Los y las intelectuales no tienen el monopolio de la cultura, los valores o la verdad, y mucho menos de los significados atribuidos a cualquiera de estos “dominios del espíritu”, como solían denominarse. Pero tampoco deben abstenerse de denunciar lo que consideran destructivo de la cultura, los valores y la verdad, sobre todo cuando esa destrucción pretende llevarse a cabo en nombre de esos “dominios del espíritu”. Los y las intelectuales no deben abstenerse de saludar al sol antes del amanecer, pero tampoco deben abstenerse de alertar contra las nubes que se acumulan ominosamente en el cielo antes del anochecer, impidiendo que la luz del día sea disfrutada.

Europa está presenciando la alarmante (re)emergencia de dos realidades destructoras de los “dominios del espíritu”: la destrucción de la democracia, provocada por el crecimiento de las fuerzas políticas de extrema derecha; y la destrucción de la paz, provocada por la naturalización de la guerra. Ambas destrucciones están legitimadas por los mismos valores que cada una de ellas pretende destruir: el fascismo se promueve en nombre de la democracia; la guerra se promueve en nombre de la paz. Todo esto ha sido posible porque se está cediendo la iniciativa política y la presencia en los medios de comunicación a las fuerzas conservadoras de derecha y extrema derecha. Las medidas de protección social destinadas a hacer sentir a la gente –tanto en sus bolsillos como en su existencia cotidiana– que la democracia es mejor que la dictadura son cada vez más escasas, precisamente por los costos de la guerra en Ucrania y porque las sanciones económicas contra el “enemigo” –que supuestamente deberían perjudicar a su objetivo previsto– en realidad perjudican sobre todo a los pueblos europeos, cuyos Gobiernos se han aliado con EE.UU. La destrucción de la paz y la democracia se ve afectada sobre todo por el trazado desigual y paralelo de dos círculos de libertades garantizadas, a saber, la libertad de expresión y la libertad de acción, avaladas por el poder político y mediático.

El círculo de libertades garantizadas para las posturas progresistas que abogan por una paz justa y duradera y una democracia más inclusiva es cada vez más pequeño, mientras que el círculo de libertades garantizadas para las posturas conservadoras, que abogan por la guerra y la polarización fascista junto con la desigualdad económica neoliberal, no deja de crecer. Los comentaristas progresistas están cada vez más ausentes de los principales medios de comunicación, mientras que los conservadores nos presentan cada semana página tras página de asombrosa mediocridad.

Veamos algunos de los principales síntomas de este vasto proceso en curso

1) La guerra de la información sobre el conflicto Rusia-Ucrania se ha apoderado de tal manera de la opinión pública que incluso los comentaristas conservadores pero con un mínimo de sentido común, se han sometido a ella con un servilismo enfermizo. He aquí un ejemplo entre muchos de los medios corporativos europeos: durante su aparición semanal en un canal de televisión portugués (SIC, 29 de enero de 2023), Luis Marques Mendes, un conocido comentarista (y normalmente una voz del sentido común dentro del campo conservador) dijo algo así como:
“Ucrania tiene que ganar la guerra, porque si no lo hace, Rusia invadirá otros países europeos”. Esto es más o menos lo que los telespectadores estadounidenses escuchan a diario de Rachel Maddow, de MSNBC. ¿De dónde viene una idea tan absurda, si no es de una sobredosis de desinformación? ¿Acaso han olvidado que la Rusia postsoviética intentó ingresar en la OTAN y en la UE, pero fue rechazada, y que –contrariamente a lo que se había prometido al antiguo dirigente de la Unión Soviética Mijaíl Gorbachov– la expansión de la OTAN en las fronteras de Rusia puede constituir una preocupación legítima de defensa por parte de Rusia, incluso si la invasión de Ucrania es realmente ilegal, como yo mismo denuncié repetidamente desde el primer día? ¿No saben que fueron los Estados Unidos y el Reino Unido quienes boicotearon las primeras negociaciones de paz poco después de que estallara la guerra? ¿No han considerado los comentaristas –ni siquiera por un momento– que una potencia nuclear que se encuentra ante la posibilidad de ser derrotada en un conflicto convencional podría recurrir al uso de sus armas nucleares, lo que a su vez podría conducir a una catástrofe nuclear? ¿No se dan cuenta de que en la guerra de Ucrania se están explotando dos nacionalismos, uno ucraniano y otro ruso, para obligar a Europa a depender totalmente de los Estados Unidos y frenar la expansión de China, el país con el que los Estados Unidos está realmente en guerra? ¿No se dan cuenta los comentaristas de que la Ucrania de hoy es el Taiwán de mañana? Curiosamente, en medio de toda esta fiebre de propaganda ventrílocua, nunca se ofrecen detalles sobre lo que significaría una derrota de Rusia; ¿llevaría a la destitución del presidente ruso Vladimir Putin o a la balcanización de Rusia?

