senyera parlament

En un mundo donde los símbolos parecen tener más peso que las realidades cotidianas, no deja de ser curioso –por no decir ligeramente cómico– cómo los líderes políticos recurren a las banderas para afirmar su identidad colectiva. Imagínense: metros y metros de tela ondeando al viento, como si el tamaño de la enseña midiera directamente la grandeza de una nación. En España, esta afición por las banderas gigantes no es nueva, y recientemente hemos asistido a un episodio que invita a la comparación. Por un lado, la imponente bandera española que José María Aznar impulsó en la Plaza de Colón de Madrid en 2002; por el otro, la senyera que Josep Rull ha hecho instalar frente al Parlament de Catalunya para la Diada de 2025. Ambas iniciativas, separadas por más de dos décadas, comparten un espíritu similar: el de reivindicar el patriotismo a través de un gesto tan visible como costoso. Pero, ¿no resulta un tanto irónico que, en tiempos de presupuestos ajustados y necesidades urgentes, se invierta tanto en paños que, al fin y al cabo, solo sirven para flamear?

Recordemos primero el caso de la Plaza de Colón. Fue en octubre de 2002 cuando se izó por primera vez esa colosal bandera española, un proyecto impulsado por el Gobierno de Aznar en colaboración con el Ayuntamiento de Madrid, entonces bajo la alcaldía de José Luis Álvarez del Manzano. El mástil, de 50 metros de altura –casi como un edificio de 15 plantas–, sostiene una enseña de 294 metros cuadrados (14 metros de alto por 21 de ancho), lo que la convierte en una de las más grandes de Europa. Su instalación no fue barata: se estima que el costo inicial rondó los 300.000 euros, aunque las cifras exactas han variado en las crónicas periodísticas, dependiendo de si se incluyen los gastos de mantenimiento o las reformas posteriores. Cada vez que el viento madrileño –ese traicionero aliado de las tormentas– destroza la tela, hay que reemplazarla, y cada nueva bandera cuesta alrededor de 4.300 euros. En 2014, por ejemplo, se cambió tres veces en un año, lo que da una idea de lo efímero que puede ser el patriotismo textil.

Aznar, en su momento, presentó esta bandera como un símbolo de unidad nacional, un recordatorio visible de la España constitucional en pleno centro de la capital. No en vano, la Plaza de Colón ya era un lugar cargado de simbolismo: con su monumento a Cristóbal Colón y su proximidad a los Jardines del Descubrimiento, parecía el escenario perfecto para afirmar la españolidad. Pero, oh ironía, esta iniciativa no tardó en generar polémica. En Catalunya, muchos la vieron como un acto de «españolización» forzada, un gesto para imponer la identidad estatal sobre las autonómicas. Programas de televisión y columnistas independentistas se mofaron de lo que llamaban «el trapo de Aznar», criticando el derroche en un símbolo que, según ellos, no representaba a todos. Y no les faltaba razón en lo del gasto: en una época en la que España lidiaba con el desempleo post-11S y la transición al euro, ¿era prioritario invertir en una bandera que, literalmente, se la lleva el viento?

Avancemos ahora al 2025, donde la historia parece repetirse con un twist catalán. Josep Rull, presidente del Parlament y miembro de Junts per Catalunya, ha decidido revivir una tradición inspirada en Pasqual Maragall: izar una gran senyera frente al edificio parlamentario para marcar el inicio de la Diada del 11 de septiembre. La bandera en cuestión mide 54 metros cuadrados (6 metros de alto por 9 de ancho) y ondea en un mástil de 25 metros de altura, instalado específicamente para la ocasión. El acto se llevó a cabo el 10 de septiembre, víspera de la Diada, con toda la pompa institucional: discursos, himnos y, por supuesto, el izado solemne. Pero lo que más llama la atención –y aquí entra la sutil comedia– es el costo: 92.997,73 euros, IVA incluido. Sí, casi 93.000 euros por un mástil y una tela que, aunque simbólica, podría haber financiado, digamos, unas cuantas becas escolares o reparaciones en hospitales públicos.

Rull ha justificado esta inversión como un homenaje a la identidad catalana, un gesto para «recuperar el orgullo nacional» en un momento de tensiones políticas. La senyera, con sus barras rojas y amarillas, se erige como un contrapunto a la ausencia de la bandera española en el Parlament –un detalle que no ha pasado desapercibido y ha generado reclamaciones de partidos unionistas. De hecho, la instalación comenzó en julio de 2025, con obras que incluyeron la colocación del mástil y la preparación del terreno, todo para que la bandera luciera impecable durante la Diada. Inspirado en Maragall, quien en su día impulsó actos similares, Rull busca conectar con la tradición independentista, recordando la derrota de 1714 y la resiliencia catalana. Pero, ¿no es fascinante cómo el patriotismo, sea español o catalán, siempre encuentra excusas para gastar en símbolos efímeros?

