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Robinson Crusoe es el hombre moderno en el pináculo de sus fuerzas. Lo sabemos porque no hay en él ni un solo anhelo que no sea económico, ni existe en su mundo nada que no sean hechos, ni hay cosas que no se dejen utilizar como a uno más le convenga o le aproveche. Pero empecemos por el principio.

Robinson Crusoe no puede estarse en Inglaterra. Quizá esta inquietud le venga de su padre, un extranjero polaco asentado en York. (De hecho, el nombre Crusoe no es inglés, sino una deformación inglesa de un original eslavo.) Así que, si en el fondo Crusoe no es Crusoe ni pertenece a York, ¿para qué quedarse? Su partida toma la forma de una decisión originaria: hay que escoger entre la vida segura y próspera en el hogar y la inseguridad y precariedad en lo desconocido. Aunque en realidad (pues el hogar no es el hogar ni Crusoe es Crusoe) la elección ya está tomada, y el joven se hace a la mar, aunque no llega a transformarse en un marino (se insiste en que, si bien aprende los rudimentos de la navegación, no se hace navegante profesional; en realidad, Crusoe carece de oficio definido a lo largo de toda la novela).

Queda así definido el protagonista de Defoe: se trata de un hombre incapaz de quedarse en casa, pues quizá no la tenga; alguien que no puede conformarse con vivir una vida segura y serena hasta la vejez, sino que algo le impele a aventurarse en lo desconocido. Desoye el consejo paterno; desoye la advertencia del capitán del navío en que se embarca la primera vez. Solo escucha su propia voz, y ésta le exhorta a no estarse jamás quieto, a partir siempre sin detenerse nunca. Da lo mismo que no tenga objetivos, a excepción quizá del objetivo de no tener ningún objetivo convencional o concreto, de no comprometerse con nada ni permanecer en ningún sitio. Una vez que ha peregrinado un poco por el mar y lo exótico Crusoe aterriza en Brasil, donde se medio establece un tiempo guiado por un proyecto económico. Pero enseguida el ansia irrefrenable de partir aflora de nuevo. Es entonces cuando su barco naufraga, y de este naufragio sale el hombre moderno plenamente constituido, con todas sus marcas y atributos.

En primer lugar hay que insistir en que este hombre que no tiene vínculo alguno (Crusoe jamás recupera sus lazos familiares, ni parece que le importe demasiado el no recuperarlos; carece de amistades que no tengan un marcado carácter económico: todos son albaceas, tesoreros, esclavos o sirvientes). En este sentido el naufragio no hace más que poner en el sitio que conviene a un hombre así: una isla desierta. Pero no nos confundamos; el énfasis no recae en la soledad (ésta es un presupuesto), sino en la actitud y actividades de Crusoe cuando se ve instalado (más bien no-instalado) en el aislamiento. Una vez superados los miedos iniciales, Crusoe emprende una progresiva, obstinada y ambiciosa tarea de colonización. Toda la estancia en la isla está marcada por las diversas empresas económico-colonizadoras del náufrago a-islado. Desde el principio estar en la isla significa domesticar la isla, dominar la isla, poseerla e incluso defenderla de posibles enemigos (su deseo de protegerse es casi patológico). Más moderno incluso es el hecho de que en una situación tan mísera y desesperada no se olvide de poner a salvo el dinero que ha rescatado de los barcos naufragados, ni que pierda de vista (¡en veintiocho años!) el cómputo del tiempo, ni renuncie (¡en una isla desierta!) a la idea de administrarlo de la manera más rentable posible. El tiempo de Crusoe es el tiempo calculable de la modernidad propietaria y dominadora. (Curioso es también que Crusoe no se aburra nunca; el aburrimiento parece ser algo más propio de la modernidad agonizante o tardía.)

