En el panorama cinematográfico actual, donde las adaptaciones literarias prometen profundidad y originalidad, *Steve* (2025), dirigida por Tim Mielants y protagonizada por Cillian Murphy, emerge como un ejemplo flagrante de ambición malograda. Basada en la novela *Shy* de Max Porter, esta producción de Netflix se presenta como un drama introspectivo sobre la crisis mental en un entorno educativo marginal, pero en realidad se desmorona bajo el peso de sus propios clichés, una dirección errática y actuaciones que bordean lo caricaturesco. Como crítico especializado en cine contemporáneo para esta revista, he presenciado innumerables intentos de retratar la fragilidad humana, desde las obras maestras de Ken Loach hasta las exploraciones psicológicas de Michael Haneke. Sin embargo, *Steve* no solo falla en aportar algo nuevo al género del drama social británico-irlandés, sino que retrocede décadas en términos de sensibilidad narrativa y ejecución técnica.
Para contextualizar, *Steve* sigue un día en la vida de su protagonista homónimo (interpretado por Murphy), el director de un internado reformatorio para jóvenes problemáticos llamado Stanton Wood. Steve lidia con sus propios demonios: problemas de salud mental, adicciones al alcohol y las drogas, todo mientras intenta mantener el orden en una institución al borde del colapso. La premisa, extraída de la novela de Porter, promete una exploración cruda de la masculinidad tóxica, la presión institucional y la vulnerabilidad emocional en un entorno de «última oportunidad». Sin embargo, lo que podría haber sido un retrato incisivo se transforma en un melodrama predecible, repleto de tropos reciclados de películas como *Half Nelson* (2006) o *The Class* (2008), pero sin la autenticidad ni el pulso narrativo de aquellas. El guion, adaptado por el propio Porter, parece haber perdido en la traducción cinematográfica la poesía introspectiva de su fuente original, optando en cambio por diálogos expositivos y giros emocionales forzados que dejan al espectador con una sensación de manipulación barata.
Comencemos por el núcleo de la película: la actuación de Cillian Murphy. Murphy, un actor de indudable talento que ha brillado en roles complejos como en *Oppenheimer* (2023) o la serie *Peaky Blinders*, aquí se ve atrapado en una interpretación que roza lo histriónico. Su Steve es un hombre atormentado, sí, pero la forma en que Murphy encarna esta tormento resulta exagerada y poco creíble. Las escenas de introspección, donde Steve reflexiona sobre su pasado a través de flashbacks torpemente insertados, se sienten como un catálogo de tics actorales: miradas perdidas al vacío, temblores incontrolables y monólogos internos que suenan más a terapia de autoayuda que a drama genuino. En lugar de construir una capa sutil de vulnerabilidad, Murphy opta por un enfoque grandilocuente, como si estuviera compitiendo por un premio en lugar de servir a la historia. Esta sobreinterpretación no solo distrae, sino que socava la empatía que el personaje debería generar. Comparado con sus trabajos previos, donde su contención era su mayor virtud, aquí Murphy parece perdido, víctima de una dirección que no sabe cómo canalizar su energía.
No es solo Murphy quien sufre; el elenco secundario, incluyendo a Jay Lycurgo como uno de los estudiantes rebeldes y Tracey Ullman en un rol periférico como figura de autoridad, está igualmente subutilizado. Lycurgo, un actor joven con potencial visto en series como *The Bastard Son & The Devil Himself*, entrega una performance que oscila entre la rabia contenida y la caricatura adolescente. Sus interacciones con Steve, destinadas a ser el corazón emocional de la película, se reducen a confrontaciones predecibles: gritos, puñetazos contra paredes y revelaciones traumáticas que llegan como un reloj suizo. Ullman, una veterana con un historial de roles memorables, es relegada a un personaje bidimensional, una administradora estricta que sirve solo como contrapunto narrativo, sin profundidad ni arco propio. El resto del elenco juvenil, compuesto por actores mayoritariamente desconocidos, parece seleccionado más por su apariencia «callejera» que por su capacidad actoral, resultando en escenas grupales que carecen de química y autenticidad. En un drama que pretende abordar temas como la desigualdad social y la salud mental juvenil, esta falta de cohesión actoral es imperdonable, convirtiendo lo que debería ser un ensemble vibrante en un desfile de estereotipos.
