jóvenes ocultos”, “El vuelo del navegante” o “House: una casa alucinante”. La lista podría llegar a ser kilométrica, pero no merece la pena destripar al espectador cada una de estas referencias, pues de eso ya se han encargado cientos de publicaciones, la propia IMDB (Internet Movie Database) o varios vídeos comparativos entre serie y pelis referenciadas. Maniobra incluso llevada a cabo por la propia Netflix.

Lo dicho, el marketing puede ser el peor enemigo a la hora de tomar en serio una labor de dirección concienzuda, sin importar la cantidad de buenas críticas recibidas.

Incidir tanto en la injusta interpretación que se le pueden dar a unas referencias o del examen tan superficial que llega a sufrir un producto elaborado con el mayor de los cariños, es mucho más comprensible si nos paramos a pensar en la verdadera procedencia de esos momentos homenajeados y a los que profesamos tanta estima.

Obviemos el más manido y que todo el mundo conoce, como es que “Star Wars” representa una mezcla de: las novelas Space Opera, las leyendas artúricas y el cine de samuráis de Kurosawa. Mejor ahondar con mayor profundidad en algunos de los temas más recurrentes de “Stranger Things”: “El señor de los anillos” y “La cosa” de Carpenter.

En la obra del maestro Tolkien encontramos un caso muy parecido al de “Star Wars”. Nadie va a restarle mérito a estas alturas, pero todo lo que nació de su imaginación se debía a una amalgama de ingredientes entre los que destacaba el folclore y el poema decimonónico “Beowulf”.

No obstante, es en la película, interpretada por Kurt Russell, donde encontramos una buena muestra del uso de sus referencias. Sabemos que no deja de ser una versión libre del film “El enigma de otro mundo”, pero la propia influencia a la que se ve sujeta llega más lejos. El alienígena usurpador de identidades cuenta con un diseño que deriva directamente de la literatura de H.P. Lovecraft. Si alguien tiene dudas del amor de Carpenter por Lovecraft, le invito a disfrutar de una de sus películas más arriesgadas: “En la boca del miedo”.

Teniendo en cuenta que el diseño del otro gran antagonista de la serie, la criatura que los niños bautizan como Demogorgon (en honor a un poderoso ser de “Dragones y Mazmorras), basa casi toda su apariencia en una criatura del bestiario de Lovecraft (llamada Nyarlathotep) o que el nombre de la compañía eléctrica que sirve de tapadera a los experimentos forman el acrónimo HPL, podemos concluir que los Duffer son unos creadores cultivados, cuyas películas favoritas les han empujado a buscar en las raíces e influencias de esos otros creadores a los que admiran. Es esa la clase de enriquecimiento que fluye por cada aspecto técnico de la serie: la de nutrirse de toda la información que puede dar de sí un homenaje, en vez de solo aplicarlo de manera gratuita.

El sustento de “Stranger Things” es mucho más que un conjunto de momentos nostálgicos, eso ha quedado claro. ¿Cuáles son entonces los ingredientes del secreto de su éxito? La respuesta se encuentra más bien en la manera de cocinar la receta y darle a un plato conocido, el toque personal necesario. En su caso, hablamos de un magnífico equilibrio a la hora de homenajear ese estilo tan “de los ochenta”. Por aquel entonces las historias se impregnaban de un tono desenfadado y sin entrar en excesivas explicaciones, que hoy son casi obligadas. Durante el transcurso de la serie suceden circunstancias así, pero también se toma en serio a los personajes y sus reacciones ante lo extraordinario. La historia profundiza en el conjunto de manera mucho más humana y realista. Cautivando al grueso de espectadores, a cuya generación se rinde tributo, con una doble dosis bien diferenciada. La que alimenta su lado infantil, el que creció con dichas pelis, y la que se gana al adulto que le cuesta creer en aquellos aspectos antaño demasiado simplificados.

Sus principales puntos fuertes emergen de una raíz poco original, pero capaz de reinventarse tras ser cultivada en el laboratorio que los Duffer tienen por creatividad. Se consigue una historia llena de fuerza, sin prácticamente sobrarle una página de guion, repleta de personajes sólidos y ricos en su concepción. Por no mencionar el enorme apoyo que supone la lista de canciones que pueblan cada capítulo, especialmente elegidas para ejercer el papel de narrador invisible, responsable de contextualizar momentos muy destacados y relevantes de la trama.

Sería conveniente destacar que tampoco estamos ante ese producto perfecto que la devoción vertida en las redes ha hecho creer. El fanatismo de algunos por todo lo que huela a los ochenta o retro, supone un riesgo muy pernicioso, en especial si, a la hora de hacer una verdadera crítica, se eleva injustificadamente el producto a la categoría de obra maestra. Sin embargo, “Stranger Things” no cojea de manera grave en lo realmente importante. Como mucho, muestra un leve exceso respecto a las referencias más gratuitas, aunque solo mostrando una presencia notable durante los primeros capítulos. A esto se le podría sumar, si nos ponemos muy quisquillosos, algunos personajes secundarios colocados para servir de meros desencadenantes argumentales, como cierta pareja de adolescentes antagonistas o los padres de Mike Wheeler, el amigo de Will en quien recae bastante peso de la historia. Estamos ante un mal menor muy fácil de perdonar. Dada la calidad de la serie, en comparación con otras donde se torna un pecado más acuciante, no supone demasiado problema avistar algunos personajes relativamente pobres sobre el papel.

