En el vasto panorama de la literatura del siglo XX, pocas figuras proyectan una sombra tan larga como Ernest Hemingway. Atribuida a él una célebre frase —“Se necesitan dos años para aprender a hablar, y sesenta para aprender a callar”—, esta sentencia encapsula una verdad profunda sobre la condición humana: el silencio no es mera ausencia de palabras, sino un arte que requiere madurez, disciplina y, a menudo, un costo emocional significativo. Aunque la atribución exacta de esta cita a Hemingway ha sido cuestionada por investigadores, quienes rastrean variaciones similares en textos del siglo XVIII como los de la Condesa Diane, su resonancia con el estilo y la filosofía del autor estadounidense la hace un punto de partida idóneo para explorar por qué callar resulta más arduo que hablar. En este artículo, destinado a lectores expertos en literatura, examinaremos esta idea a través de la lente de la vida y obra de Hemingway, apoyándonos en fuentes fiables como biografías autorizadas y análisis críticos, para desentrañar sus implicaciones psicológicas, narrativas y culturales.
Hemingway, nacido en 1899 en Oak Park, Illinois, y fallecido en 1961, fue un maestro de la concisión. Su trayectoria como periodista en el Kansas City Star y corresponsal de guerra moldeó un estilo que priorizaba la brevedad y la omisión, conocido como la «teoría del iceberg». Esta teoría, expuesta por el propio autor en Muerte en la tarde (1932), postula que el verdadero significado de una historia reside bajo la superficie, como el 7/8 de un iceberg sumergido, mientras que solo el 1/8 visible —las palabras escritas— sugiere lo profundo. Aquí, el «callar» literario se convierte en una herramienta poderosa: omitir detalles no es debilidad, sino estrategia para invitar al lector a inferir emociones y verdades no dichas. Pero ¿por qué este aprendizaje del silencio es tan prolongado y difícil, como sugiere la cita atribuida? Para responder, debemos indagar en la psicología humana y en cómo Hemingway la reflejó en sus personajes.
Desde una perspectiva psicológica, hablar es un impulso instintivo, arraigado en nuestra evolución social. Como señala la psicología positiva, el silencio exige un alto grado de autocontrol, autoconciencia y regulación emocional, cualidades que se desarrollan con el tiempo y la experiencia. Hablar, en cambio, puede ser catártico y automático: libera tensiones, busca validación y llena vacíos emocionales. Personas con tendencia a la verborrea, por ejemplo, a menudo usan el habla como escudo contra el silencio introspectivo, que podría revelar vulnerabilidades o requerir confrontar pensamientos incómodos. En un mundo hiperconectado, donde las redes sociales premian la expresión constante, callar se percibe como una renuncia al poder narrativo. Sin embargo, el silencio puede ser un acto de resistencia: permite procesar información, fomentar creatividad y ganar perspectiva, pero su práctica es ardua porque combate el instinto gregario de comunicarnos.
Hemingway encarnó esta tensión en su vida personal. Sus experiencias en la Primera Guerra Mundial, donde sirvió como conductor de ambulancias en Italia y fue herido gravemente en 1918, le enseñaron el valor del estoicismo. En sus memorias póstumas, París era una fiesta (1964), describe escenas de guerra donde el silencio no era opción, sino supervivencia: el estruendo de las bombas contrastaba con los momentos de quietud forzada en trincheras u hospitales, donde callar equivalía a preservar la cordura. Biógrafos como Carlos Baker, en su exhaustiva Hemingway: A Life Story (1969), destacan cómo estas vivencias forjaron su aversión al melodrama verbal. Hemingway era conocido por su personalidad extrovertida —cazador, pescador, bebedor legendario—, pero en la escritura optaba por la restricción. «Escribir la oración más verdadera que conozcas», aconsejaba, implicando que el exceso de palabras diluye la verdad. Esta dualidad refleja por qué callar es más difícil: requiere dominar impulsos, como el de Hemingway, para narrar sus aventuras, y transformarlos en arte sutil.
