altLa exposición itinerante “Dones/Women. Afganistán” abre sus puertas en el Palau Robert de Barcelona, donde se podrá visitar hasta el 15 de febrero de 2015, para luego visitar otras ciudades. La muestra se compone de 150 fotografías, a la cual más impactante, de Gervasio Sánchez, el conocido reportero especializado en conflictos armados, y de los textos de Mónica Bernabé, periodista freelancer y única informadora para la prensa del Estado español desde Afganistán

 

 

 

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La exposición itinerante “Dones/Women. Afganistán” abre sus puertas en el Palau Robert de Barcelona, donde se podrá visitar hasta el 15 de febrero de 2015, para luego visitar otras ciudades. La muestra se compone de 150 fotografías, a la cual más impactante, de Gervasio Sánchez, el conocido reportero especializado en conflictos armados, y de los textos de Mónica Bernabé, periodista freelancer y única informadora para la prensa del Estado español desde Afganistán, país donde vive desde hace 8 años.

 

La muestra es el resultado de 6 años de duro trabajo, donde conseguir el permiso para acceder a un correccional, a un hospital, etc., se demoraba varios años. Las primeras fotos datan de 2009, y las últimas de este mismo año. Más de 200 mujeres, ninguna con la imagen tópica del burca, fueron fotografiadas y recogidos sus testimonios por los reporteros. El fotógrafo realizó ocho viajes de larga duración para llevar a cabo el trabajo, cuya realización no hubiera sido posible sin la producción sobre el terreno de Mónica Bernabé, que además se encargó de dar voz a estas mujeres en unos textos que a nadie dejan indiferente por lo crudo de algunas de estas historias. La ONG catalana Asociación por los Derechos en Afganistán (ASDHA) es la impulsora y coordinadora del proyecto, que cuenta con el apoyo económico de la oficina de Relaciones Internacionales y Cooperación del Ayuntamiento de Barcelona, y la Generalitat cede el local y se encarga de la difusión de la exposición que, además, se ha plasmado en un libro editado por Blume.

 

Los diferentes ámbitos de la muestra expositiva se dividen en seis espacios: “El matrimonio forzado e infantil”; “La huída”; “La drogodependencia”; “El suicidio”; “Los avances legales y la realidad” y “Las consecuencias de la impunidad y la guerra”. Gervasio Sánchez ha declarado: “En los últimos años he realizado proyectos muy duros sobre los mutilados por las minas antipersonas, las víctimas de las desapariciones forzadas y las brutales consecuencias de los conflictos armados. No me espanto fácilmente. Pero he de reconocer que en Afganistán me he encontrado lo peor del ser humano: su incapacidad para sentir empatía y piedad con las víctimas, y un grado de violencia e impunidad difíciles de presenciar en otros países”.

 

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Una violencia endémica

 

Los “Señores de la guarra” es el eufemismo para llamar a verdaderos criminales de guerra que, para vergüenza de la comunidad internacional, siguen en el poder en Afganistán. El país está en guerra desde la invasión de la URSS en 1979 y fue teatro de operaciones de la guerra fría. Los milicianos muyahidines fueron armados y financiados por los EE.UU., y muchas de esas facciones eran radicales fundamentalistas que, después de la retirada rusa en 1989, se enzarzaron en luchas por el poder dejando al país en una situación tan lamentable que, a la llegada de los talibanes, fueron recibidos equivocadamente  como los nuevos heraldos de la paz. Contra ellos se unieron los muyahidines en la llamada Alianza del Norte. Cuando el presidente George Bush acusó a los talibanes de apoyar el terrorismo y dar asilo al mismísimo Osama Bin Laden, la Alianza del Norte volvió a ser un instrumento de la geopolítica norteamericana y derrocó el gobierno talibán. A la hora de formar el nuevo gobierno afgano, la coalición del norte exigió formar parte de él, y de ahí que los “Señores de la guerra” sigan mandando en Afganistán donde las cicatrices de la guerra, lejos de cerrarse, sigan abiertas, y la impunidad y la corrupción todo lo domina. Esta última hace que las ayudas económicas que llegan al país se evaporen por el camino sin que ningún órgano de control internacional intervenga. Claro que no estamos, visto lo visto, para dar lecciones de anticorrupción en los países que llamamos del “primer mundo”.

