Ignacio González Orozco es editor y escritor, y durante años formó parte de la redacción de Revista Rambla, además de colaborar con el diario Público. Tras la publicación de su cuarta novela, Hervör y el combate de los hunos (Gredos, 2020), de asunto mítico-histórico, se suma como autor al nuevo proyecto editorial de Rambla Ediciones con Annual, todas las guerras, todas las víctimas, un «ensayo-reportaje» (así lo define él) sobre el Desastre de Annual, del que se cumplen cien años en 2021.

¿Por qué razón has escrito sobre el Desastre de Annual?

Desde niño me interesó la historia del Desastre, que oí por primera vez contada en boca de mi abuela. Mi familia siempre fue de largas remembranzas en torno a la mesa camilla (¡qué tiempos!), al calor del brasero, y allí siempre se habló mucho de los tiempos pasados. Pero, en concreto, este libro se debe a una larga y casual conversación tras una comida de amigos. Junto con mi amigo Carles Farriols iniciamos la redacción de un guion para documental sobre el asunto, y de ahí se me ocurrió la idea de escribir este libro.

Me despierta curiosidad el título: todas las guerras, todas las víctimas…

Esta obra no es una crónica detallada de los sucesos militares del Desastre, aunque se refiere a ellos en en sus líneas generales, sino un análisis de las causas que llevaron a la guerra del Rif, de las condiciones en que esta se desarrolló para los dos bandos —que nadie busque aquí aquel lamento de «Oigo, patria, tu aflicción», ni nada al uso de la historiografía española más unilateral y maniquea— y, finalmente, de las consecuencias del conflicto para el pueblo rifeño. Hubo de antemano una guerra larvada en el seno de la sociedad española, la de los caciques, propietarios industriales y políticos corruptos contra las gentes humildes del campo y la ciudad, plasmada en dos mil años de injusticia, como escribió Ramón J. Sender; una segunda, el conflicto colonial propiamente dicho, impuesto al pueblo rifeño por la ambición de la oligarquía española y la estupidez flagrante de un rey de pantomima, en el que una y otro se sirvieron de las clases populares españoles, sus primeras víctimas, como herramienta de combate contra los nativos; y una tercera guerra, silente pero aún letal, en la que miles de personas del Rif —terceras víctimas— han padecido y padecen actualmente cáncer como posible consecuencia del uso de armas químicas por el ejército español entre 1923 y 1926. Tres guerras, tres víctimas, el mismo verdugo original para todas ellas.

Expliquémoslo: primeramente, ¿a qué oligarquía te refieres?

A los grandes hombres de negocios que controlaban las finanzas y la política del país. El mejor ejemplo, el conde de Romanones, que ocupó tres veces la jefatura del gobierno, entre otros muchos cargos políticos de primera fila. Romanones figuró entre los miembros fundadores de la Compañía Española de las Minas del Rif, destinada a explotar los yacimientos de hierro de las cercanías de Nador, donde se obtuvieron pingües beneficios (privados, por supuesto), sobre todo durante la Primera Guerra Mundial. Para mantener y defender esas minas se llevó la guerra al Rif. Así de simple.

¿Y en cuanto al rey…?

Alfonso XIII nació rey (1886), porque su padre, Alfonso XII, murió seis meses antes de su alumbramiento. Durante su infancia gobernó como regente su madre, la reina María Cristina de Habsburgo, período en el que tuvo lugar otro desastre, el del 98, con la pérdida de las últimas colonias de ultramar (Cuba, Puerto Rico, Filipinas, Guam, Carolinas, Marianas y Palaos). De modo que, en 1902, al estrenarse como monarca, no le quedaba más que el recuerdo de las glorias bélicas de sus antepasados, porque la España que él regía no conservaba nada de su viejo Imperio. De ahí su ahínco en sostener la guerra del Rif hasta el final, dedicándole los recursos que el país malamente podía invertir en el conflicto. Pretendía ornar su reinado con una gran victoria militar exterior, en aras de su propia soberbia, y para ello no dudó en sacrificar a sus súbditos más humildes. Un personaje vergonzoso, en suma. Un payaso que nunca debió reinar.