En su obra, el silencio se manifiesta como un valor moral, interconectado con el movimiento y el control, como analiza Cassandre Meunier en su ensayo «The Values of Silence in ‘Fifty Grand,’ ‘A Day’s Wait,’ and ‘Nobody Ever Dies’» (publicado en la Journal de la Société des Études sur l’Œuvre de Hemingway, 2007). En «Fifty Grand» (de Men Without Women, 1927), el boxeador Jack Brennan encarna el «holding tight»: prepara su última pelea con minimalismo físico y verbal, limitando movimientos y palabras para conservar dignidad ante la derrota inminente. Jack evita charlas superficiales, silencia insultos y se refugia en la quietud de la cama, donde «shuts his eyes» para ganar confianza. Esta omisión no es pasividad, sino estrategia: como en la teoría del iceberg, lo no dicho —su apuesta secreta contra sí mismo— genera suspense y admiración. Meunier argumenta que el silencio aquí es un «fortaleza inexpugnable», protegiendo secretos y permitiendo al personaje mantener el control moral, incluso en la pérdida.
Similarmente, en «A Day’s Wait» (de Winner Take Nothing, 1933), un niño de nueve años cree estar muriendo de fiebre y opta por el silencio estoico. Acostado «still in the bed», mira fijamente al pie de la cama, rechazando visitas y conversación. Su padre, ignorante del malentendido (el niño confunde escalas de temperatura), percibe solo ligereza, pero el silencio del niño revela una madurez prematura: «holding steady» ante el fin percibido, como describe la crítica Ann Putnam. Una vez aclarado, el niño llora, liberando la tensión acumulada. Aquí, callar es más difícil porque implica soportar solos el peso emocional —el miedo a la muerte—, sin el alivio del habla. Psicológicamente, esto alinea con mecanismos de retiro emocional, donde el silencio actúa como coping, pero a costa de aislamiento.
En «Nobody Ever Dies» (1939), Hemingway extiende estos valores al ámbito femenino, desafiando estereotipos de género. La protagonista María, una luchadora cubana, enfrenta la captura tras la muerte de su hermano. Ante el discurso ideológico y verbal de su compañero Enrique, quien la interrumpe y minimiza su duelo, María se retrae en silencio: «She said nothing and […] looking straight ahead». Este mutismo no es sumisión, sino que poder: obliga a Enrique a confrontar la pérdida real, y en su arresto, su postura erguida y «face shining proudly» impone silencio a sus captores, invirtiendo dinámicas de poder. Meunier concluye que el silencio, como en los otros relatos, transforma percepciones de debilidad en awe, paralelizando la técnica narrativa de Hemingway: la omisión crea «dignity of movement», invitando a entender sin juzgar.
Estos ejemplos ilustran por qué callar es más arduo: psicológicamente, requiere resistir la urgencia de expresar dolor, miedo o ira, cualidades que Hemingway desarrolló a lo largo de su vida, marcada por depresiones, divorcios y un suicidio final que, irónicamente, selló su silencio eterno. En un análisis más amplio, la literatura del siglo XX refleja esta lucha. Autores como Samuel Beckett en Esperando a Godot (1953) usan pausas y silencios para exponer la futilidad del habla incesante, mientras que Virginia Woolf en Al faro (1927) explora el silencio interior como refugio femenino ante el patriarcado verbal. Hemingway, influido por modernistas como Ezra Pound, elevó el silencio a principio estético: en El viejo y el mar (1952), Santiago habla poco, pero su lucha interna contra el mar —lo no verbalizado— transmite épica.
Culturalmente, la dificultad del silencio persiste hoy. En era de redes sociales, donde el «oversharing» es norma, callar se ve como anomalía o debilidad. Sin embargo, estudios psicológicos advierten que el silencio fomenta creatividad y foco, pero su carga emocional —como el «cognitive dissonance» generado al no responder— lo hace costoso. Para minorías, el silencio puede perpetuar opresión, imponiendo la carga de educar a otros. Hemingway, consciente de esto, usó el silencio no para oprimir, sino para empoderar: sus personajes, al callar, ganan agencia.
En conclusión, la cita atribuida a Hemingway —aun si apócrifa— destila una lección perdurable: aprender a callar toma décadas porque combate impulsos innatos, exigiendo madurez para omitir lo superfluo y revelar lo esencial. Su obra, con su economía verbal y énfasis en lo sumergido, enseña que el silencio no es vacío, sino profundidad. En un mundo ruidoso, esta maestría sigue siendo un arte raro, pero vital para la dignidad humana. Como Hemingway escribió en Por quién doblan las campanas (1940): «El mundo es un buen lugar por el que vale la pena luchar». Y a veces, luchar significa callar.
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





