Bajo un cielo plomizo que parece presagiar otra tormenta, decenas de miles de filipinos han inundado las arterias vitales de la capital. En el Parque Rizal, epicentro histórico de la resistencia popular, y a lo largo de la icónica EDSA –donde dos revoluciones del poder popular derrocaron tiranías–, las voces se alzan en un coro ensordecedor: «¡Basta ya! ¡Encierren a los ladrones! ¡Devuelvan el dinero del pueblo!». Es el 53º aniversario de la declaración de la ley marcial por Ferdinand Marcos Sr., un eco siniestro que hoy se transforma en un clamor por justicia. Las protestas anticorrupción, bautizadas como «Laban sa Katiwalian» (Lucha contra la Corrupción), no son un arrebato espontáneo, sino la culminación de meses de indignación acumulada por el escándalo «Floodgate»: miles de millones de pesos desviados en proyectos de control de inundaciones que, en lugar de proteger a un archipiélago azotado por tifones, han enriquecido a élites políticas y constructoras afines.

Organizadores estiman que más de 130.000 personas se movilizaron solo en Manila, con concentraciones paralelas en Cebu, Davao y Bohol, donde 4.000 locales marcharon bajo la lluvia. La Iglesia Católica, con su histórica capacidad para galvanizar masas, lidera el movimiento: el cardenal Pablo Virgilio David, presidente de la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas (CBCP), declaró: «Nuestro propósito no es desestabilizar, sino fortalecer nuestra democracia. Demostremos pacíficamente y exijamos rendición de cuentas». Sin embargo, la paz se resquebraja en momentos de tensión: choques con la policía cerca del Palacio Malacañang dejan 49 arrestos y decenas de heridos, con manifestantes lanzando botellas y agentes respondiendo con gases lacrimógenos. En un país donde las inundaciones matan cientos anualmente y desplazan a millones, esta revuelta no es solo política; es existencial.

El escándalo «Floodgate» estalló en julio durante el Cuarto Discurso sobre el Estado de la Nación (SONA) de Ferdinand Marcos Jr., hijo del dictador derrocado en 1986. En un tono inusualmente confesional, el presidente admitió «anomalías horribles» en 9.855 proyectos de control de inundaciones, con un presupuesto de 545.600 millones de pesos (unos 9.500 millones de dólares) desde su asunción en 2022. Reveló «proyectos fantasma»: obras pagadas como completadas, pero inexistentes, como un dique de 5.000 millones de pesos en Luzón Central que nunca se construyó. Solo 15 constructoras, de 2.409 acreditadas, acapararon el 18% del fondo (100.000 millones de pesos), mediante licitaciones amañadas y licencias alquiladas a firmas menores para evadir controles. El Departamento de Finanzas calcula pérdidas de hasta 118.500 millones de pesos (2.000 millones de dólares) entre 2023 y 2025, equivalentes al 0,5% del PIB filipino.

La corrupción no es un secreto en Filipinas, clasificada en el puesto 116 de 180 en el Índice de Percepción de Corrupción de Transparencia Internacional (2024). Pero «Floodgate» toca una fibra sensible: en un archipiélago vulnerable al cambio climático, con tifones como «Carina» en julio, dejando 400 muertos y daños por 20.000 millones de pesos, los fondos para diques y canales de drenaje deberían ser sagrados. Investigaciones del Senado, lideradas por el Comité de Lista Azul, identificaron hasta 60 proyectos fantasma, con kickbacks del 25% que dejan solo el 30-40% para construcción real. Un ejemplo paradigmático: en Lucena (Quezon), un canal de 100 millones de pesos colapsó tras la primera lluvia, revelando refuerzos de acero mínimos, obra de Hi-Tone Construction, ligada a políticos locales. El senador Panfilo Lacson, exdirector de la Policía Nacional, estimó desvíos por 2 billones de pesos en 15 años, un «cáncer» que se remonta a la era Marcos Sr.

Las repercusiones políticas han sido sísmicas, cumpliendo el pronóstico del usuario: la caída de los líderes de las dos cámaras del Congreso. El 9 de septiembre, el presidente del Senado, Francis «Chiz» Escudero, fue destituido en una votación interna controvertida, reemplazado por Tito Sotto, en medio de acusaciones de haber insertado partidas presupuestarias para constructoras afines. Escudero, un veterano pragmático, negó vínculos, pero senadores como JV Ejercito y Bam Aquino lo señalaron por «falta de liderazgo» en la pesquisa. Ocho días después, el 17 de septiembre, Martin Romualdez –primo de Marcos Jr. y speaker de la Cámara de Representantes– presentó su renuncia irrevocable. Romualdez, arquitecto del bloque mayoritario pro-Marcos, fue implicado en testimonios de constructoras como St. Timothy Construction, que alegaron pagos de sobornos a 30 diputados, incluido él, por contratos en Bulacán. «Es un sacrificio por el bien mayor», declaró en su carta, pero analistas lo ven como un salvavidas para blindar al presidente de la ira pública.