2) La ideología anticomunista que dominó el mundo occidental hasta la década de 1990 se está reciclando subrepticiamente para promover el odio antirruso hasta la histeria, a pesar de que es un hecho conocido que Putin es un líder autocrático, amigo de la derecha y la extrema derecha europeas. A los artistas, músicos y atletas rusos se les prohíbe participar en eventos, al tiempo que se suprimen los cursos sobre cultura y literatura rusas –que no son menos europeas que la literatura y la cultura francesas–. A raíz del Tratado de Versalles de 1919, con su estrategia de humillar a Alemania tras su derrota durante la Primera Guerra Mundial, se prohibió a los escritores alemanes asistir a la primera reunión del Congreso anual del PEN, celebrada en mayo de 1923. La única voz disidente fue la de Romain Rolland, Premio Nobel de Literatura en 1915. A pesar de todo lo que había escrito contra la guerra y los crímenes de guerra alemanes en particular, Rolland tuvo el valor de decir, “en nombre del universalismo intelectual”: “No someteré mi pensamiento a las fluctuaciones tiránicas y dementes de la política”.

3) La democracia está siendo tan vaciada de sentido que puede ser defendida instrumentalmente por quienes la utilizan para destruirla. Al mismo tiempo, quienes sirven a la democracia para fortalecerla contra el fascismo son tachados de izquierdistas radicales. A nivel internacional, Occidente aplaudió unánimemente los acontecimientos de 2014 de la plaza Maidan de Kiev, que es donde realmente comenzó la guerra actual. A pesar de que las banderas de las organizaciones nazis estaban a la vista durante las protestas; a pesar de que la rabia popular se dirigía entonces contra un presidente elegido democráticamente, Víktor Yanukóvich; y a pesar de que, según las escuchas telefónicas, Victoria Nuland (la neoconservadora estadounidense y entonces secretaria de Estado adjunta para Asuntos Europeos y Euroasiáticos) había nombrado explícitamente a las personas que iban a ejercer el poder en caso de victoria (incluida una ciudadana estadounidense, Natalie Jaresko, quien más tarde fue la nueva ministra de Finanzas de Ucrania de 2014 a 2016), a pesar de todo ello, estos acontecimientos – que equivalían a un Golpe bien orquestado destinado a destituir a un presidente prorruso y convertir a Ucrania en un protectorado de EE. UU.– fueron celebrados en todo Occidente como una vibrante victoria de la democracia. De hecho, nada de esto fue tan absurdo como el hecho de que cuando Juan Guaidó, una figura de la oposición venezolana, se autoproclamó presidente interino de Venezuela en una plaza pública de Caracas en 2019, esto bastó para que los Estados Unidos –junto con muchos países de la UE– lo reconocieran como tal. En diciembre de 2022, la propia oposición venezolana puso fin a esta farsa.

4) El doble rasero para valorar lo que ocurre en el mundo está adquiriendo proporciones aberrantes y se utiliza de forma casi automática para reforzar a los apologistas de la guerra, estigmatizar a los partidos de izquierda y normalizar a los fascistas. Los ejemplos son legión, por lo que la dificultad reside en elegir entre ellos. Permítanme ofrecer sólo un par de ilustraciones de los contextos nacionales e internacionales. En Portugal, el comportamiento estridente y ofensivo de los miembros de Chega, el partido de extrema derecha, es muy similar al de los diputados del partido nazi alemán desde el momento en que entraron en el Reichstag a principios de los años veinte. Se intentó detenerlos, pero la iniciativa política pertenecía al partido nazi y la situación económica estaba de su lado. Ya en mayo de 1933, el partido nazi celebró, en Berlín, su primera quema de libros. ¿Cuánto tiempo pasará hasta que suceda en Portugal? Respaldada en gran medida por las instituciones de contrainsurgencia estadounidenses, la postura de la derecha global actual frente a los Gobiernos de izquierda es que –siempre que éstos no puedan ser derrocados mediante golpes blandos– hay que desgastarlos con acusaciones de corrupción y obligarlos a lidiar con cuestiones de gobernabilidad para impedirles gobernar estratégicamente. Parece que la corrupción en Portugal se limita al Partido Socialista, que se aseguró una mayoría absoluta en las últimas elecciones de 2022. A los ojos de los medios conservadores hegemónicos, todos los ministros del Gobierno del Partido Socialista son presuntos corruptos hasta que se demuestre lo contrario. No debería ser difícil encontrar ejemplos similares en otros países.

En el contexto internacional, mencionaré dos ejemplos flagrantes. Existe ahora un consenso general en que la explosión de los gasoductos Nord Stream en septiembre de 2022 fue obra de los Estados Unidos (y supuestamente “supervisada” por el presidente Joe Biden, afirmación que él negó) y que posiblemente contó con la ayuda de aliados. Un incidente de esta magnitud debería haber sido investigado inmediatamente por una comisión internacional independiente. Lo que parece evidente es que la parte agraviada (Rusia) no tenía ningún interés en destruir una infraestructura que podía inutilizar con sólo cerrar un grifo. El 8 de febrero, Seymour Hersh, un respetado periodista estadounidense, utilizó información concluyente para demostrar que el sabotaje de Nord Stream 1 y 2 había sido planeado de hecho por los Estados Unidos, desde diciembre de 2021. Si ese era efectivamente el caso, tenemos ante nosotros un crimen atroz que es también un acto de terrorismo de Estado. Los Estados Unidos, que dicen ser el paladín de la democracia mundial, deberían estar supremamente interesados en averiguar qué ocurrió. ¿Era ésta la única manera de obligar a Alemania a unirse a la guerra contra Rusia? ¿El sabotaje de los gasoductos pretendía poner fin a la política europea, iniciada por el ex canciller de Alemania Willy Brandt, de depender menos energéticamente de los Estados Unidos? En un contexto de energía cara y empresas cerradas, ¿no era ésta una forma eficaz de frenar el motor económico de la UE? ¿A quién beneficia esta situación? Un pesado silencio se cierne sobre este acto de terrorismo de Estado.

El otro ejemplo de evidente doble rasero es la violencia de la ocupación colonial israelí de Palestina, que se está intensificando. Sólo en enero de 2023 Israel asesinó a 35 palestinos; en una redada llevada a cabo el 26 de enero en el campo de refugiados de Yenín, en Cisjordania, Israel mató a 10 personas. Un día después, un joven palestino mató a siete personas frente a la sinagoga de un asentamiento judío en Jerusalén Oriental, zona ocupada ilegalmente por Israel. Hay violencia en ambos bandos del conflicto, pero la desproporción es abrumadora, y muchos actos de terrorismo del Estado de Israel (a veces cometidos impunemente por los colonos o por soldados en los puestos de control) ni siquiera aparecen en las noticias. No hay corresponsales de los medios de comunicación occidentales que informen de lo que ocurre en los territorios ocupados, que es donde tiene lugar la mayor parte de la violencia. Salvo imágenes furtivas de teléfonos móviles, no tenemos imágenes desgarradoras del sufrimiento y la muerte en el lado palestino. La comunidad internacional y el mundo árabe han guardado silencio al respecto. A pesar de los medios de guerra enormemente desproporcionados, no hay ningún movimiento para enviar equipos militares eficaces a Palestina, como ocurre actualmente con Ucrania. ¿Por qué la de Ucrania es una resistencia justa y la palestina no? Europa, el continente donde tuvo lugar el Holocausto que acabó con la vida de millones de judíos, está en última instancia en el origen de los crímenes cometidos contra Palestina, pero hoy en día comparte una odiosa complicidad con Israel. La UE se apresura actualmente a crear un tribunal para juzgar los crímenes de guerra, pero –y aquí radica la hipocresía– sólo los cometidos por Rusia. Al igual que en los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, los llamados al europeísmo (paneuropeísmo, como se llamaba entonces) se están convirtiendo cada vez más en llamados a la guerra y dan lugar a una retórica destinada a ocultar el sufrimiento injusto y la pérdida de bienestar que ahora se imponen a los pueblos europeos sin que se les haya consultado sobre la necesidad o las ventajas de la guerra entre Rusia y Ucrania.

5) Hoy asistimos a un enfrentamiento entre los imperialismos estadounidense, ruso y chino. También está el caso patológico del Reino Unido, que, a pesar de su abismal decadencia social y política, aún no se ha dado cuenta de que el Imperio Británico hace tiempo que terminó. Estoy en contra de todos los imperialismos, y admito que el imperialismo ruso o el chino pueden resultar los más peligrosos en el futuro, pero no me cabe duda de que, con su superioridad militar y financiera, el imperialismo estadounidense es en este momento el más peligroso de todos. Por supuesto, nada de esto basta para garantizar su longevidad. De hecho, he venido sosteniendo, basándome en fuentes de instituciones norteamericanas (como el Consejo Nacional de Inteligencia), que se trata de un imperio en declive, pero puede que su propio declive sea uno de los factores que ayudan a explicar por qué es especialmente peligroso en estos días.

He condenado la invasión rusa de Ucrania desde el principio, pero desde ese momento también he señalado que EE.UU. había provocado activamente a Rusia para que entrara en ese conflicto, con el propósito de debilitar a Rusia y contener a China. La dinámica del imperialismo estadounidense parece imparable, alimentada por la perpetua creencia de que la destrucción que causa, fomenta o incita tendrá lugar lejos de sus fronteras, protegido como está el país por dos vastos océanos.

Los Estados Unidos afirman invariablemente que sus intervenciones son por el bien de la democracia, pero lo cierto es que acaba dejando a su paso un camino de destrucción, dictadura o caos. La manifestación más reciente y probablemente más extrema de esta ideología puede encontrarse en el último libro del neoconservador Robert Kagan (marido de Victoria Nuland), titulado The Ghost at the Feast: America and the Collapse of World Order, 1900-1941 (Alfred Knopf, 2023). La idea central del libro es que los Estados Unidos –en su deseo de aportar mayor felicidad, libertad y riqueza a otras naciones, luchando contra la corrupción y la tiranía dondequiera que existan– es un país único; tan prodigiosamente poderoso que habría evitado la Segunda Guerra Mundial si hubiera tenido la oportunidad de intervenir militar y financieramente a tiempo para obligar a Alemania, Italia, Japón, Francia y Gran Bretaña a seguir el nuevo orden mundial liderado por los Estados Unidos.

Según Kagan, todas las intervenciones de los Estados Unidos en el extranjero han estado impulsadas por motivos altruistas, por el bien de los pueblos a los que se dirige la intervención. Las intervenciones militares estadounidenses en ultramar –desde los tiempos de la guerra hispano-estadounidense de 1898 (librada con el propósito, que sigue vigente hoy en día, de dominar Cuba) y la guerra filipino-estadounidense de 1899-1902 (librada para impedir la autodeterminación de Filipinas, que se saldó con más de 200.000 filipinos muertos)– siempre han estado inspiradas por nociones altruistas y por el deseo de ayudar a la gente.

Esta hipocresía y borrado de verdades incómodas ni siquiera considera la trágica realidad de los pueblos indígenas y la población negra de los Estados Unidos, que fueron sometidos a un exterminio y una discriminación feroces durante aquellos tiempos de intervenciones –supuestamente liberadoras– en el extranjero. El registro histórico expone la crueldad de tal mendacidad. Las intervenciones estadounidenses han estado dictadas invariablemente por los intereses geopolíticos y económicos del país. De hecho, los Estados Unidos no son una excepción a la regla. Al contrario, siempre ha sido así en todos los imperios (véanse, por ejemplo, las invasiones de Rusia por Napoleón y Adolf Hitler).

El registro histórico muestra que la precedencia de los intereses imperiales ha conducido a menudo a la supresión de las aspiraciones de autodeterminación, libertad y democracia y a la extensión del apoyo a dictadores asesinos, con la consiguiente devastación y muerte: desde la Guerra de las Bananas en Nicaragua en 1912, el apoyo al dictador cubano Fulgencio Batista o la invasión de Bahía de Cochinos en 1961 hasta el Golpe contra el ex presidente chileno Salvador Allende en 1973; desde el Golpe en 1953 contra Mohammad Mossadegh (ex presidente democráticamente elegido de Irán) hasta el Golpe de 1954 contra Jacobo Árbenz, (ex presidente democráticamente elegido de Guatemala); desde la invasión de Vietnam para luchar contra la amenaza comunista en 1965, hasta la invasión de Afganistán de 2001, tras 20 años de apoyo estadounidense a los muyahidines (invasión supuestamente implementada como medida defensiva contra los terroristas que atacaron las torres gemelas de Nueva York –ninguno de los cuales era de Afganistán–). Desde la invasión de Irak en 2003 para derrocar a Saddam Hussein y destruir sus (inexistentes) armas de destrucción masiva hasta la intervención en Siria para defender a los rebeldes que, en su mayoría, eran (y son) islamistas radicales; desde la intervención en los Balcanes en 1995, llevada a cabo a través de la OTAN sin autorización de la ONU, hasta la destrucción de Libia en 2011. Siempre ha habido “razones benévolas” para tales intervenciones, que siempre contaron con cómplices y aliados a nivel local. ¿Qué quedará de la martirizada Ucrania cuando termine la guerra (porque todas las guerras terminan en algún momento)? ¿Cuál será la situación en los demás países europeos, especialmente Alemania y Francia, que siguen dominados por la falsa idea de que el Plan Marshall fue la manifestación de la abnegada filantropía de los Estados Unidos, a quien deben infinita gratitud y solidaridad incondicional? ¿Y Rusia? ¿Cómo será la evaluación final, más allá de toda la muerte y destrucción que conlleva toda guerra? ¿Por qué no asistimos, en Europa, al surgimiento de un fuerte movimiento a favor de una paz justa y duradera? ¿No será que, a pesar de que la guerra se está librando en Europa, los europeos están esperando a que surja algún movimiento antibelicista en los Estados Unidos, para poder unirse a él con la conciencia tranquila y sin el riesgo de ser vistos como amigos de Putin, o incluso como comunistas?

¿Por qué tanto silencio sobre todo esto?

Quizá el silencio más incomprensible sea el de los intelectuales. Es incomprensible porque los intelectuales suelen pretender ser más perspicaces que el común de los mortales. La Historia nos ha enseñado que, en los períodos inmediatamente anteriores al estallido de las guerras, todos los políticos se declaran contrarios a la guerra mientras contribuyen a ella con sus actos. El silencio no es sino complicidad con los amos de la guerra. Contrariamente a lo que ocurría a principios del siglo XX, ahora no hay intelectuales de renombre que hagan sonoras declaraciones a favor de la paz, la “independencia de espíritu” y la democracia. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial coexistían tres imperialismos: el ruso, el inglés y el prusiano. Nadie dudaba de que el imperialismo prusiano era el más agresivo de los tres.

Curiosamente, en aquella época no se oyó a ningún gran intelectual alemán pronunciarse en contra de la guerra. El caso de Thomas Mann es digno de reflexión. En noviembre de 1914 publicó un artículo en Neue Rundschau titulado “Gedanken im Kriege” (Pensamientos en tiempos de guerra), en el que defendía la guerra como un acto de la Kultur (es decir, Alemania, como él mismo aclaraba) contra la civilización. En su opinión, la Kultur era la sublimación de lo demoníaco (die Sublimierung des Dämonischen) y estaba por encima de la moral, la razón y la ciencia. Mann concluyó escribiendo que “la ley es amiga de los débiles; reduciría el mundo a un nivel. La guerra saca a relucir la fuerza. Mann veía a la cultura y al militarismo como hermanos. En 1918-1920 publicó Reflexiones de un hombre apolítico, un libro en el que defendía la política del Kaiser y afirmaba que la democracia era una idea antialemana. Afortunadamente para la humanidad, Thomas Mann cambiaría más tarde de opinión y se convertiría en uno de los críticos más acérrimos del nazismo. En cambio, desde Peter Kropotkin hasta León Tolstoi y desde Fiódor Dostoievski hasta Máximo Gorki, las voces de los intelectuales rusos alzadas contra el imperialismo ruso nunca dejaron de hacerse oír.

Hay muchas cuestiones que los intelectuales tienen la obligación de abordar. ¿Por qué han permanecido en silencio? ¿Siguen existiendo intelectuales o se han convertido en débiles sombras de lo que una vez representaron?

*Publicado originalmente en https://globetrotter.media

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