Imagina bucear a 120 metros de profundidad, donde la luz del sol se desvanece en un azul eterno, y de repente, el fondo marino se transforma en un vasto campo de olimpiadas geométricas: miles de círculos perfectos, como huellas de un antiguo ritual cósmico, salpicados de manchas oscuras en sus centros. No es una alucinación inducida por el nitrógeno disuelto, sino un descubrimiento que ha sacudido los cimientos de la oceanografía: más de 1.300 anillos submarinos, extendidos como un tapiz viviente sobre 15 kilómetros cuadrados en el corazón del Mediterráneo, frente a las costas de Córcega. Estos «anillos fantasmales», como los ha bautizado el fotógrafo submarino Laurent Ballesta, no son meras formaciones geológicas inertes. Están vivos, pulsantes de un ecosistema único que guarda secretos de hace 21.000 años y advierte sobre los peligros que acechan al mar en la era del cambio climático.
El hallazgo, que ha capturado la imaginación de científicos y exploradores por igual, se remonta a una exploración rutinaria en 2011. Christine Pergent-Martini, bióloga marina del Parque Nacional de Port-Cros en Francia, y su esposo Gérard Pergent, oceanógrafo de la Universidad de Córcega, navegaban las aguas turquesas al noroeste de la isla corsa cuando sus ecosondas revelaron anomalías en el lecho marino. «Al principio, pensamos que era un error del equipo», recuerda Pergent-Martini en una entrevista exclusiva para *Océano Profundo*. «Pero las imágenes mostraban patrones circulares demasiado precisos para ser casuales. Era como si el mar hubiera dibujado mandalas bajo el agua». Aquel día, lo que parecía un capricho de la naturaleza resultó ser la puerta a un mundo subacuático olvidado, un ecosistema que ha sobrevivido milenios de oscilación climática y ahora enfrenta amenazas modernas.
Las expediciones posteriores, en 2020 y 2023, lideradas por Ballesta —conocido por sus inmersiones en cuevas sumergidas y atolones remotos—, confirmaron la magnitud del fenómeno. Usando sonares de alta resolución y vehículos operados remotamente (ROV), el equipo cartografió un área de 15 kilómetros cuadrados a unos 120 metros de profundidad, a solo 650 kilómetros en línea recta de Barcelona. Cada anillo mide aproximadamente 20 metros de diámetro, con bordes elevados formados por colonias de algas calcáreas rojas y rodolitos coralinos —esferas vivientes de coral muerto recubiertas de vida algal—. En el centro de cada uno, una mancha oscura, como un ojo negro vigilante, marca los restos fósiles de las algas originales. «Son atolones coralígenos en miniatura», explica Ballesta, cuya cámara ha inmortalizado estas estructuras en una serie de fotografías que parecen salidas de un sueño surrealista. «No son estáticos; están vivos. Las corrientes marinas moldean su crecimiento radial, creando esa simetría perfecta que nos deja boquiabiertos».
Pero ¿cómo se formaron estos anillos? La respuesta yace en las páginas heladas de la historia geológica. Dataciones por carbono-14 sitúan su origen en el Último Máximo Glacial, hace unos 21.000 años, cuando el Mediterráneo era un mar más bajo y somero. El nivel del agua había descendido hasta 120 metros por debajo del actual, exponiendo vastas plataformas continentales a la luz solar. En esas aguas cristalinas, a apenas 20 metros de profundidad, prosperaron densas praderas de algas coralinas (Litophyllum spp.), organismos calcáreos que construyen estructuras rígidas como el coral, pero más resistentes al frío. Estas algas, fotosintetizadoras voraces, formaron colchones circulares que capturaban nutrientes y sedimentos, atrayendo invertebrados y peces en una danza ecológica primitiva.
Con el fin de la glaciación, el deshielo global elevó el nivel del mar a un ritmo vertiginoso —hasta un metro por siglo en algunas fases—. Las praderas, sumergidas en la oscuridad perpetua, colapsaron. Sus esqueletos calcáreos se hundieron, formando las manchas centrales oscuras que hoy vemos como tumbas fósiles. Sin embargo, la vida no se rindió. Nuevas colonias de algas y rodolitos se asentaron en los bordes elevados, alimentadas por corrientes upwelling que traen nutrientes desde las profundidades. «Es un ejemplo perfecto de sucesión ecológica en condiciones extremas», detalla Gérard Pergent en su estudio publicado en *Marine Ecology Progress Series*. «Estos anillos son archivos vivos del pasado, testigos de cómo la vida marina se adapta a catástrofes globales».