Estas dimisiones no son aisladas; son el colofón de una cascada de salidas: el secretario de Obras Públicas, Manuel Bonoan, renunció el 31 de agosto, sucedido por Vince Dizon, quien ordenó la suspensión de 16 ingenieros y congeló activos de 43 implicados. Marcos Jr. creó la Comisión Independiente para Infraestructuras (ICI), presidida por el ex juez supremo Andres Reyes, para auditar 10 años de proyectos, prometiendo «no perdonar a nadie, ni aliados». Sin embargo, el escepticismo reina. El economista Vince Dizon, ahora al frente del DPWH, admitió que el 60% de fondos en inundaciones se pierde antes de empezar las obras. Y el presupuesto 2026 refleja el pánico: recorte de 71.700 millones de pesos en control de inundaciones, redirigidos a educación y salud, mientras Corea del Sur suspende un préstamo de 503 millones de dólares por «temores de corrupción».

En las calles, el pulso de la nación late con furia contenida. En EDSA, una joven estudiante de la Universidad de Filipinas, Maria Santos, de 22 años, sostiene un cartel: «No más, demasiado, ¡enciérrenlos!». «Mis abuelos lucharon contra el padre de Marcos; ahora su hijo nos inunda con mentiras. ¿Dónde están los diques que prometieron mientras mi barrio se ahoga?», me confiesa, voz entrecortada por el megáfono. Junto a ella, activistas de Bagong Alyansang Makabayan (Bayan) y la CEAP (Asociación Católica de Educación) ondean banderas blancas –símbolo de unidad y pureza, opuesto a la podredumbre–. «Llamamos al pueblo filipino a unirse al clamor por accountability en todo el archipiélago», urge Rina Bagaforo, coordinadora de la coalición. En Bohol, un manifestante anónimo grita: «¡Encerrad a los corruptos y devolved el dinero del pueblo!», eco de lemas que derrocaron a Estrada en 2001.

Expertos ven en estas movilizaciones un déjà vu histórico, pero con matices modernos. El profesor Matthew David Ordonez, de la Universidad De La Salle, analiza: «La fatiga por escándalos –desde los fondos confidenciales de Sara Duterte hasta Floodgate– ha mutado en rabia sistémica. No es anti-Marcos per se, sino anti-dinastía. El hijo hereda el blueprint corrupto del padre: ayuda extranjera desviada, kickbacks en obras públicas». Ordonez alude al «Gran Robo» de la era Marcos Sr., estimado en 5-10.000 millones de dólares por el Banco Mundial, un legado que tiñe la credibilidad de Bongbong. La analista política Ana Maria Dee, de la coalición, advierte: «Esto no busca derrocar; busca reformas duraderas. Erradicar oportunidades de corrupción en todos los niveles, desde barangays hasta el Malacañang». En efecto, las protestas evitan consignas destituyentes, enfocándose en el «sistema que habilita el saqueo», como un banner en Rizal proclama: «No más nepotismo, no más ladrones en el Congreso».

Marcos Jr. ha navegado la crisis con astucia relativa. El 15 de septiembre, declaró: «Si no fuera presidente, estaría en las calles con ellos. La ira es justificada, pero las protestas deben ser pacíficas». Ordenó chequeos de estilo de vida a funcionarios y lanzó un portal para denuncias, recibiendo 12.000 quejas en un mes. El ministro de Defensa, Gilberto Teodoro, y el jefe militar, Romeo Brawner, desmintieron rumores de golpe, reafirmando lealtad. No obstante, el escándalo erosiona su legado: un «trillón-peso turmoil» que lo sitúa entre el pasado familiar y rivales como los Duterte, beneficiarios de 51.000 millones de pesos en contratos en Davao. Como señala el think tank PCIJ: «Es el viejo escándalo reciclado: un cáncer desde los 60, sistematizado en la dictadura, que permea democracias capturadas por familias políticas».

A medida que el sol se pone sobre EDSA, los manifestantes dispersan con cánticos de «Bayanihan» –solidaridad comunitaria–, pero la pregunta persiste: ¿será esta marea un catalizador para cambio estructural, o mero desahogo en un ciclo vicioso? La ICI podría destapar más fantasmas, pero sin reformas como licitaciones digitales transparentes y límites a donaciones políticas, Filipinas arriesga repetir la historia. En un país donde el 25% vive en pobreza y los tifones no perdonan, la corrupción no es solo robo: es traición al pacto social. Marcos Jr. tiene una ventana estrecha para redimirse; de lo contrario, el eco de 1986 podría resonar de nuevo, no como nostalgia, sino como advertencia.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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