En el panorama del cine español contemporáneo, donde las narrativas a menudo se debaten entre el realismo crudo y la introspección poética, Frágil (2005), dirigida por Juanma Bajo Ulloa, flota como una obra que desafía las convenciones del drama romántico al infundirlo con una capa de melancolía filosófica que roza la cursilada. Bajo Ulloa, conocido por su estilo visceral en films como Las horas del verano o Airbag, adopta aquí un enfoque más introspectivo, casi contemplativo, para diseccionar la fragilidad inherente al deseo humano. La película es una meditación —tal vez innecesaria— sobre la ilusión del amor eterno, esa quimera que nos impulsa a perseguir ideales inalcanzables en un mundo donde la realidad se rompe como cristal bajo el peso de las expectativas. Frágil (disponible en Flix Olé) trata de capturar la esencia efímera de las emociones humanas, sin llegar a persuadir, abordando si el verdadero acto de valentía reside en la búsqueda o en la aceptación de la ruptura inevitable.
La sinopsis de Frágil se presenta como un tapiz tejido con hilos sintéticos de inocencia y desengaño. La protagonista, Venus –interpretada, por decirlo de alguna forma, por la andaluza Muriel–, es una joven de veinticinco años que habita un valle aislado en el norte de España, un paisaje que Bajo Ulloa filma con una paleta de verdes mustios y cielos plomizos, evocando la soledad de un edén olvidado. Venus vive con su padre, un hombre estoico y distante (Kandido Uranga), dedicado a las labores del campo y a la producción de miel de flores silvestres. Su existencia es un ciclo de rutina y silencio, interrumpido solo por los recuerdos de un beso robado a los nueve años, un juramento de amor eterno con un niño que desapareció como un sueño al amanecer. Cuando la muerte del padre irrumpe como un trueno en esta quietud, Venus emprende un viaje hacia lo desconocido, en busca de ese amor perdido y de los cuentos de hadas que han moldeado su visión del mundo. Paralelamente, en el bullicio de Madrid, David (Julio Perillán, un actor que se iba a comer el mundo y hoy no sabemos donde para), interpreta, precisamente, a un actor en ascenso, que se prepara para el rodaje de una superproducción hollywoodense titulada Dark Tale. Torturado por la dualidad de ser adorado por multitudes mientras anhela una conexión auténtica, David representa el reverso urbano de la ingenuidad rural de Venus. Su encuentro fortuito –o predestinado, según la óptica romántica de la protagonista– desencadena una serie de confrontaciones que cuestionan la frontera entre fantasía y realidad.
Desde una perspectiva objetiva, la estructura narrativa de Frágil es un híbrido entre el road movie introspectivo y el drama psicológico, con una duración de 102 minutos que Bajo Ulloa distribuye en actos fluidos, sin rigidez. El guion, escrito por el propio director bajo el seudónimo de Catalina Gilabert –un guiño a la feminidad que impregna la voz narrativa–, alterna entre las perspectivas de Venus y David, creando un diálogo implícito entre sus mundos. Esta dualidad no es innovadora per se –recuerda a las bifurcaciones en Before Sunrise de Linklater–, pero Bajo Ulloa la eleva mediante transiciones visuales sutiles: fundidos que mimetizan el goteo de la miel o el reflejo quebrado de un cristal, simbolizando la permeabilidad de los límites emocionales. La fotografía, a cargo de Koldo Izagirre, es uno de los pilares de la cinta; sus tomas amplias del paisaje vasco no solo contextualizan el aislamiento de Venus, sino que invitan a una reflexión filosófica sobre el ser-en-el-mundo heideggeriano: el Da sein como existencia arrojada a un entorno que tanto nutre como aísla. En contraste, las escenas urbanas de David son claustrofóbicas, con encuadres cerrados que sugieren la prisión de la fama, un tema que resuena con la alienación sartriana, donde el «ser-para-otro» se convierte en una mirada devoradora.
Subjetivamente, Frágil no persuade en su exploración de la fragilidad como metáfora existencial. Si bien, Bajo Ulloa no se contenta con romantizar el encuentro; desmonta el mito del amor como salvación absoluta, recordándonos la tesis de Schopenhauer sobre el deseo como fuente perpetua de sufrimiento. Venus, con su dulzura casi infantil —y algo ridícula—, encarna el platonismo romántico: el amor como ascenso hacia una Forma ideal, un eco de aquel beso que ha cristalizado en su memoria como un arché eterno. Pero cuando irrumpe David, con su cinismo postmoderno, la colisión es inevitable. Muriel infunde a Venus una vulnerabilidad que roza el patetismo, sin iluminar la nobleza de la fe ciega. No obstante, sus ojos, grandes y expectantes, casi capturan esa «fragilidad» del título: no solo física, sino ontológica, como si el mero acto de desear la hiciera susceptible a la fractura. Kandido Uranga, por su parte, aporta una contención que subraya la ausencia afectiva, haciendo que la partida de Venus sea un acto de liberación filosófica, un salto al vacío kierkegaardiano donde la angustia precede a la posibilidad.
David representa la antítesis: el amor como performance, un constructo social en la era del espectáculo debordiano. Su tortura interna –el placer culpable de ser deseado por millones, mientras anhela lo genuino– es el intento de un alegato contra la superficialidad del mundo contemporáneo. Bajo Ulloa utiliza el rodaje de Dark Tale como metanarrativa, un espejo que refleja cómo el cine mismo quiebra la realidad: ¿es David el héroe o solo un actor interpretando a uno? Esta capa meta-ficcional, aunque no tan elaborada como en Adaptation de Jonze, añade algo de profundidad, invitando al espectador a cuestionar si nuestras vidas no son, sino guiones improvisados en busca de un clímax ilusorio.
Los temas filosóficos en Frágil se entretejen convirtiendo la cinta en un tratado algo aburrido sobre la ilusión y la desilusión. El amor, en su esencia, se presenta como una estructura frágil, un castillo de naipes erigido sobre recuerdos selectivos y proyecciones idealizadas. Bajo Ulloa, influido por su herencia vasca —esa melancolía que impregna el cine de Medem o Arregi—, explora la dialéctica hegeliana entre amo y esclavo en las relaciones: Venus, la «esclava» de su sueño, busca dominar su destino a través del reencuentro, mientras David, el «amo» aparente, se ve esclavizado por su ego. Pero la verdadera revelación radica en la aceptación de la finitud: como en el estoicismo de Séneca, la fragilidad no es debilidad, sino recordatorio de la mortalidad que da valor a lo efímero. Al menos, esta visión eleva a Frágil por encima de dramas románticos convencionales; el sufrimiento no es vano, sino el catalizador para una autenticidad más profunda. El simbolismo de la miel, por ejemplo, es un coup de maître: dulce y pegajosa, nutre, pero atrapa, aludiendo a cómo el deseo nos une y nos inmoviliza, una metáfora lacaniana del objeto que perpetúa el vacío.
En cuanto a su banda sonora, la película usa el folk para evocar el paisaje euskaldún. Melodías minimalistas, con arpas y violines que susurran como viento en los prados, contrastan con los sonidos urbanos discordantes en las escenas de David, creando una sinestesia que persuade sensorialmente. El montaje, fluido, pero no apresurado, permite que los silencios hablen: en una secuencia clave, donde Venus contempla un cristal roto, el tiempo se estira, invitando a una pausa reflexiva sobre la impermanencia budista. Objetivamente, estos elementos técnicos son sólidos, aunque no revolucionarios; la producción, con un presupuesto modesto para estándares españoles de la época, prioriza la intimidad sobre el espectáculo, lo que algunos críticos han tachado de «austero en exceso». Sin embargo, parece que esta austeridad es deliberada, un acto de resistencia contra el exceso visual que diluye la emoción en el cine mainstream.
En términos de recepción, Frágil fue un éxito moderado en festivales como el de San Sebastián, donde ganó elogios por su sensibilidad, pero dividió a la crítica: algunos la alabaron como un «cuento cruel» que subvierte La Cenicienta, mientras otros la criticaron por su ritmo pausado y final ambiguo. Con una puntuación media de 6.2 en FilmAffinity y 5.8 en IMDb, refleja una polarización que, en el fondo, enriquece su legado: no busca complacer, sino provocar introspección y, en consecuencia, algún bostezo. Bajo Ulloa, en entrevistas, ha descrito la película como una exploración de «la tortura que nos infligimos por ideales imposibles de belleza y amor», una declaración que resuena con el existencialismo camusiano del absurdo: esa búsqueda sísifa por un amor que se escapa como agua entre los dedos.
En definitiva, Bajo Ulloa nos confronta con una verdad incómoda: el amor no es una armadura, sino un cristal —bello pero quebradizo—. En un mundo saturado de romances idealizados, esta película aboga por una filosofía del desengaño, donde la ruptura no es el fin, sino el comienzo de una autenticidad forjada en las esquirlas. En palabras de Nietzsche, «lo que no nos mata, nos hace más fuertes»; aquí, la fragilidad nos hace, paradójicamente, indestructibles en nuestra propia vulnerabilidad.
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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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