En las páginas de la historia de la música, pocos eventos han marcado un contraste tan abrupto como el festival de Woodstock de 1999. Concebido como un homenaje al legendario encuentro de 1969, que simbolizó la paz, el amor y la liberación juvenil, esta edición se transformó en un espectáculo de desorden y violencia que lo ha consagrado como el peor festival de la historia. Celebrado del 23 al 25 de julio en la antigua base aérea de Griffiss, en Rome, Nueva York, atrajo a más de 220.000 asistentes, pero en lugar de evocar el espíritu utópico de su predecesor, desató un torbellino de ira colectiva, agresiones y destrucción.

Para comprender la magnitud del fracaso de 1999, es imprescindible retroceder tres décadas al Woodstock original. En agosto de 1969, en una granja de Bethel, Nueva York, medio millón de jóvenes se congregaron en un evento que trascendió la mera música. Organizado por visionarios como Michael Lang, el festival se convirtió en un emblema de la contracultura: paz en medio de la guerra de Vietnam, amor libre y una música que unía almas. A pesar de las lluvias torrenciales y la falta de preparativos, el ambiente fue de solidaridad; las vallas se derribaron, y el evento se tornó abierto y gratuito, fomentando un sentido de comunidad. Artistas como Jimi Hendrix y Joan Baez interpretaron himnos que resonaron con el anhelo de cambio social. Fue un triunfo del espíritu humano sobre la adversidad, un momento en que la juventud desafió al establishment con flores en el pelo y música en los labios.

Treinta años después, los organizadores, incluido el propio Lang junto a John Scher, intentaron revivir esa magia para conmemorar el aniversario. Sin embargo, desde el inicio, el enfoque comercial contaminó el proyecto. Las entradas se vendieron a 150 dólares en preventa y 180 en taquilla —sumas astronómicas para la época, equivalentes a más de 280 dólares actuales—, lo que ya generaba recelos entre un público joven y mayoritariamente de clase media. El sitio elegido, una antigua base militar asfaltada, carecía de la idílica campiña de 1969; en su lugar, un vasto terreno de hormigón absorbía el calor del verano, convirtiendo el festival en un horno abrasador con temperaturas que rozaban los 38 grados. Más de 400.000 personas —incluido el staff— transformaron temporalmente el lugar en la tercera ciudad más poblada de Nueva York, pero sin la infraestructura adecuada para sostenerla.

El caos se gestó desde el primer día. Los asistentes, atraídos por un cartel que incluía a grupos como Limp Bizkit, Korn y Red Hot Chili Peppers —representantes de un rock más agresivo y comercial—, se encontraron con condiciones precarias. La subcontratación de servicios, una medida para maximizar ganancias, resultó en una escasez alarmante de recursos básicos. El agua potable, esencial en medio del calor sofocante, se vendía a precios desorbitados: botellas de 4 dólares al inicio, que escalaron hasta 12 dólares conforme avanzaba el fin de semana —equivalentes a 22 dólares actuales ajustados por inflación—. Muchos, deshidratados y exhaustos, recurrían a fuentes públicas contaminadas, lo que provocó brotes de enfermedades como la gingivitis ulcerativa (boca de trinchera) y erupciones cutáneas. Más de 700 personas fueron tratadas por agotamiento térmico y deshidratación, un testimonio de la negligencia organizativa.

La falta de sanitarios agravó la miseria colectiva. Con solo un puñado de baños portátiles para cientos de miles de personas, los excrementos se desbordaron, creando charcos fétidos que se mezclaban con el barro. Los asistentes terminaron revolcándose en ellos, un espectáculo dantesco que evocaba más una piara de cerdos que un festival musical. La distancia de 2,4 kilómetros entre los dos escenarios principales obligaba a caminatas extenuantes sobre el asfalto ardiente, sin sombra alguna, salvo en hangares abandonados donde se apiñaban multitudes para escapar del sol implacable. Estos factores no solo incomodaban, sino que incubaban una furia latente, alimentada por la percepción de ser mero ganado.