 

En este paisaje, la violencia contra la mujer es endémica y estructural. La falta de educación, un 80 % de las mujeres son analfabetas, la presión religiosa y de la tradición, se refleja en unas prácticas machistas transversales que dejan a las mujeres huérfanas de los derechos fundamentales inherentes a todo ser humano. Una mujer en Afganistán no tiene derecho a enamorase y casarse con quién quiera, por ejemplo, ya que el matrimonio, de jóvenes y de niñas, en muchos casos, son matrimonios forzados y “arreglados” por las familias, donde la mujer es un objeto de cambio, y otras mujeres de la familia son las que perpetúan estas prácticas. Y es transversal, porque el machismo tradicional lo practican desde el campesino o el cabrero, hasta el médico o el estudiante

 

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Los reporteros nos explicaron que conocieron a muchas mujeres contracorriente, las que a pesar del contexto en el que viven, se han hecho oír y disputan los puestos de la administración pública, la enseñanza, el deporte, etc., a los hombres. Pues bien, muchas de esas mujeres con las que hablaron los reporteros, cuando les preguntaron por sus historias personales, en el ámbito del hogar, entonces se encontraron con las mismas lacras, historias de malos tratos, mujeres jóvenes obligadas a casarse, a veces, con ancianos, o con familiares, ya que la endogamia es muy habitual. Se da el caso que hay mujeres profesionales, como periodistas, que pudieron ejercer libremente su profesión una vez que habían enviudado. Junto a Mónica Bernabé (fundadora de la ASDHA)  y Gervasio Sánchez, estuvieron en Barcelona la activista y abogada Sajia Behgam y la diputada Azita Rafaat, sobre ésta última escribe Mónica Bernabé: “Azita Rafaat fue diputada, continúa en política y tiene cuatro hijos. Su padre la obligó a casarse con un hombre que ya tenía una esposa y una hija, y que le recrimina que trabaje fuera de casa y no haya tenido un hijo varón. Azita se sintió tan presionada que vistió de niño a su hija pequeña y le cambió el nombre. Sólo la viste de niña cuando va al colegio, con uniforme negro. Esta práctica se llama bacha posh. Las familias que no tienen hijos recurren a ella (…). 

 

Azita es una mujer culta que habla idiomas, y participa en la política de su país. Fue obligada, como vemos, a casarse con un hombre analfabeto y, a pesar de su formación y tener más posibilidades que muchas mujeres afganas, la presión social y familiar es tan grande que le ha hecho seguir con la tradición de un travestismo que acabará con la llegada a la pubertad de la niña. No tener ningún varón es señal de desgracia en el seno de las familias afganas, es vergonzoso y por ello debe esconderse; además los niños pueden trabajar fuera de casa para mantener el núcleo familiar, tienen más posibilidades de ir a la escuela y jugar libremente en las calles. Esto es un ejemplo de esa violencia endémica e impune de la que nos habla esta exposición.

 

Es curioso ver como el número de mujeres afganas dedicadas a la política es muy grande, para ellas es una forma de buscarse una independencia económica y poder salir de la opresión familiar y social. Para el gobierno es la forma de presentarse ante el mundo como una sociedad moderna y permisiva, por lo que no es raro que muchas de esas mujeres sean buscadas por los dirigentes gubernamentales para ocupar cargos en la política municipal o nacional. Habiba Donesh lo dice así: “Necesito continuar siendo diputada”, dice Habiba, que reconoce sin ambages que el Parlamento es su vía de escape para evitar que su familia política le obligue a casarse con el hermano de su difunto marido, tal como manda la tradición de Afganistán cuando una mujer queda viuda. Ser diputada le permite vivir en Kabul, disponer de protección armada y mantener la custodia de su hijo, Ahmad Zubair, de 10 años, fruto de un matrimonio forzado. Su marido fue asesinado a los 17 días de la boda”. Claro que, por desgracia, hay mujeres que buscan salidas dramáticas a su situación.

 

El suicidio: una falsa huída

 

En un texto de la exposición se puede leer este dramático texto: “Me tiré por encima un vasito de gasolina”, dice Fátima, de 25 años. En el momento de la foto, con el 72 % del cuerpo quemado, yace en el hospital de Herat. Su suegra le hacía la vida imposible. “Me amenazó con prenderme fuego y yo le contesté que ya me quemaría yo sola”, explica Fátima. Y eso es lo que hizo sin pensar en las consecuencias. La hermana de Fátima, Anisa, permaneció a su lado mientras estuvo en el hospital. Fátima murió el 16 de mayo de 2012 tras un mes de agonía. Anisa sigue llevando flores a su tumba”. En las fotos podemos ver a Anisa dándole de beber un zumo a su hermana en el hospital. En otra instantánea, le está dando un masaje en los pies a Fátima. Luego vemos a la mujer llevando un ramo de flores. En la pared de enfrente, quizá una de las fotos más duras de la exposición, se trata una joven de espaldas, con la piel quemada. El médico le está trasplantando piel de las piernas a la zona quemada. Su nombre Halima, de 19 años, se prendió fuego ella misma porque no le permitieron divorciarse del hombre al que no quería y con el que le obligaron a casarse. El mismo lote iba el hermano de Halima, que tuvo que casarse con la hermana del marido impuesto a su hermana. Si ella se separaba, él también tenía que hacerlo, y ninguna de las familias podía permitirlo. En este caso Halima vivirá, con grandes cicatrices, pero vivirá.

