Las desigualdades económicas constituyen una de las características de las sociedades de clases. Una situación común en gran parte de la historia mundial a partir del neolítico, cuando la aparición de excedentes productivos recurrentes hizo posible que un sector de la sociedad viviera a cuenta del resto, o pudiera obtener una cuota excesiva del producto social. Las desigualdades están en la base de muchos problemas y conflictos sociales. Y, tras la contrarrevolución neoliberal y la globalización, estas desigualdades han tendido a aumentar en la mayoría de los países. Medir las desigualdades no es tarea sencilla, aunque los esfuerzos estadísticos y la generalización de los sistemas de imposición sobre la renta han contribuido a mejorar su conocimiento.
En los últimos años, la cuestión de las desigualdades económicas está en el centro del debate social porque, tras la crisis de 2007 —con el añadido desastre del empleo y las políticas de austeridad impuestas—, se produjo un aumento de las desigualdades, relacionado precisamente con el desempleo, la devaluación salarial, y los recortes de ayudas públicas. La fuente más normalizada de estudio de las desigualdades es la Encuesta de Condiciones de Vida, una encuesta anual que se realiza en toda la Unión Europea y que, a pesar de los problemas metodológicos que presentan este tipo fuentes, tiene la virtud que está elaborado de la misma forma en todas partes. Además, permite estudiar la evolución a lo largo de un período dilatado de tiempo.
La publicación de los resultados de la Encuesta de 2022 (esta pasada semana) ofrece buenos datos relativos en tres de los indicadores clave: el del porcentaje de hogares en riesgo de pobreza (lo de riesgo es un eufemismo para camuflar la pobreza real), el índice S80/S20 (el resultado de dividir la renta media del 20% de población que gana más con la de la renta del 20% con ingresos más bajos) y el índice de Gini, que pretende ser una medida de la desigualdad global. De hecho, hay que esperar que los tres indicadores evolucionen en la misma dirección, puesto que cuanto mayores son las desigualdades, es más probable que aumente el porcentaje de la gente empobrecida. Especialmente porque se habla de pobreza en términos relativos: el porcentaje de familias cuya renta está por debajo del 60% de la renta media.
En el último año, el porcentaje de hogares en riesgo de pobreza se sitúa en el 20,4% (una quinta parte de la población), 1,3 puntos menos que el año anterior. Y los otros dos bajan en una línea similar. El índice de Gini cae de 33 a 32, mostrando una distribución de la renta más igualitaria, mientras que el S80/S20 baja de 6,2 a 5,6 (en el índice de Gini, un valor 0 sería el de una sociedad totalmente igualitaria en términos de renta, y un valor 100 una en que un solo individuo lo acaparara todo). Si, para entender mejor su significado, observamos el conjunto de la serie, desde 2008 se pueden destacar algunos rasgos claros. En primer lugar, la persistencia de un elevado porcentaje de hogares en riesgo de pobreza. En 2008, en el momento de auge del boom especulativo, se situaba en el 19,8%, bastante cercano a la situación actual. Asimismo, el índice de Gini era del 32,4 en 2008, algo mayor que el actual, y el S80/20 era idéntico al de 2022, 5,6. En segundo lugar, que a lo largo de todo el período hasta 2022 la situación fue peor que al inicio, un deterioro provocado claramente por la situación de crisis del empleo y las políticas de recortes. Los peores indicadores corresponden a los años 2015-2017, con un índice de Gini que alcanzó 34,6 puntos en 2017, un porcentaje de riesgo de pobreza del 22,3% en 2016, y un S80/S20 de 6,9 en 2015. Hemos vivido y seguimos viviendo en una sociedad con desigualdades intolerables. Y la experiencia indica que, cuando se produce una coyuntura desfavorable en términos de empleo o de recortes públicos, éstos tienen efectos persistentes por un largo período. La situación de España no es, en términos globales, de las peores del planeta, pero tampoco de los mejores. Comparando los índices de Gini del resto de países, estamos lejos de los más igualitarios, con niveles por debajo del 30 (allí se sitúan Eslovaquia, Eslovenia, Bélgica, Países Bajos, los países nórdicos, Austria, Irlanda y Polonia), y aún más lejos de los insoportables niveles de desigualdad de países como Sudáfrica, Brasil, Colombia y una larga lista de países africanos). Las cuestiones de grado importan. Y reflejan, en gran medida, el impacto de la organización política y social de cada país, del equilibrio de fuerzas entre clases sociales, de los sistemas fiscales, de la estructura de derechos. Que potencias económicas de primera línea presenten tales diferencias en sus niveles de desigualdad —el de los países nórdicos es de 27; el de Francia, 30; Alemania, 31; Canadá, Japón, y Reino Unido, 32; China, 38; Estados Unidos, 39…— indica que no es el capitalismo en abstracto el que genera las peores desigualdades, sino la forma concreta que adopta en cada país. Lo cual no quita que, obviamente, el capitalismo a escala global es un vector generador de desigualdades. Es bastante posible, además, que las desigualdades reales sean mayores que reflejan las estadísticas: es muy difícil medir los ingresos de los superricos, y los hiperpobres (personas sin hogar, inmigrantes sin derechos) están mal representados.