Pero el verdadero horror emergió en las sombras de la multitud: las agresiones sexuales y violaciones. En un ambiente donde la seguridad era insuficiente —con guardias mal pagados y escasos—, varias mujeres fueron víctimas de ataques brutales. Al menos cuatro violaciones fueron denunciadas oficialmente, incluyendo una en la multitud durante el concierto de Korn, donde una joven fue inmovilizada por un grupo de hombres mientras la audiencia mosheaba a su alrededor. Testimonios posteriores revelaron al menos otros cinco casos de violaciones en grupo vistas por voluntarios, aunque la dispersión de los asistentes complicó las investigaciones. Este legado de violencia contra las mujeres, minimizado inicialmente por los organizadores, mancha indeleblemente el evento y subraya cómo el caos propició un entorno de impunidad. Scher, uno de los promotores, llegó a cuestionar la veracidad de algunas denuncias, pero la evidencia acumulada en documentales y testimonios confirma la gravedad: Woodstock 1999 no fue solo un festival fallido, sino un terrorífico escenario para la mayoría.

El vandalismo y los disturbios culminaron el domingo. Durante la actuación de Limp Bizkit, la multitud, enardecida por canciones como «Break Stuff», comenzó a destruir estructuras: paneles de madera arrancados de las torres de sonido se convirtieron en tablas para surfear sobre la gente. Insane Clown Posse exacerbó el desorden lanzando billetes de 100 dólares, provocando peleas. Pero el clímax llegó con Red Hot Chili Peppers: mientras interpretaban «Fire» de Jimi Hendrix, varias hogueras prendieron por todo el recinto, alimentadas por escombros y vallas donde se leía «peace». Algunas torres de sonido también fueron derribadas, remolques saqueados y el sitio quedó en llamas, obligando a evacuaciones apresuradas. Se registraron tres muertes, una por hipertermia, otra por un accidente previo y una tercera por causas naturales, pero el saldo de heridos y arrestos fue abrumador. El festival, transmitido por MTV y pay-per-view, se convirtió en un espectáculo apocalíptico, con los promotores escondidos en las oficinas mientras se desataba el caos.

Este pandemonio no fue fortuito; fue el fruto amargo del capitalismo que traicionó el espíritu de 1969. El Woodstock original floreció en un contexto de rebeldía contra el sistema: era anticapitalista por esencia, rechazando el lucro en favor de la comunidad. En cambio, 1999 fue una empresa corporativa pura, con docenas de patrocinadores, espacios comerciales y decenas de cajeros automáticos diseminados por el recinto. Los organizadores, obsesionados con recuperar la inversión —presupuestaron en 30 millones de dólares, pero terminaron con costos de 38 millones—, subcontrataron servicios para abaratar, sacrificando comodidad y seguridad. Esta mercantilización transformó un evento de liberación en uno de explotación: el público, tratado como consumidores incautos, pagó precios inflados por necesidades básicas, mientras las ganancias fluían a bolsillos lejanos. El contraste es demoledor: en 1969, la juventud desafiaba al capital con ideales hippies; en 1999, el capital cooptó esos ideales para venderlos, generando un resentimiento que estalló en violencia.

Reflexionemos: el capitalismo, con su lógica implacable de maximización de beneficios, pervierte incluso los símbolos más puros. Woodstock 1969 representaba una utopía efímera donde el dinero cedía ante lo humano; 1999, en cambio, ilustró cómo esa utopía se desintegra bajo el peso del mercado. Los promotores, parte de la generación boomer, que una vez se rebeló, mutaron, convirtiéndose en el establishment que criticaban, vendiendo nostalgia a expensas del dinero. Esta traición no solo destruyó una idea, sino que presagió un mundo donde los eventos culturales son meros vehículos para el lucro, fomentando desigualdades que incuban conflictos. Documentales como «Trainwreck: Woodstock ’99» y «Woodstock ’99: Peace, Love, and Rage» han revivido el horror del ’99, recordándonos que el verdadero caos nace cuando el espíritu se subordina a lo injusto.

Woodstock 1999 no fue un mero accidente, sino un monumento al fracaso ético. Su legado, lejos de la armonía de 1969, advierte sobre los peligros de comercializar ideales. Este episodio nos recuerda que el arte debe prevalecer sobre el comercio, para que no olvidemos cómo el afán lucrativo puede incinerar hasta las melodías más sagradas. Que sirva de advertencia: en la música, como en la vida, la auténtica libertad no se compra ni se vende.

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Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

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