Artículo del escritor granadino Francisco Ayala, con una breve conversación mantenida con Federico García Lorca, publicado en el Número 13 de «La Gaceta Literaria», Madrid, 1 de julio de 1927.

Transcripción:

Plaza de la Mariana, de Marianita Pineda. Plaza fría, de encajes blancos, almidonados. (Y de encaje romántico, exactamente). Situada: entre un teatro y un cuartel-farsantería, pronunciamientos. Discursos, toques de corneta: siglo XIX.

Situada: entre el barrio —infame— de los prostíbulos y el barrio de la Virgen de las Angustias, aristocrático y devoto.

Con un costado de tabernas policromas. Con un escape —calle de Enriqueta Lozano— al nobilísimo lacrimoso del último romanticismo provinciano. Con ruidos de entraña épica. Con ronda de niñas.

Y en el centro —eje de suscitaciones múltiples y de virajes de murciélago—, la estatua imponente, blanca, de Mariana Pineda.

Mariana Pineda: exangüe, nieve exprimida, sin corazón, sin viento para sus cabellos de piedra… Estatua de cera —un momento— conturbada por visiones cinematográficas de su vida y de su muerte patibularia, que evoca la ronda de niñas en flechas azules de voz quebrada.

(Hay que santificarla ya a Mariana Pineda. Hay que ir pensado ya en el expediente, etc.).

Sobre las gradas geométricas duermen vagabundos un sueño de aleluyas —verdes, amarillas, rojas— de romanticismo increíble y de poesía popular.

Juglar de los sueños —el hombre del puntero y el cartel truculento—: Federico García Lorca. Y su cartel nuevo, deshumanizante —«Mariana Pineda», tres actos, decorado de Salvador Dalí—, la historia enorme de la Mariana. En viñetas sucesivas. Con ademanes sueltos. Emociones de cristal. Y la incorporación consciente de elementos retrospectivos.

Federico ha cantado con, con su voz alegre, la historia de Mariana, y le ha rodeado la espléndida garganta con un collar de imágenes nuevas. A lo largo de su drama. De su romance. De su tragedia.

Ilustración extraída de «La Gaceta Literaria» (1927).

La génesis de esta obra de García Lorca es antigua. Ahincada.

Venía del pueblo a la capital —Granada— a ver el teatro por primera vez en su vida. Frente al teatro, la Mariana: «¿Qué es eso?» – «La Mariana, niño». (La Mariana, lívida, entre focos de gas. En aquella noche remota. Y amarga. Porque le dijeron en el teatro: NO HAY TEATRO, y estas palabras —no… hay… teatro…— apretaron el corazón del pseudo-gitanillo).

Ay, niño. Que se perdió entre la gente: niño perdido. ¿Dónde le hallaron, con el primer romance entre los dientes, como colilla de cigarro? ¿Dónde le hallaron, repitiendo el romance de Mariana Pineda, que habían cantado las chicas? Ay, niño. Que le encontraron, luego, maestro entre los doctores.

Doctor de ciencia infusa —escribe con una pluma del ala de San Miguel, mojada en el tintero oblongo de la Plaza Larga—: prodigio —torero— con alamares de risa. (Sin que faltara nunca lo de Ha quedao magistral).

—Y dime, Federico…

—Ah, no es una heroína para odas. No es eso. Mariana era una burguesa. Lírica. Al final se convierte en la personificación de la Libertad, por haber comprendido que su amante la traicionaba con la Libertad.

—Y dime, Federico…

—Nadie había dicho nada de esta figura del siglo XIX. Nadie había reparado en ella. Era obligación mía exaltarla. Yo sentía ese imperativo. Porque ella es una figura esencialmente lírica. Sin odas. Sin milicianos. Sin lápidas de CONSTITUCIÓN. (Esas lápidas terribles —Constitución. Constitución. Constitución— que tanto me intrigaban de niño).

—Y dime, Federico…

—Tengo tres versiones completamente distintas del drama. Las primeras, no viables teatralmente. En absoluto… La que estreno implica una conexión, una sincronización. Hay en ella dos planos: uno amplio, sintético, por el que pueda deslizarse con facilidad la atención de la gente. Al segundo —el doble fondo— solo llegará una parte del público.

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