Lo que hace a este ecosistema verdaderamente único no es solo su antigüedad, sino su biodiversidad oculta, un santuario para especies que desafían las normas del Mediterráneo. En las inmersiones de 2023, Ballesta y su equipo —compuesto por buceadores técnicos, genetistas y ecólogos del Instituto Francés de Investigación para la Explotación del Mar (Ifremer)— descubrieron un coral amarillo rarísimo, *Dendrophyllia cornigera*, típico de aguas profundas atlánticas pero aquí, en un relicto glacial, formando jardines etéreos en los bordes de los anillos. «Es como encontrar un dinosaurio vivo en tu jardín», bromea Ballesta. Junto a él, cangrejos «diablos» (*Dromia personata*) acechan en las grietas, sus pinzas cubiertas de esponjas venenosas como camuflaje perfecto. Peces como el *Scorpaena scrofa* (rascacio rojo) se esconden en las sombras, mientras que un descubrimiento estelar roba el protagonismo: una babosa marina azul, posiblemente una nueva especie de nudibranquio, registrada por primera vez en estas coordenadas. «Nunca habíamos visto algo así en el Mediterráneo occidental», confiesa Pergent-Martini. «Sus patrones de fluorescencia bajo luz UV sugieren adaptaciones a la baja luminosidad, un truco evolutivo que podría inspirar avances en biotecnología».
Este ecosistema no es un relicto aislado; es un nodo vital en la red marina mediterránea, que alberga el 7-10% de la biodiversidad mundial pese a ocupar solo el 0,7% de la superficie oceánica. Los anillos actúan como «oasis» para la migración de especies, filtrando nutrientes y estabilizando sedimentos en un mar cada vez más acidificado. Estudios preliminares del equipo indican que estos atolones coralígenos absorben dióxido de carbono a tasas 20 veces superiores a los arrecifes tropicales, posicionándolos como aliados inesperados contra el calentamiento global. «En un contexto de crisis climática, estos anillos nos enseñan resiliencia», afirma una Pergent-Martini apasionada. «Han sobrevivido a glaciaciones; ¿podremos nosotros protegerlos del antropoceno?».
Sin embargo, la belleza de estos círculos conlleva una sombra amenazante. Ubicados bajo rutas marítimas intensas —el Mediterráneo ve más de 30.000 buques al año—, los anillos son vulnerables al fondeo de anclas, que pueden destrozar en minutos estructuras que tardaron milenios en formarse. En 2022, una sola tormenta con vientos de 100 km/h arrastró sedimentos que cubrieron temporalmente un 15% de los anillos, asfixiando colonias de algas. El cambio climático agrava el problema: el calentamiento de las aguas (+1,5°C desde 1980) provoca blanqueamientos en corales sensibles, mientras que la acidificación disuelve los esqueletos calcáreos. «El 70% de las especies marinas siguen por descubrir», advierte Ballesta, citando datos de la ONU. «Si perdemos estos ecosistemas, perdemos páginas enteras de nuestro atlas biológico».
La respuesta científica ha sido rápida, pero burocrática. Parte del área, unos 5 km², cae dentro del Parque Marino de los Bouches de Bonifacio, donde el fondeo está restringido desde 2018. Sin embargo, el resto permanece expuesto. En marzo de 2025, el equipo de Pergent presentó una propuesta a la Unión Europea para declarar los anillos como Zona de Protección Especial (ZPE), integrándolos en la Red Natura 2000. «Es fundamental proteger estos hábitats y comprender mejor su funcionamiento», urge Pergent-Martini en su manifiesto. Organizaciones como WWF y Oceana han sumado fuerzas, lanzando campañas de monitoreo con drones submarinos y apps ciudadanas para reportar avistamientos de daños por anclas. Ballesta, por su parte, planea una expedición en 2026 con realidad aumentada, permitiendo a «buceadores virtuales» explorar los anillos desde sus salones.
Este descubrimiento trasciende la mera curiosidad científica; es un llamado a la acción en un mar asediado. El Mediterráneo, cuna de civilizaciones, es hoy uno de los mares más contaminados del planeta: plásticos, sobrepesca y urbanización costera lo estrangulan. Los anillos de Córcega nos recuerdan que bajo sus olas azules yace un vasto desconocido —el 80% del océano permanece inexplorado—. «Quizás bajo las olas aún queden más sorpresas por revelar», reflexiona Pergent-Martini, con la mirada perdida en el horizonte corsa. En un mundo donde el cambio climático reescribe los mapas marinos, estos círculos no son solo un ecosistema único; son un espejo de nuestra propia fragilidad.
Mientras el sol se pone sobre el mar, Ballesta guarda sus cámaras y anota en su diario: «El océano no perdona la ignorancia. Pero tampoco la esperanza». En los anillos del Mediterráneo, la vida persiste, tejiendo sus patrones eternos. La pregunta es: ¿cuánto tiempo más?
Este artículo ha sido redactado y/o validado por el equipo de redacción de Revista Rambla.