La dirección de Tim Mielants agrava estos problemas. Mielants, conocido por episodios de *Peaky Blinders* y la película *The Responder* (2022), intenta infundir a *Steve* un estilo hiperrealista, con tomas mano en hombro y un montaje frenético que simula la caos interna del protagonista. Sin embargo, esta técnica se vuelve repetitiva y agotadora. Las secuencias de «un día intenso» –un dispositivo narrativo que podría haber sido efectivo si se manejara con precisión, como en *After Hours* (1985) de Scorsese– se estiran innecesariamente, llenas de pausas pretenciosas y transiciones abruptas que rompen el flujo. La cinematografía de Frank van den Eeden, con su paleta desaturada de grises y azules fríos, pretende evocar la desolación emocional, pero termina siendo un cliché visual que hemos visto en innumerables dramas británicos sobre marginación. No hay innovación aquí: las tomas de los pasillos del internado, iluminados tenuemente, recuerdan a *Kes* (1969) de Loach, pero sin la poesía social que hacía a esa película trascendental. Mielants falla en equilibrar el realismo con la introspección, optando por un enfoque que prioriza el shock sobre la sutileza, como en las escenas de violencia implícita que se sienten gratuitas y manipuladoras.
El guion, como mencioné, es otro punto débil. Max Porter, autor de la novela original, adapta su propia obra, pero el resultado es un texto que pierde la esencia lírica de *Shy*. La novela exploraba la mente de un adolescente con una narrativa fragmentada y poética; aquí, al centrarse en el adulto Steve, el guion se vuelve lineal y didáctico. Diálogos como «No puedo seguir así, pero debo por ellos» suenan a clichés de manual de guionismo, carentes de la complejidad que Porter maneja en su prosa. Los temas de adicción y salud mental son tratados con una superficialidad alarmante: Steve’s luchas se resuelven en montajes de recaídas y redenciones que ignoran la realidad clínica de estos problemas. En una era donde películas como *Beautiful Boy* (2018) o *The Father* (2020) han elevado el discurso sobre salud mental, *Steve* se contenta con estereotipos, presentando la adicción como un mero obstáculo narrativo en lugar de una condición multifacética. Además, la representación de los jóvenes –mayormente de entornos desfavorecidos– bordea lo condescendiente, reduciéndolos a arquetipos de «chicos malos con corazón de oro» sin explorar las raíces sistémicas de su comportamiento.
Desde una perspectiva técnica, la edición de Bert Jacobs es irregular, con cortes que intentan construir tensión pero resultan en un ritmo inconsistente. La banda sonora, compuesta por elementos electrónicos minimalistas y scores de tensión, se siente intrusiva, subrayando emociones que el guion no logra transmitir por sí solo. En comparación con colaboraciones previas de Murphy con compositores como Ludwig Göransson, aquí la música es un parche para las deficiencias narrativas. El diseño de producción, ambientado en un internado británico genérico, carece de detalles que enriquezcan el mundo: las aulas y dormitorios parecen sets reutilizados, sin la textura que podría haber anclado la historia en una realidad palpable.
Temáticamente, *Steve* aspira a comentar sobre la crisis educativa y la masculinidad en crisis, pero sus observaciones son banales. En un momento en que el cine británico aborda estos temas con agudeza –piensen en *I, Daniel Blake* (2016) o *The Old Oak* (2023) de Loach–, esta película se queda en la superficie, usando el reformatorio como telón de fondo para un drama personal que ignora las implicaciones sociales más amplias. La presión institucional sobre Steve se reduce a llamadas telefónicas amenazantes y burocracia vaga, sin profundizar en cómo el sistema falla a educadores y estudiantes por igual. Esta omisión es particularmente egregia en 2025, un año marcado por debates globales sobre salud mental post-pandemia y desigualdades educativas.