Centrándonos en el Desastre, ¿cómo es posible que un ejército moderno fuera derrotado por partidas de paisanos?

Muy moderno no es que fuera, el ejército español de 1921. Para empezar, su nómina de mandos estaba hiperdimensionada. Muchos oficiales, empezando por el general Fernández Silvestre, comandante de las fuerzas desplegadas en Annual, despreciaban absurdamente al enemigo y tomaron decisiones incautas que contribuyeron a la debacle. El armamento dejaba mucho que desear, ora por vetusto ora por ser de mala calidad. Las tropas de leva que eran enviadas al Rif, antes del Desastre, apenas recibían la debida instrucción militar para combatir con las debidas garantías, porque las acciones más arriesgadas se confiaban a las tropas indígenas del ejército español, rifeños como sus contendientes. Además, el equipo del soldado era andrajoso y su rancho de mala calidad, debido a la corrupción campante en el ejército, que en África adquirió niveles asombrosos. Ríete de la Gurtel. La moral de los soldados tampoco destacaba por su combatividad: la gran mayoría eran gente de extracción social muy humilde, que no habían podido pagar su redención en metálico para eludir la guerra. En fin, una vergüenza y una pena. Frente a ellos había un pueblo indómito (por lo menos, las cabilas del centro y oeste del Protectorado), que rechazaba la presencia militar extranjera en su tierra y luchaba con tesón contra ella, aprovechándose de su excelente conocimiento del terreno. Gente de vocación individualista, que en un principio no tenía más horizonte que su cabila (tribu), pero a la cual supo unificar e infundir un ideal insurgente el primero de los grandes líderes de los modernos movimientos de liberación del luego llamado Tercer Mundo, Abdelkrim (Abd el-Krim el-Jattabi). Y por cierto que no fue tarea fácil, su esfuerzo le costó, pero no solo consiguió formar un núcleo de ejército regular, sino que incluso creó un nuevo estado, la República Confederada de las Tribus del Rif.

La guerra del Rif es recordada por las atrocidades cometidas por los combatientes locales.

Sí, en España es así. En el Rif se la recuerda por las atrocidades cometidas por el ejército español.

Pero esas atrocidades existieron, ¿no es cierto?

Las hubo a montones, perpetradas por ambos bandos. En tal sentido, fue un conflicto sañudo, bestial. Pero Abdelkrim, aunque su personalidad no carezca de sombras, nunca predicó la crueldad que practicaron algunas cabilas.

¿Cuáles fueron esas sombras?

En mi opinión, el trato dado a los prisioneros españoles, muy severo, en ocasiones inhumano, así como la muerte del comandante Jesús Villar, ejecutado como represalia por los fusilamientos de prisioneros rifeños por parte del ejército español. Cada cual debe saber si quiere o no emular las maldades de su enemigo, pero imitarlas no tiene ningún mérito moral.

¿Es cierto que Abdelkrim no quiso regresar al Rif tras la independencia de Marruecos?

Efectivamente, así fue. Prefirió quedarse en El Cairo, bajo la protección de Nasser, donde vivía refugiado. Durante su mandato como presidente de la República del Rif, Abdelkrim dejó bien claro que su tierra no pertenece a Marruecos. Siempre defendió la independencia nacional rifeña, fundamentada en la personalidad cultura y lingüística del pueblo amazigh (más conocido como bereber). Además, el reino alauita cortó por lo sano las demandas rifeñas en 1958, cuando bombardeó con napalm la región, causando enorme destrucción y gran mortandad. Después ha sido la pobreza y sus consecuencias, entre ellas la emigración, el principal método represivo empleado desde Rabat.

Entonces, ni España ni Marruecos, solo el Rif. ¿Así pensaba Abdelkrim?