La primera temporada consta de ocho episodios cuya duración se mueve en torno a la hora, minutos arriba minutos abajo según lo requerido, algo siempre habitual en las series de producción propia de Netflix. El montaje muestra una delicada comunión entre narración directa y contemporánea, con un encadenamiento de imágenes deudor del lenguaje visual puramente ochentero. El resultado es un ritmo depurado, cuyo estilo la hace casi única.

Si buscamos el apartado donde se muestre más influenciada por la época a la que rinde homenaje, ese sin duda es el fotográfico. En cuestión de encuadres los Duffer se valen muy detenidamente de los mejores. Es así como logran superar la media de lo establecido actualmente por el cine de acción más vulgar, o de los seriales emitidos con regularidad y cuyo lenguaje visual, en un alto porcentaje, parece traer un libro de instrucciones de cómo manufacturar un show televisivo. Por suerte para el espectador exigente, este estándar de calidad más elaborado es algo muy habitual del sello Netflix.

En lo referente al lenguaje de los colores y la iluminación, no impera el tono ochentero tan marcado como en otros aspectos. Pero mejor no caer en el error de creer que existe cierta excusa artística a la hora de percibir, lo que en su mayoría es, una luz fría y saturada de azules (a excepción de momentos puntuales entre Will y su madre para comunicarse). Si bien es cierto que en determinadas escenas, el corte fantástico y de ciencia ficción están más que correctamente implementados, da la sensación de tener delante un aspecto técnico del que se ha tenido que recortar presupuesto. Incluso se llega a sospechar de una leve carencia de conocimientos. Sea cual sea el motivo, lo cierto es que existen momentos donde la falta de una mayor paleta de colores resta al conjunto parte de su personalidad.

Para hablar de su banda sonora no solo basta hacer mención al estupendo repertorio de canciones, sino también a su trabajada sección instrumental. De lo primero podría escribirse un artículo entero, pero desgranar sus títulos sería tan desagradecido como hacerlo con sus referencias. Resulta preferible mencionar algunos aspectos de su exquisita partitura. Empezando por la nada razonable acusación de cuasi plagio a la música del film: “It follows” (2014), aseveración que sirve para demostrar el preocupante desconocimiento que mucha gente tiene de la música electrónica de los setenta y ochenta. Si ejemplos como el de John Carpenter hablan por sí solos, no puedo imaginar la de bocas arrepentidas que habría tras oír cualquier composición del grupo Goblin, encargados de poner música a casi toda la filmografía de Dario Argento. La buena música electrónica, como todas las demás, debe tener clase. Las muy presentes estridencias de “It follows” se alejan por completo, entre otras cosas, de las eficientes sonoridades paridas por Michael Stein y Kyle Dixon, artistas detrás del texto musical responsable de ambientar cada escenario (de cualquiera de ambos mundos) donde se desarrolla la serie.

Como se puede apreciar, la calidad de “Stranger Things” se sostiene sobre unos sólidos pilares técnicos. Aunque el más importante es el alto nivel de la mayor parte de su elenco. Muchos de los pertenecientes a la rama infantil y juvenil, al igual que ocurre con el sheriff Hopper o el científico encarnado por Mathew Modine (tributo al clásico mad doctor que a veces cuesta tomar en serio), muestran un perfil interpretativo de connotaciones solventes, con picos dramáticos en momentos decisivos. Es en personajes más ricos y cultivados sobre el guion, donde se puede encontrar el verdadero premio gordo. No importa el inconveniente que sufra cualquier papel. Le afecte el peso de ser el hilo conductor de casi toda la trama, como en el caso de Eleven, sea menospreciado debido al estigma del secundario robaescenas, como puede pasar con Dustin, vea reducida su intervención a un fragmento mínimo durante el metraje, como le ocurre a Barbs, o que tenga un rol tan desmedido que aparente ser sobreactuado, como el de Joyce. Es en este último ejemplo donde se puede encontrar una de las opiniones más extendidas a la vez que injustas. Winona tiene entre manos la responsabilidad de entregarnos un personaje altamente neurótico incluso antes de perder a su hijo. Todo lo que sufre en adelante, más allá de la desaparición y entrando en ese descenso hacia la locura (otro apunte marcadamente lovecraftiano hallado en su desencadenante), empuja a la actriz a un registro repleto de capas y estados anímicos. Juzgar su interpretación de forma tan equivocada es fruto de contar con una pobre capacidad de análisis y no saber profundizar en los diferentes niveles de sufrimiento del personaje.

La impresión dejada por “Stranger Things”, una vez devorada (porque eso es lo que ocurre al mayor porcentaje de espectadores) su primera temporada, es la de una obra con los estándares de calidad muy por encima de la media de productos televisivos en general y ambientados en el sabor de los ochenta, en particular. El mérito recae sobre cada uno de los miembros del equipo, en especial sobre los hermanos Duffer, artífices de la idea, sí, pero sobre todo máximos valedores a la hora de concederle el poso de seriedad necesario para colocarla por encima del resto. Haciendo uso de un estilo narrativo encomiable, que se apoya en una dirección de actores (en especial todo lo relacionado con los niños) entregada, y en un metraje medido para cada episodio. Poblados todos con infinidad de detalles de una relevancia individual muy superior al de todas las referencias juntas. Basta un solo ejemplo para entenderlo: las obvias razones que llevan a cerrar la temporada con una cena de Nochebuena sin una sola luz navideña en toda la casa.

Lo dicho, un verdadero rayo de esperanza capaz de fulminar cualquier atisbo de simple moda.

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