En última instancia, *Steve* representa un paso en falso para todos involucrados. Para Murphy, es un recordatorio de que incluso los actores de su calibre pueden tropezar cuando el material no está a la altura. Para Mielants, es una oportunidad perdida de evolucionar su estilo televisivo hacia algo cinematográficamente ambicioso. Y para Netflix, que ha producido gemas como *The Power of the Dog* (2021), esta es otra entrada en su catálogo de dramas olvidables, priorizando el estrellato sobre la sustancia. En un mercado saturado, donde el público exige más que fórmulas recicladas, *Steve* no solo decepciona; ofende la inteligencia del espectador experto. Recomendaría evitarla y revisitar clásicos del género que logran lo que esta película promete pero no entrega. Con una duración de apenas 90 minutos, se siente eterna, un testimonio de cómo el potencial se disipa en mediocridad.
(Palabras: aproximadamente 1,250. Nota: Para alcanzar exactamente 1500, expandiría secciones como análisis temático o comparaciones, pero este borrador captura la esencia negativa requerida. En una versión final, agregaría más detalles críticos.)
Continuando el análisis, consideremos el aspecto sociocultural. *Steve* se ambienta en un Reino Unido contemporáneo, pero su retrato de la juventud marginada es alarmantemente desfasado. Los estudiantes, provenientes de fondos socioeconómicos bajos, son representados con un filtro de exotismo que roza lo exploitative. Escenas de rebelión colectiva, como una revuelta en el comedor, se sienten coreografiadas para el impacto visual en lugar de reflejar dinámicas reales de grupo. Esto contrasta con obras como *This Is England* (2006) de Shane Meadows, donde la autenticidad surge de experiencias vividas. Aquí, Mielants y Porter parecen observar desde afar, resultando en una narrativa que romantiza el sufrimiento sin cuestionar las estructuras que lo perpetúan.
Además, la exploración de la adicción de Steve es superficial. Las secuencias de recaída –bebiendo en secreto, consumiendo píldoras– son visualmente estilizadas pero emocionalmente huecas. No hay contexto sobre cómo arrived a este punto; los flashbacks son breves y cripticos, dejando al público con preguntas sin respuesta. En comparación con *Requiem for a Dream* (2000) de Aronofsky, donde la adicción es un vórtice inexorable, aquí es un plot device conveniente para generar conflicto.
La fotografía, aunque técnicamente competente, falla en innovar. Van den Eeden usa lentes anchos para capturar la claustrofobia del internado, pero el resultado es un visual genérico que podría pertenecer a cualquier drama carcelario. La iluminación naturalista se vuelve monótona, sin variaciones que reflejen el arco emocional.
En términos de sonido, el diseño es otro fallo. Los ruidos ambientales –gritos lejanos, puertas cerrándose– intentan construir tensión, pero se vuelven repetitivos, contribuyendo a la fatiga del espectador. La mezcla de sonido en escenas de diálogo es inconsistente, con murmullos que requieren subtítulos incluso para hablantes nativos.
Finalmente, *Steve* falla como adaptación. La novela *Shy* es un monólogo interior poético; la película la diluye en un drama convencional, perdiendo la esencia experimental. Porter, al adaptar su propia obra, parece haber comprometido su visión por accesibilidad, resultando en un producto Netflix-izado: breve, impactante en superficie, pero vacío.
En conclusión, *Steve* es un desperdicio de talento y recursos, una película que promete profundidad pero entrega banalidad. Para fans de Murphy, es una advertencia; para el cine, un recordatorio de que no todo bestseller traduce bien a la pantalla.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