Los ingresos monetarios determinan una parte crucial del bienestar material al que se puede acceder en una economía mercantil. Pero dos personas con ingresos iguales pueden experimentar dificultades económicas diferentes en función de su situación: tamaño de la familia, tener o no vivienda en propiedad, gastos ligados al propio empleo… Por eso, en las encuestas sobre condiciones de vida se incluye un análisis de las privaciones, indicadores de dificultades de acceso a determinados bienes y servicios: en concreto, no poder hacer una semana de vacaciones, no poder comer carne o pescado cada dos días, no poder hacer frente a gastos inesperados, no poder mantener el hogar a una temperatura adecuada, no poder tener auto propio, no poder tener ordenador personal, tener retrasos en el pago de servicios básicos. Es posible que personas cuyos ingresos están por encima de sus niveles de renta tengan problemas en estos campos porque su situación familiar (pago de hipoteca, hijos, familiares enfermos, etc.) no les permitan estos gastos. De forma contraria, es posible que una persona jubilada con bajos ingresos, pero con un piso propio pagado anteriormente, sin gastos suntuarios ni familiares a cargo, sí pueda. En varias de las preguntas, el porcentaje no sólo excede al de la pobreza (particularmente lo que afecta a vacaciones), sino que en algunas se observa un crecimiento de las dificultades económicas que están, sin duda, relacionadas con la inflación.
Por último, se calcula la tasa AROPE, que combina datos de pobreza, privación, y baja presencia del hogar en el mercado laboral. El valor de esta tasa trata de medir el riesgo de exclusión social de las familias. Su valor es sustancialmente mayor que el índice de pobreza, pues llega al 26% de la población en 2022, aunque, como ocurre con el riesgo de pobreza, su nivel se ha reducido el último año en 1,8 puntos.
En suma, a lo que apuntan estos datos es a la existencia de un elevado nivel estructural de pobreza y exclusión, y a una mejora sustantiva en el último año. Mejora que puede atribuirse fundamentalmente a dos factores. De un lado, al crecimiento del empleo y, del otro, al impacto de las medidas adoptadas: aumento del salario mínimo, políticas de sustento de rentas, reforma laboral. Reformas sin duda insuficientes para liquidar desigualdades y exclusiones, pero efectivas en cuanto a paliar la situación.
II
Las buenas noticias siempre son sospechosas. Sobre todo si impiden ver amenazas creíbles. La mejora de los datos, en 2022, no puede hacernos olvidar no sólo que persisten grandes niveles de pobreza y privación, sino que se han conseguido en un contexto favorable de crecimiento del empleo y de políticas públicas expansivas. De hecho, ya hemos comentado que la inflación está incrementando las dificultades para acceder a determinados gastos (vacaciones, climatización de los hogares, cobertura de gastos imprevistos…) al erosionar el poder de compra de mucha gente.
De momento la inflación no para. Ya se calcula que, por término medio, ha reducido más del 5% del poder adquisitivo de los salarios y persiste en 2023. Los anuncios de beneficios del primer trimestre de 2023 de las grandes empresas indican que han consolidado el aumento de márgenes de negocio y, por tanto, estamos asistiendo a una nueva devaluación salarial que acabará afectando a los niveles de pobreza y privación. La pregunta ingenua es por qué ya nadie habla de desarrollar una política de rentas, de un acuerdo. Y es obvio que no se propone porque la inflación actual no es salarial, no afecta a las rentas del capital, y las empresas no tienen interés en un control de rentas en el que tuvieran que aportar contrapartidas. Y la continuidad de la situación actual conduce a un deterioro de las desigualdades. Si al final se acaba produciendo una movilización laboral y los sindicatos realizan alguna ofensiva, reaparecerá la propuesta de pacto de rentas. Pero si ello no ocurre, por las circunstancias que sean, la pobreza y las privaciones volverán a incrementarse.
El otro factor de riesgo es sin duda el cambio en las políticas macro, justificado no sólo por la inflación sino también por el nuevo endeudamiento público, como contrapartida de las medidas para paliar la crisis COVID. Llevamos meses con alzas de tipos de interés, y en las últimas semanas el FMI ha vuelto a sacar la consigna de recortes del gasto público. El Gobierno español ha anunciado un plan de reducción del déficit. Todo ello se va a traducir, con mayor o menor intensidad, en un freno a la expansión del gasto. Precisamente una de las vías que ha permitido laminar desigualdades, mediante diferentes medidas de soporte de rentas. Si estas se reducen o no alcanzan una intensidad suficiente, las posibilidades de volver a situaciones del pasado reciente son probables. Por eso, mantener una política de reducción de la pobreza y la desigualdad exige no solo perseverancia en las políticas, sino también encontrar respuestas a las coyunturas desfavorables que con seguridad se van a producir.
*Publicado originalmente en mientrastanto.org
Barcelona, 1949. Economista, profesor y activista social. Profesor de Economía en la Universidad Autónoma de Barcelona. Especialista en Economía laboral. Miembro del equipo editorial de la Revista de Economía Crítica y de la revista digital Mientras Tanto.