 

Quemarse a lo bonzo, ingerir matarratas o grandes cantidades de opio son las formas de suicidio más común entre las mujeres afganas como falsa huída a su situación familiar y social. Nos cuentan los reporteros que en algunas ocasiones, las mujeres que se rocían con gasolina no buscan la muerte, sino llamar la atención o salir del círculo de represión en la que viven, para ello sólo se rocían en la barriga. Ante la vergüenza del hecho, las familias o las propias mujeres aducen accidentes de cocina, pero los médicos saben que esto no es así, ya que en las cocinas afganas se utiliza gas o leña como combustible. Afganistán es el único país del mundo donde el número de suicidios entre mujeres es mayor que entre hombres. Según el Ministerio de Salud Pública, en 2013 se quitaron la vida unas 2.500 mujeres. La mayoría de las mujeres que lo intentan o lo consiguen, son jóvenes entre 14 a 21 años, que sufren malos tratos en el seno familiar o fueron obligadas a casarse con hombres que no querían.

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La tradición, la corrupción, la impunidad

 

Si les digo que el 28 % de los parlamentarios en Afganistán son mujeres, al ser elegidas 69 diputadas en las elecciones de 2010. Que la nueva Constitución afgana dice que hombres y mujeres son iguales ante la ley, y recoge un sistema de cuotas para garantizar la presencia de la mujer en el parlamento y los consejos provinciales. Que en 2002 se creó un Ministerio de Asuntos de la Mujer, y en 2009 el gobierno aprobó la Ley sobre la eliminación de la Violencia contra las Mujeres, se preguntarán por qué sigue la discriminación y la violencia contra las  mujeres. La realidad es que los fiscales y los tribunales no aplican estas leyes, son, como dijo Gervasio, “papel mojado” y “con la tradición no se puede ser permisivo. Son la tradición, la corrupción y la impunidad las que mantienen esta situación de la mujer en Afganistán. Viendo algunas ciudades como Kabul podemos tener la ilusión de una realidad, en la que la vida es mejor, claro que los talibanes dejaron el listón tan a ras de suelo, que cualquier cosa nos parece aceptable. Las universidades afganas están llenas de chicas, y las escuelas llenas de niñas, pero qué pasa con esas chicas están en las partes privadas de sus vidas, en la parte familiar…, pues que se aplica a raja tabla la tradición machista. No es fácil ver los ojos de estas mujeres que sufren, pero lo que menos he podido soportar es la prepotencia y el cinismo con el que actúan los funcionarios, portavoces y diplomáticos de la comunidad internacional, de EE.UU., de Unión Europea, etc. a los que hay que aguantar unas incongruencias que no tienen nada que ver con la realidad. Después de doce años de una misión internacional, con centenares de miles de millones de euros invertidos, han sido incapaces de mejorar la vida de las mujeres en estos aspectos privados. Esto es un fracaso absoluto. Ha sido imposible presionar a jueces, policías, a médicos, a hombres en general, pero también a muchas mujeres, para evitar esta situación de la mujer que debería avéngansenos a todos”. Las leyes pueden ser buenas y progresistas, pero no se aplican y se dejan tras cerrar las puertas de los hogares. Hay zonas con vacios de poder, donde las leyes las imparten los tribunales tradicionales, pero incluso en las ciudades, y entre los círculos más preparados intelectualmente, el machismo está presente.

 

Tras la caída del régimen talibán, las mujeres afganas recuperaron el derecho a participar en la vida política y pública de su país, derechos que ya poseían en décadas anteriores. Pero estos avances de iure no tienen su expresión en la vida real como nos ha contado Mónica. La ONU ha hecho informes sobre la grave situación de la mujer afgana, pero la comunidad internacional mira para otro lado aduciendo que son cosas internas del país y “propias de la cultura y tradición afgana”.

 

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Contra todo esto hay personas que luchan, mujeres y niñas que se sobreponen a esta situación con su trabajo y esfuerzo. Junto a un gran panel donde podemos ver a niñas que están en un correccional, hay una sala donde vemos niñas practicando el boxeo o el fútbol, aunque nos dice Gervasio que el boxeo, que en los últimos años ha sido muy popular entre las chicas, tiene dificultades para mantener los gimnasios abiertos, ya que las ayudas económicas que llegan del extranjero se pierden en la maraña de la corrupción institucionalizada, pero también porque estas niñas serán casadas y tendrán que dejar el deporte. La hipocresía internacional hace que se apoye a un gobierno que mantiene de facto esa violencia estructural contra las mujeres, y ante ello no nos podemos quedar callados

 

Como se recoge en el libro: “El silencio y la indiferencia nos hace cómplices y estimulan a los agresores a continuar tratando a las mujeres como sombras furtivas sin derechos. La falta de empatía y solidaridad con las víctimas es tan condenable como la agresión”.

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