Se atribuye a Dostoievski el apotegma de “Si Dios no existe, todo está permitido”, aunque la cita no se localice de modo literal en Los hermanos Karamázov. Lo cierto es que la idea recorre su argumento y en un momento dado el personaje de Smérdiakov (nombre del que conviene conocer su significado en ruso) afirma que: “Si el Dios infinito no existe, no hay virtud, ni siquiera hace falta”. Curiosamente Kant pensaba justo lo contrario, es decir, que la virtud solo tiene cabida donde no comparece divinidad alguna y que, si se comprobara la existencia de Dios, la ética haría mutis por el foro. Para el filósofo de Königsberg, cuyo tricentenario festejamos en 2024, la genuina moral no requiere un sustento divino y, de hecho, adjudicar cualquier papel a Dios perjudica letalmente nuestro comportamiento ético, que a juicio de Kant debe ser autónomo y no responder a mandatos heterónomos provenientes de una voluntad ajena.
Según Kant, nuestra conciencia moral es el juez supremo de nuestros criterios éticos y no hay ninguna otra instancia superior que los dirima o condene. Gracias a las formulaciones del célebre imperativo categórico, podemos comprobar si nuestra máxima tendría o no una validez universal en caso de generalizarse. De no ser asumible por cualquiera en cualquier momento y circunstancia, estaremos manejando una pauta pragmática, pero no un criterio ético. La ética nos exige no tratar a ningún ser humano, incluidos nosotros mismos, como un simple medio instrumental, sin considerarlo al mismo tiempo un fin en sí mismo. El presunto rigorismo kantiano, lejos de imponer una norma determinada y de obligado cumplimiento, deja en manos del agente moral juzgar su propia conducta y decidir lo que le parezca compatible con la moral, sin delegar ninguna responsabilidad en los demás, las circunstancias o una entidad superior.
El formalismo ético kantiano nos invita, como señala en el parágrafo cuarenta de su Crítica del discernimiento, a ponernos en la piel de los demás y compadecernos de su situación, pensando por cuenta propia y procurando hacerlo de manera coherente. Nada nos asegura tener éxito en tal empeño, ni que consigamos nuestros propósitos, pero se trata de intentarlo con una buena voluntad, un querer que sea bueno de suyo y no con respecto a sus logros. Por supuesto, nunca estaremos totalmente seguros de que tras nuestra intencionalidad no estén agazapadas motivaciones poco edificantes, porque nunca podemos descontar el autoengaño y las jugarretas del inconsciente. Sin embargo, sí nos cabe apostar por cultivar nuestro talante moral, por decirlo con Aranguren, aun cuando lo hagamos en detrimento de nuestros talentos y los dones de la fortuna. Nuestras costumbres modelan el carácter y a su vez este modula los hábitos.
Kant reitera constantemente que la presencia de Dios arruinaría nuestra moralidad, porque nos moveríamos en pos de recompensas o por miedo al castigo. Seguir unos mandamientos o cualesquiera instrucciones al pie de la letra nos convertiría en autómatas movidos por ciertos resortes que alguien ha diseñado y que sería el último responsable de nuestra conducta, como lo son quienes programan los algoritmos de la IA. Parapetarse a lo Eichmann en una obediencia debida y ciegamente acatada, nos hace abandonar -como bien señala Javier Muguerza- la condición humana, caracterizada por ser dueños de nuestros actos y asumir nuestras responsabilidades. Cosificar a las personas nos deshumaniza tanto como rehuir la imputación de nuestras decisiones. Nuestra libertad está en juego y el ser humano está condenado a ser libre, por decirlo con Sartre. A ojos de Kant, si Dios existiera, tampoco podría ser un agente moral, puesto que su voluntad santa y absolutamente perfecta le impediría perseguir la virtud. En su segunda Crítica se recalca que ni Dios podría permitirse considerar a un ser humano como simple medio instrumental. El Dios kantiano es la idea de una razón ético-practica y auto-legislativa.
Pascal nos legó su célebre apuesta. ¿Por qué renunciar a la vida eterna, si no perdemos nada creyendo en ella y al contrario podemos perderlo todo? Kant discrepa y entiende que perderíamos nuestra capacidad para ser agentes morales. Desde una óptica nada religiosa, Freud viene a suscribir el diagnóstico de Dostoievski en El porvenir de una ilusión, donde cabe leer lo siguiente: “Si les enseñamos que la existencia de un Dios omnipotente y justo, de un orden moral universal y de una vida futura son puras ilusiones, se considerarán desligados de toda obligación de acatar los principios de la cultura, cada uno seguirá sin freno ni temor, sus instintos sociales y egoístas e intentará afirmar su poder persona, y de este modo surgirá de nuevo el caos, al que ha llegado a poner término una labor civilizatoria de muchos milenios. Aunque supiésemos y pudiésemos demostrar que la religión no posee la verdad, deberíamos silenciarlo y conducirnos como nos aconseja la filosofía del como si”.
Freud coincide con la satírica pluma de Heine, quien hacía de Kant un agnóstico bondadoso que, tras ajusticiar a Dios con su Crítica de la razón pura, lo habría resucitado con la varita mágica de su razón práctica. Sin embargo, Kant no confunde los planos. Entiende perfectamente que las religiones ofrezcan un consuelo ante la muerte y el sufrimiento, pero tiene claro que cualquier expectativa religiosa es incompatible con la moralidad. Por eso su héroe moral es un ateo virtuoso llamado Spinoza, que cumple con su deber a pesar de los pesares, la injusticia y las adversidades. Diderot mantuvo que cabe ser virtuoso sin creer en Dios, pero Kant fue más allá y afirmó que solo podemos devenir agentes morales descontando a Dios de la ecuación.
Conviene tener en cuenta el planteamiento kantiano, en una época en donde las religiones continúan teniendo una incidencia en el espacio público, incluso en Estados laicos o aconfesionales, regulando con sus liturgias los calendarios festivos, nacimientos, matrimonios y funerales. Aunque la historia recoja vidas ejemplares entre gentes religiosas, no es menos cierto que las religiones han suscitado guerras cruentas contra quienes no compartían sus credos y que sirven de pretexto para seguir haciéndolo. La celebración del natalicio kantiano debería propiciar que se relea uno de sus textos más emblemáticos, junto a la Fundamentación o ¿Qué es la Ilustración? Me refiero a Hacia la paz perpetua: Un diseño filosófico.
*Fuente: Nueva Tribuna