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La Casa Real española vive instalada en el drama. Ese recordatorio diario del Antiguo Régimen está tocado y manchado por la corrupción. La sociedad, al menos un 70% de ella según los últimos sondeos de opiniónya ha condenado a algunos de los miembros de la familia Borbón; a unos, por su supuesta participación en el saqueo de dinero público, a otros, por negar la realidad. Una conducta que moralmente no prescribirá aunque se intente, de nuevo, tapar por razones de Estado.

 

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Durante estos últimos meses, la infanta Cristina, que al parecer no sólo pasaba por allí, ha sido investigada por la Agencia Tributaria y por la Unidad de Delitos Económicos y Financieros (UDEF), por supuestos delitos fiscales y blanqueo de capitales. Tras numerosos litigios entre instituciones y presiones de todo tipo, Cristina de Borbón, ha sido imputada y tendrá que declarar ante los tribunales. Su defensa, convertida en asunto de Estado, da igual. La ausencia de cualquier ética y moralidad en sus negocios privados, como se constata en el auto del juez encargado del “Caso Nóos” en el que se evidencia que la infanta estaba al tanto de la economía familiar, y contrataba y pagaba de la misma manera que su marido, y la colisión continua entre intereses privados y públicos deja en la irrelevancia la decisión final de la Justicia en este caso. La infanta y su marido ya han sido condenados. Las razones que se han ido arguyendo en su defensa no convencen a nadie, fuera del círculo cada vez más estrecho de monárquicos.

 

Toda la investigación en torno a los duques de Palma -el “caso Nóos”– no deja de ser una  pesquisa más ligada a la trama Gürtel. Un episodio difícil de definir por sus múltiples conexiones, y por lo visto estos últimos cinco años, muy difícil de explicar por los señalados en los informes policiales y judiciales, y las informaciones periodísticas. La diferencia es que este episodio ha marcado el escándalo más grave sufrido por la monarquía desde su restauración posfranquista. Los cronistas de la Corte insisten en el grave daño causado a la institución y el consiguiente conflicto familiar -bien escenificado en los, cada vez mayores huecos que aparecen en los posados reales– y se retuercen cuando se sugieren cambios.

 

El “caso Nóos” es un intento, de momento exitoso en su vertiente económica, de aprovecharse de la imagen y el poder de la jefatura del Estado. Iñaki Urdangarín, que ejemplifica en su recta figura todas las posibilidades que ofrece la figura del cuñado, se comportó como si sus actos y comportamientos estuviesen fuera de la ley-y quizás lo acaben estando-, y llevó la figura del aforado a un uso envidiado por buena parte de los diputados del Partido Popular. El exjugador de balonmano del Barça tuvo durante unos gloriosos años licencia para todo. El duque cambió servicios inexistentes a cambio de dinero público. Utilizó instituciones sin ánimo de lucro, contratos amañados y firmas falsificadas para adjudicarse concursos. Recibió préstamos del propio rey para la compra de un palacete. Y en una muestra fascinante de la confianza que los miembros de la familia real tienen en el futuro de su país, se desviaba el dinero a cuentas particulares o a paraísos fiscales europeos y caribeños. Un entramado en el que participaba el secretario particular de las Infantas, Carlos García Revenga, y que contó con la plena colaboración de cualquier administración y empresa que pasase por allí.   Cuando era menester, se contrataba con toda institución o empresa que se ponía por delante. Destacados, como es su costumbre, los gobiernos autonómicos de Valencia y Baleares, pero sin desmerecer el concurso de ayuntamientos, clubes de fútbol y ese símbolo del saqueo en que se ha convertido la SGAE.

Desde el inicio de las investigaciones, el prestigio de la monarquía, al menos en las encuestas, se ha ido erosionando sin freno. El rey, lastrado físicamente, ha ido acumulando errores y no se ha librado de la crisis política y económica generalizada.

El episodio de la cacería en Botsuana inició una sucesión de fallos y tropiezos que han ido dejando por el camino los restos del prestigio que tenía una monarquía -republicana, según algunos de sus admiradores en una sesgada interpretación de esa imagen desvanecida llamada juancarlismo-. De Botsuana, el rey volvió doblemente  roto.    Se han venido sucediendo una serie de operaciones quirúrgicas, pagadas por el erario público en hospitales privados, derivadas en buena parte de una conducta desconectada de la realidad y habituada a los excesos. Su cadera se rompió en la ya citada cacería de elefantes, a la que acudió junto a su amiga íntima, la princesa alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein, con la que comparte ocupación, y beneficios, de agente comercial, ciertos empresarios y otros desocupados más de la aristocracia. A este contratiempo físico, algunos más se le han venido sumando al intentar forzar los plazos de recuperación recomendados por los médicos,  con lo que su estado general ha ido visiblemente empeorando. Un proceder que además de repercutir en el bolsillo de los ciudadanos, lo hace en sus opiniones. Más allá del optimismo obligado de los legisladores, la ley de transparencia nace muerta por muchos datos que se den. El rey, como se ha demostrado en toda su trayectoria, no tiene intención alguna de hacer público su patrimonio personal, por mucho que partidos políticos y sociedad civil reclamen una transparencia absoluta en sus cuentas.

El caso Nóos y la consiguiente imputación de la Infanta revelan el calado de la crisis institucional que afecta a todo el estado y que revela la incompetencia de buena parte de los dirigentes políticos y económicos, amparados en el ruido para esconder la mala gestión y que consideran que con las tertulias políticas en radios y televisiones se ha alcanzado uno de les estándares democráticos occidentales. Junto a esto, la insistencia de los partidarios y consejeros del rey en la capacidad  de la monarquía para forjar consensos y grandes acuerdos entre los dos partidos prueba que la actualidad la siguen leyendo a través de lentes calibradas hace treinta años.

 

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