Pero volvamos a la cuestión de la naturaleza. La relación de Crusoe con la naturaleza es única y exclusivamente una relación de explotación. No le turba para nada la idea de matar pájaros, cabras, gatos y tortugas (la masacre de los lobos en los Pirineos es algo así como el broche final en una carrera de aniquilación gratuita de la naturaleza). No se le pasa por la cabeza el problema de la deforestación, ni considera las consecuencias de los nuevos cultivos sobre el suelo aún fértil de la isla. Tampoco ha gastado un minuto de su (así lo parece) valiosísimo y escasísimo tiempo en contemplar la belleza de la isla misma (su admiración por el valle donde construye su «casa de campo» se transforma rápidamente en preocupación agrícola: los viñedos producen racimos que podrá secar para obtener grandes cantidades de pasas, que no solo son alimento, sino alimento muy nutritivo). Tampoco parece echar de menos a nadie. Es verdad que a veces añora a los hombres, pero el sentimiento se refiere a la humanidad en general, nunca a alguien concreto, un autismo que resulta confirmado por el hecho de que su primera relación con un ser humano después de siglos de soledad no sea tanto una amistad como una relación amo-esclavo: Viernes es el salvaje convertido, esto es, destruido por Crusoe. (Pero decir «siglos de soledad» ya es falsear la situación tal y como la ve el propio Crusoe: son veintiocho años nada más y nada menos.)

Dicho con pocas palabras: el personaje de Defoe expone los rasgos más odiosos del hombre moderno. Es odioso en la precisión de sus cálculos no menos que en su tosca superstición. En su habilidad ahorrativa (¡al marcharse aún le quedan botellas de ron!) resulta fastidioso. Su amor por el orden es casi maníaco. Es previsor hasta la náusea. Nos agota con su sentido de la realidad. Padece de una atrofia incurable para pensar o soñar. Pero pese a su tenacidad enfermiza, su destreza manual y sus conocimientos, Crusoe es un miope rematado que no ve nada de todo aquello que nosotros (queremos pensar) habríamos visto en su lugar. No ve ni el cielo ni la playa ni el mar, que para él solo es un enemigo, el elemento peligroso que hay que conocer y calcular tanto como todo lo demás. No ve tampoco la muerte (los cadáveres de los salvajes no son nada más que posibles focos de infección). Virginia Woolf lo dice en («The Common Reader»): para Crusoe (es decir, para el hombre de la modernidad emergente) «no hay puestas de sol ni amaneceres; no hay soledad ni alma». No existe nada, excepto aquello que se deja contar o medir económicamente. El mundo de Crusoe es lo que hoy tal vez llamaríamos imperialismo eurocéntrico y racionalidad científica. (Es verdad que en un momento de zozobra se cuestiona el imperialismo, pero solo a modo de excedente especulación intelectual.)

Si Odiseo hubiese sido arrojado a la isla de las cabras en lugar de a Ogigia quizá habría obrado de modo parecido a Crusoe: cazaría cabras y construiría un barco, pero la actitud hubiese sido completamente distinta. En realidad Crusoe no ha estado nunca fuera de la isla desierta, por eso tampoco puede abandonarla (él es la isla, no se entiende sin la isla). ¿O acaso cambia algo cuando resulta liberado? ¿Acaso vemos después un hombre distinto al personaje aterradoramente económico que hemos conocido antes? El aislamiento, ¿es reinado o es cautiverio?

En la modernidad tardía, por ejemplo en «Moby Dick», el panorama es diferente. Es cierto que la navegación es también aquí un intento de fuga de la claustrofobia de la tierra, pero el aspecto mercantil del ballenero no es más que el pretexto para una travesía antieconómica y desorbitada. A diferencia de Crusoe el dinero no es nada para Ahab. Los salvajes del Pequod no son esclavos graciosos y rudimentarios, sino seres misteriosos e insondables. Tampoco Dios es ya el mismo (en Defoe Dios es la providencia cuyo cálculo el hombre penosamente reconstruye). En el crepúsculo de la modernidad el viaje comercial del hombre moderno, viaje empujado por una cordura fastidiosa, cuyo éxito se logra con medios que hoy son abominables, se ha transformado en la enorme empresa suicida de un hombre completamente enloquecido.

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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