Así pensaba, y así lo expresó en una carta dirigida a la Sociedad de Naciones, el antecedente de la ONU, en junio de 1922. Francia y España presionaron para que la Sociedad no admitiera en su seno al nuevo país, y lo consiguieron.

Y en España, ¿cómo se vivió la catástrofe de Annual?

La guerra del Rif tenía, por tradición, muy mal encaje entre las clases populares españolas, que la mantenían con su sangre. Piénsese en la Semana Trágica de Barcelona, en 1909, revuelta que fue provocada por la decisión del gobierno de reforzar las tropas de África con reservistas, hombres licenciados del servicio militar y que, en muchos casos, ya habían formado familia. Los partidos y organizaciones de izquierda y republicanas, y la presa del mismo signo, atacaron a los sucesivos gobiernos y a la propia institución monárquica, oponiéndose al mantenimiento de la guerra. Sin embargo, las masacres perpetradas por algunas cabilas con ocasión del Desastre de Annual acallaron muchas voces populares de protesta. No así, por cierto, en las Cortes, donde la recepción del Expediente Picasso provocó las críticas más severas contra el rey. De hecho, el monarca se libró de una explícita reprobación en el pleno parlamentario gracias al general Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, quien dirigió un golpe de Estado, en septiembre de 1923, que cerró el parlamento y disolvió los partidos políticos, instaurando un régimen dictatorial.

Has mencionado el Expediente Picasso…

Sí, la fuente fundamental para comprender qué ocurrió entre el 21 de julio y el 11 de agosto de 1921, las fechas del Desastre de Annual. Lo redactó el general Juan Picasso González tras una larga y concienzuda investigación, en la que recabó toda la documentación posible sobre la campaña —a pesar de los obstáculos interpuestos por el alto mando— y testimonios contrastados de testigos diversos. En sus más de dos mil páginas se denuncian todos los males del ejército español de la época.

¿Puede decirse que el Desastre de Annual fue uno de los sucesos más trascendentales de la época, en España?

Sin duda y por muchos motivos, más allá de la humillación que supuso la derrota y de las pérdidas humanas. Por ejemplo, pensemos que la monarquía, con la figura de su representante totalmente desprestigiada, no pudo recuperar nunca su buena imagen y acabó depuesta con el advenimiento de la República. La cual, como ya se sabe, antecedió a la Guerra (in)Civil de 1936-1939, en cuyo estallido tuvieron especial protagonismo una serie de militares bregados en el Rif, donde se acostumbraron a ser cruelmente expeditivos con la población civil: Franco, Mola, Yagüe, Millán Astray, Ben Mizzian…

Y con motivo del primer centenario del Desastre, ¿vuelve a ser noticia en España?

Ya lo creo que sí. En los últimos años hemos asistido al florecimiento de la prensa digital patriótico-conservadora y, en paralelo, a la consolidación de una escuela revisionista tanto de la historia de la Guerra (in)Civil como del pasado bélico y colonial español, en términos de imperiofilia. Los voceros de ambas, que son los mismos, además de muchos, vuelven con sus cantos nostálgicos a las glorias de la patria desde la misma posición maniquea de toda la vida, la que ensalza al agresor colonialista, aborrece al nativo y justifica la propia imposición que de la guerra se le hizo, a pesar de los motivos tan poco loables que antes he mencionado. Por cierto, el término «imperiofilia» (no hay que perderse el ensayo homónimo, original del profesor José Luis Villacañas) me hace mucha gracia, pues evoca por consonancia a la hemofilia, enfermedad que la reina Victoria Eugenia, esposa británica de Alfonso XIII, inoculó en el pool genético de los Borbones españoles. Esta dolencia se manifiesta con hemorragias imparables, como las que la casa dinástica aún reinante en este país ha causado a sus hijos, a costa de balazos, y a sus arcas públicas, robando de ellas a espuertas.

¡Salud y República!

¡Salud y República!

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