Comparando ambas iniciativas, las similitudes saltan a la vista, y no solo en el plano simbólico. Ambas banderas son gigantescas, diseñadas para ser vistas desde lejos y para impresionar. La de Colón mide casi seis veces más que la del Parlament (294 m² vs. 54 m²), pero el mástil madrileño es el doble de alto (50 m vs. 25 m). En términos de costo, la de Aznar fue más cara en su instalación inicial, pero la de Rull, ajustada a la inflación y al contexto actual, no se queda atrás: 93.000 euros por un elemento temporal que, presumiblemente, requerirá mantenimiento. Ambas han sido criticadas por su oportunismo político: Aznar la usó para reforzar la unidad en un momento de auge independentista; Rull, para afirmar la catalanidad en un Parlament dividido tras las elecciones de 2025. Y en ambos casos, el dinero sale del erario público, ese pozo sin fondo que parece infinito cuando se trata de banderas, pero escaso para infraestructuras o servicios sociales.

Lo absurdo de todo esto radica en la desproporción. Mientras en Madrid se gastaban cientos de miles en una bandera que ha resistido vientos y protestas –recordemos las manifestaciones de Colón contra el independentismo–, en Barcelona se invierten casi 100.000 euros en una senyera que, por muy emotiva que sea, no soluciona los problemas reales de Catalunya. Pensemos en el contexto: en 2025, la sanidad catalana sufre listas de espera eternas, la educación lidia con recortes, y la sequía amenaza la economía agrícola. ¿No sería más patriótico invertir en embalses o en programas de integración? La ironía se acentúa cuando recordamos las críticas mutuas: los independentistas se burlaron de la «bandera de Aznar» como un acto de chovinismo español, y ahora, bajo Rull, se replica el gesto con acento catalán. Es como si el patriotismo fuera un concurso de quién tiene la bandera más grande, ignorando que, al final, todas se desgastan igual.

Esta obsesión con las banderas no es exclusiva de España. En todo el mundo, los símbolos nacionales sirven para unir –o dividir– a la población. En Estados Unidos, la bandera estrellada ondea en cada escuela y estadio; en Francia, la tricolor es un icono revolucionario. Pero en contextos plurinacionales como el nuestro, las banderas se convierten en armas dialécticas. La de Colón representa para unos la España una e indivisible; para otros, un recordatorio opresivo. La senyera del Parlament evoca la lucha por la autodeterminación, pero ignora que, en un Estado democrático, los símbolos deberían convivir, no competir. Y aquí entra otra capa de ironía: mientras Rull alza su senyera sin la rojigualda al lado, violando posiblemente normativas sobre banderas oficiales, en Madrid la bandera española ha sobrevivido a gobiernos de izquierda y derecha, convirtiéndose en un fixture urbano.

Pero vayamos más allá del simbolismo y hablemos de números, porque el dinero no miente. La bandera de Colón ha costado millones en mantenimiento a lo largo de los años: solo en reemplazos, si calculamos una media de dos al año desde 2002, estamos hablando de más de 200.000 euros adicionales. En Catalunya, los 93.000 euros de la senyera podrían haber financiado, por ejemplo, 930 becas comedor o reparaciones en carreteras comarcales. Es curioso cómo los políticos, siempre tan pragmáticos en campaña, sucumben al romanticismo patriótico cuando toca presupuestar. ¿Será que las banderas generan votos? En la Diada de 2025, miles se congregaron bajo la senyera gigante, aplaudiendo el gesto. En Colón, la bandera ha sido telón de fondo para manifestaciones masivas, desde el Orgullo hasta protestas contra el Gobierno. Pero, ¿cuánto dura el impacto? Una bandera no resuelve desigualdades; solo las cubre temporalmente.

En última instancia, esta comparación nos invita a reflexionar sobre el absurdo de priorizar lo simbólico sobre lo sustancial. Aznar y Rull, separados por ideologías y contextos, comparten una fe en el poder de las banderas para movilizar emociones. Pero en un país con un 12% de paro juvenil y desafíos climáticos, quizás sea hora de bajar los mástiles y elevar las prioridades. Ironía aparte, si el patriotismo se mide en metros cuadrados de tela, España y Catalunya están empatadas en un concurso que nadie gana. Al final, el viento se lleva las banderas, pero los problemas quedan. ¿No sería más sabio invertir en un futuro que no necesite símbolos para sostenerse?

(Palabras: 1.512)

Redacción en  | Web |  Otros artículos del autor

Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.

Comparte: